Como suele ocurrir en Navidad, el día de San Valentín está repleto de pesados y moralistas que cada segundo que pueden te dan la turra con eso de que "el amor no se celebra en un día concreto o en una fecha señalada en el calendario... sino todos y cada uno de los días de nuestra vida". Sí, esos especímenes que luego, extrañamente, están tan amargados que no son capaces de amar ni hoy ni nunca.
San Valentín no es malo por falso o artificial, sino por hortera… que es peor. Quien les escribe hace años
que no celebra esta fiesta y, pensándolo bien, ni en las épocas recientes en
las que he estado saliendo con alguien lo he llegado a festejar. A mí,
personalmente, me parece un día donde el mal gusto y el chonismo sale a relucir con más brillo que de costumbre y, quizá
por eso, intento evadirme de él con todas mis fuerzas. Sin embargo, con el paso
de los años, me viene tocando la moral mucho más de lo acostumbrado, que haya
gente que se erija adalid de lo que debemos o no debemos celebrar,
de lo que se puede o no se puede disfrutar y de lo que tenemos o no tenemos que
vivir. Con eso es que no puedo.
Como decía, a mí San Valentín no
me gusta por casposo pero eso no me da derecho o potestad moral para
censurarlo. Las esclavas de oro, los peluches con forma de corazón, las cenas
en los Vips madrileños o los vídeos subidos a YouTube con fotografías y
canciones de Camela pueden conmigo, pero ni siquiera el ‘Cuando zarpa el amor’ debe darme una razón de peso para impedir
que dos personas, sean quienes sean e independientemente de sus gustos, puedan
(y deban) celebrar un día que está hecho por y para el amor.
Porque, al fin y al cabo, San
Valentín es eso: un día de entre los trescientos sesenta y cinco del año en que
eres capaz de sacar tiempo, ganas y dinero para mimar a tu pareja, para decirle
que la quieres y hacer que ella sienta que la quieres, que es aún más
importante. San Valentín es una ocasión especial para salir a cenar fuera, para
pasar tiempo juntos en un mundo en donde cada vez es más y más complicado pasar
ese tiempo con las personas que amas. Es una noche donde cada uno venera al amor
cómo y donde quiere, una noche en la que ese sentimiento que parece en peligro
de extinción fluye, se mueve, nace y se hace… sobre todo se hace. Y no entiendo
cómo puede haber alguien se que oponga a ello a no ser que una envidia insana
recorra todo su cuerpo.
Así que al igual que os dije hace un par de meses con todos esos pelmazos que os intentaban fastidiar la Navidad:
olvidaos de ellos. Salid y disfrutar del atardecer mientras otros rezamos a los
astros porque el Barça pierda en París. Besaos todo lo que podáis y convertir
una fría noche de febrero en la más calurosa del mes de julio. Abrazaos todo lo
que podáis y regalaos piropos y lisonjas, que no siempre hace falta gastarse
ciento cincuenta euros para celebrarlo. Bebed vino y cenad mucho para coger
fuerzas para ese momento posterior en que la ropa comience a volar desde el
ascensor de vuestro bloque hasta el umbral de la puerta de la habitación. Que
nada ni nadie os estropee una noche distinta e impregnada de romanticismo y, si
queréis subir un vídeo a YouTube con fotografías cursis y el organillo de
Camela de fondo, ¡qué demonios!, hacedlo aunque dentro de un par de años se os
ruboricen las mejillas por la vergüenza propia y ajena. Disfrutad de quien
tenéis al lado y agradecedle a la vida que os lo puso ahí, que muchas veces no
entendemos cuán afortunados fuimos hasta que esa persona ya no está y es
demasiado tarde para volver a llamarla. Así que olvidaos del mundo esta noche y
que sólo nos quede el amor que, como dijo el poeta, es lo único que importa y
merece la pena.