martes, 29 de diciembre de 2020

2020

Se marcha el año de las lágrimas de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las mentiras  para arañar un mísero voto, de las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco, la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un 2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y amor por doquier.


Sin embargo, concluye también un año en el que volví a leer tanto como lo hacía en la facultad. El año de Javier Aznar, Francesco Piccolo, Gistau (Dios lo tenga en su gloria), Julia Navarro, Federico, Juan Gómez Jurado y alguno que me dejo por ahí. Y el mío, por qué no decirlo también. Se marcha la época en la que más he valorado a la gente, a la de verdad, a esa que está ahí siempre, pase lo que pase, y nunca se va. Un 2020 que significó el fin de una vida y que inicia para mí otra, el del fin de un proyecto y el principio del nuevo, el que me ha hecho pararme en la cima a respirar hondo y sentir el aire entrando por mis pulmones, purificador, limpio y repleto de esperanza. Tiempo de meditación y pizza, reflexionar sobre lo que quiero y sobre a quién quiero: entender, si es que había algo que quedaba por entender, qué es lo importante y qué es trivial, qué es lo que me llena y qué lo que me da exactamente igual. Cerveza alemana y vinos de calidad, asados, muchos meses sin whisky y luego uno riquísimo para celebrar la vida y que aquí seguimos, disfrutando del mayor regalo con el que nadie nos ha podido obsequiar. Este será el año de la reforma de casa, de la Liga sin público que, al final, siempre acaba ganando el mismo, porque por mucha pandemia que venga el Madrid es lo más grande que hay, hubo y siempre habrá. Un año con lágrimas de pena pero también de felicidad, el de prometerme que no le volvería a decir nunca todo lo que la quiero y, claro, tener que retractarme luego, porque la quiero tanto que no puedo dejar de decírselo. Solomillos con salsa a la pimienta, un invierno de enhorabuenas, niños que vienen y padres que, tristemente, se van. Al final este año, con todo lo malo que ha sido, nos enseña una valiosa lección: que la vida, aunque parezca a veces oscura, es un camino donde siempre termina saliendo el sol. La esperanza puede con la pena, el amor con todo lo demás y cada segundo que pasamos es una dádiva que deberíamos aprovechar.

Os deseo toda la felicidad del mundo en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.

jueves, 29 de octubre de 2020

Roma

Pisaba el suelo adoquinado de la ciudad más importante de la historia de la humanidad con una sensualidad pasmosa, con atrevimiento impropio, con una clase que no se había visto en aquellas calles desde que Anita Ekberg se bañase en sus aguas hace ya mucho, muchísimo tiempo. Él la miraba unos pasos atrás con incredulidad manifiesta, preguntándose una y otra vez qué habría hecho de bueno en su vida para merecer aquello, para observar de primera mano el contonear de esas caderas o, de vez en cuando, la forma maravillosa en que ella se volvía y le sonreía. Y no encontraba explicación.

Sus vaqueros se perdían entre la muchedumbre y, segundos más tarde, volvían a resurgir ante sus ojos. Le daba la mano y caminaba a su lado durante unas cuantas calles, feliz, risueña, como una niña a la que regalan su muñeca favorita el día de Navidad. Luego, lo soltaba y volaba libre a perderse en los escaparates de las tiendas de lujo cercanas a la Plaza de España, a otear, uno a uno, sus interminables escalones o a quedarse embobada en la arquitectura de esos edificios inmortales que, como la misma ciudad que los cobija, parece que llevan ahí desde siempre y por siempre permanecerán.


Caminaban sin prisa por la urbe que no conoce qué es eso. Enfilaban Vía Crescenzio dejando a sus espaldas Tierra Santa y cruzando una y otra vez las aguas turbias del Tíber. Cuando se cansaban de andar, buscaban un bar que sirviese cerveza bien fría a un precio relativamente justo y se sentaban a beberla tranquilos, mirándose a los ojos y, de vez en cuando, diciéndose lo mucho que se querían. Vagaban por el alquitrán y los adoquines como marineros perdidos en alta mar y se fotografiaban como turistas japoneses en cada rincón, inmortalizando unos recuerdos que conservarían siempre para, quizá, enseñárselos a sus hijos el día de mañana. O a sus nietos. Vete tú saber.

Se maravillaron con el Panteón y la Fontana al anochecer le pareció a él la segunda cosa más bonita que había visto en su vida. Primero iba ella, claro. Con sus Converse claras y su piel oscura, los rayos de sol rompiendo en su melena castaña y todo el mundo a sus pies. Su camiseta rosa y las gafas de sol colgando de un escote que bien podría haber hecho arder la capital del Imperio como antaño lo hiciera Nerón en su locura. Sus mejillas sonrojadas y el brillo en su mirada, sus pestañas manchadas de rímel y esos labios a los que un día juró fidelidad eterna.

