Las lágrimas explotaban contra la mesa como bombas de una
guerra insatisfecha de víctimas, sedienta de crueldad y deseosa de producir más y más dolor. El desconsuelo y la desesperación brotaban
de lo más profundo de un chico que se aferraba a la quimérica idea de que su
pena encontraría consuelo en el tamborileo de sus dedos contra el teclado, como
tantas veces le ocurrió antes y otras tantas vendrían después.
El amor se alejaba de su vecindario taconeando con elegancia
sobre unos zapatos de Zara. Ella había sido el pilar donde se sustentaba una
vida de mediocridad, fracasos y desengaños, y ahora, como hacía tiempo que el
joven se temía, ese cimiento que había comenzado a desquebrajarse hacía ya
mucho, se hundía sepultando junto a escombros y polvo, la única parte sana que
quedaba de su ya maltrecho corazón.
Probablemente no la volvería a ver, al menos, corpóreamente. Eso le aliviaba en parte, porque se sentía temeroso de poder encontrársela cualquier tarde paseando por un parque, comprando en una tienda o, simplemente, tomando un café en algún bar. Sería difícil, muchos kilómetros los separaban. Sin embargo, sabía que su tortura comenzaría como lo había hecho esa misma tarde, con la fuerza de mil cañonazos, en el único lugar de donde no podría borrarla jamás: en lo más recóndito de su subconsciente.
Allí habría lugar eternamente para sus ojos verdes con los que
siempre se metía, para la boca en la que tantas veces se había perdido, para aquel flequillo cayendo sobre su cara al que había dedicado odas y poesías, relatos y
sonetos. Siempre habría sitio para sus piernas morenas y sus preciosas manos,
las mismas que acariciaron su pelo en las interminables noches en que ambos se
quedaban hasta el alba viendo un centenar de películas. No olvidaría jamás su sonrisa y
la forma con la que te miraba cuando conseguías ruborizarla. Eso nadie se lo
podría arrebatar, por suerte o por desgracia.
Tantos momentos se esfumaban en ese instante que, tras unos
días intentando mantener la compostura, no pudo más que hundirse en la soledad
de una casa desierta como un lobo aullando a la luna: con la certeza de que
nadie lo escucha, con la seguridad que su pena es tan grande como vana. La
echaría tanto de menos que no quiso creer que pudiera soportarlo.
Y allí quedó, solo en un cuarto, mudo y abatido, melancólico
y pensativo; recordando lo vivido, lo que tan feliz le hizo. Volvió a buscar
consuelo en un dios que lo había olvidado, que ya no quería cuentas con él.
Rezó por una tregua, porque el castigo cesase, porque ella volviese, porque
todo aquel tiempo de desdicha e infortunio terminase de una vez por todas. Pero
se encontró de nuevo con el silencio, con el maldito abismo de un desamparo que
cabalgaba junto a él desde hacía mucho.
Quedó llorando como un niño, afligido y arrepentido. Con la
imagen de esa chica que tanto había querido y que ahora, como no podía ser de
otra manera, navegaba sin ella quererlo a los brazos de alguien que sí pudiera
hacerla realmente feliz. Él se conformaría el resto de su vida con pensar que,
aunque por su parte no lo consiguió, sí disfrutó de los mejores años
junto a la mujer más maravillosa que el mundo ha visto. Y de lo más hondo de su desesperación salió un aliento tenue susurrando un ‘gracias por todo’ que fue
volando desde esa planta baja cercana al mar, al corazón de la mujer que ahora
dejaba de ser suya para siempre.