El Coliseo la recibió como lo hubiese hecho con Cleopatra si se hubiese dignado a salir de Egipto. Grabaron sus nombres en la piedra y el recuerdo, para siempre, en lo más profundo de su corazón. Volvieron al hotel y se amaron durante tanto tiempo que el mundo dejó de rodar y él, en un momento dado, suplicó que así fuese para siempre. “Que no se me vaya nunca” le rezó a cualquier dios que pudiese oírlo mientras ella dormía desnuda a su lado. Lo hizo con tanta vehemencia que creyó que alguien lo escuchaba y respondía a sus plegarias con un guiño. Sin embargo, no fue así. Y el sueño se convirtió en realidad de un segundo para otro, y ella desapareció de la cama, de Roma y de su vida casi sin darse cuenta, escurriéndose de entre sus dedos como un montón de arena. 

El olor a su piel fue lo último que recuerda. Después de eso, la nada. El sabor a su boca y el tacto de sus labios se esfumaron para siempre de su realidad y quedó, únicamente, guardado en su subconsciente para salir a la luz en sus sueños durante las noches más frías de invierno. Y él comprendió que había sido demasiado pretensioso y que Roma había vuelto a salir vencedora, una vez más. Ni siquiera ese amor que parecía imborrable e imperecedero, que por un momento creyó ser la fuerza más poderosa del universo, pudo con una ciudad que estuvo ahí antes que nadie y que, incluso, fue más fuerte que el sentimiento más poderoso que ese chico jamás sintió y, probablemente, jamás sentirá. Porque ella sí volvió a perderse en su historia y a besar, vete tú a saber, a otro chico mejor que él. Porque Roma siempre gana y uno debe aprender esa lección alguna vez en la vida. Aunque, todo hay que decirlo, sí hay que perder contra alguien, no hay nadie mejor que ella para salir derrotado . 

lunes, 26 de octubre de 2020

Éramos ricos

Éramos ricos… y no lo sabíamos.

Teníamos el bullicio de las calles abarrotadas de gente, las faldas ondeando al aire y los tacones resonando en las baldosas como si de un ejército invasor se tratase. Teníamos el olor a castaña recién hecha, los puestos ambulantes, el cruce de miradas y las colas en las tiendas. Ahora sólo queda la quietud de avenidas vacías, pueblos tristes, abatidos y apesadumbrados y ciudades que se despiertan taciturnas y se van pronto a dormir.

Teníamos el calor del abrazo sanador de nuestra gente. El beso lento y suave, los dos de cortesía y el susurro lascivo de aliento a ginebra con pecaminosos mensajes subliminales. El “vente a casa a cenar” o el “quedamos en el bar a tomarnos una rápida”, el sonido de la muchedumbre en el estadio, el de las canciones a capela en los auditorios o el del nerviosismo de la sala de cine a la espera de que comience la última de Nolan. Ya no queda nada de eso, se lo han llevado todo y todo, por ende, se ha vuelto un poquito peor.

No queda rastro de los paseos hacia el campo, ni los amantes comiéndose a besos en el césped del parque. Se ha perdido eso de abrazar y lo hemos cambiado por un choque de codo insulso, horrible y exasperante. Ya no hay comidas familiares ni los niños corretean por las calles detrás de un balón. Nos espera una Navidad de cenas solitarias, sin los regalos, los besos, las anécdotas del abuelo ni los pasteles de mamá. Se llevaron las bodas, el arroz volando por los aires en la puerta de la iglesia, las fotos del grupo y todo lo demás. Los bautizos y las tradiciones, las fiestas, la feria, los encierros y los fines de semana de no salir del bar. Parece incluso que uno ya no tiene ganas ni de cumplir años porque, casi seguro, no podrá tener cerca a todo el que quisiera invitar.

Ya no se visita a la abuela por el miedo a contagiarla. De fondo, el pavoroso escenario de perderla y, además, de no poder siquiera despedirte de ella. Un buen día, las sonrisas desaparecieron de nuestras vidas y las cambiaron por ese azul celeste de mascarilla quirúrgica que uno no puedo mas que odiar con toda su alma. Ya no ves el sonrojo en sus mejillas cuando la piropeas, ni la curva de su boca cuando se ríe por ello. Sus palabras suenan más graves y lo más grave de todo es que, a veces, ya no recuerdas cómo era su voz. 


Nos robaron la posibilidad de vernos, de charlar y deambular juntos por las calles sabiendo que tenemos toda la noche para nosotros. Ni siquiera eso, la noche, la tenemos ya. Toque de queda, nueva normalidad o distancia de seguridad se han apoderado de un mundo peor que el que teníamos y que, ahora, nos toca aguantar como bien podamos. Y, claro, uno no puede evitar echar la vista atrás y recordar cuando todo era diferente, aquella época de ver amanecer, de bendita normalidad y de estar tan pegados que, por momentos, parecía que dos personas se hacían uno nada más. Fueron buenos tiempos, sin duda. Lo tuvimos todo y no fuimos conscientes de ello y, quizá, eso sea de las pocas cosas buenas que saco de esto: el saber que, cuando volvamos a ser lo que éramos, valoraremos todo un poquito más.

martes, 22 de septiembre de 2020

Ocho gracias

Gracias por la vida, desde aquel hotel de Benidorm hasta el mármol helado de ese día de enero. Por el esfuerzo de tantos años sin tregua, sin descanso; por aguantar mucho, quizá demasiado, por la masa crujiente, por la canción de cuna, la sonrisa permanente, los días lluviosos y las noches sin luna. Por tenderme la mano cuando nadie más lo hacía y por quererme más de lo que lo hizo ninguna.

Gracias por escuchar mis llantos, por las peleas que, luego, no fueron para tanto; por las tardes de fútbol, por todos los años de amistad, fiesta, whisky barato y abrazos de los de verdad. Gracias por ser el escudo que me protege cuando los demás vienen a atacar. Gracias por ser el hermano de sangre distinta con que la vida, un buen día, me quiso obsequiar.

Gracias por aquellos primeros besos en una casa prácticamente vacía, por una amistad que, desde entonces, sigue viva aunque, a veces, no lo parecía. Por no haberme dejado de querer nunca ni alejarte como lo hizo el mundo en alguna que otra ocasión; por tantos recuerdos que no alcanzo a recordar, por ser de las pocas que todavía siguen ahí, al pie del cañón.

Gracias a ti por los besos que llegaron después de aquellos, por los paseos bajo la luz de las farolas, por los mejores años de mi vida, por aquel viaje que creímos de vuelta pero al final sólo fue de ida. Gracias por haberme enseñado qué era amar con locura, por las noches de pasión sin tregua ni censura, por los momentos imborrables que tantos años después, siguen guardados tan adentro que, creo, irán conmigo hasta la sepultura.

 

Gracias por haberme hecho tuyo, por dejarme pasear por tus calles cuando no quería ver a nadie más, por aquellos cinco años repletos de recuerdos, gracias por lo malo y por lo bueno, por ese estadio con el que cada noche sueño y por todo lo demás. Por tus parques, por tus bares, por la caña perfecta y por enseñarme de casi todo un poquito más, gracias por haber sido mi casa y por acogerme en tu seno cuando no quiero estar en otro lugar.

Gracias por no marcharte aunque estés de un modo que detesto, gracias por esas ocho copas de vino, por la cerveza junto a la feria, por la escalera de Las Ventas, por tantos recuerdos que, si me pongo, no termino. Por el dorado de tu pelo cuando el sol brilla con fuerza en el cielo y por hacer que mi alma se exprima tanto que, en ocasiones, me dé miedo. Por los sueños en que despierto contigo, por el futuro que tantas veces imagino, por ser la musa que me inspira, que me rejuvenece y que me cuida, cuando todo está perdido.

Gracias por demostrarme tanto cariño desde hace tan poco tiempo, por no desfallecer en el intento aunque no pueda darte lo que pides, gracias por tus mensajes de aliento, tus besos surcando mi cuerpo, ser la compañía que no me ha hecho saltar por el precipicio cuando mis pies se morían por hacerlo.

Gracias por una existencia plena y tan extraña como ninguna. Por lo que he vivido, que ha sido tanto en tan poco, que parece una locura. Por la salud de los míos, por el amor de unos pocos, por mil noches de besos y mimos y otras de cerveza amarga y buen vino. Por ese plato caliente que nunca faltó, por libros, cine, paseos y noches repletas de amor. Gracias por la vida, en su máximo esplendor, gracias por lo que falta, lo que viene y, sobre todo, lo que ya pasó.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Tú,

Princesa de cabellos dorados,

ojos celestes y corazón ajado.

La chica de la sonrisa infinita,

de piel cobriza, perfume delicado,

sabor a caramelo y mirada marchita.

 

Tú,

capitana de un barco a la deriva,

losa de mármol repleta de mentiras.

Huiste del bote en plena tormenta,

dejando a este marinero de vida nociva,

luchando con ella en batalla cruenta.

 

Tú,

te llevaste contigo todo lo bueno,

disparaste tu odio y me diste de lleno,

naufragué por días en la mar revuelta,

esperando que Caronte me llevase al infierno

o que los dioses te trajesen de vuelta.

 

Tú,

la brújula que marca mi destino,

aire en los pulmones, señal en el camino,

oasis del desierto, el cofre del tesoro,

si algún día recibes este pergamino,

vuelve a mi lado, te lo imploro.