Los nervios lo atenazaban como si de un muchacho de cinco años se tratase. Entró en la casa sabiendo que su regalo lo esperaba en la habitación, a oscuras y sin hacer ruido. Anduvo por los pasillos intrigado con la sorpresa que le aguardaba pocos metros más allá y permaneció callado a la espera de que alguien o algo produjese el primer atisbo de sonido. No ocurrió nada.
Se encontraba en el umbral, la puerta permanecía entreabierta y la luz roja producida por el brillo de un viejo radiador abrillantaba el ambiente. Sin más dilación abrió la puerta y, por fin, la vio. Estaba de pie junto a la cama, envuelta en un papel de regalo a modo de fina lencería color azabache. Su cuerpo se transparentaba entre esa tela fina y delicada y dejaba entrever las curvas de su anatomía. Su melena morena caía por sus hombros y sus ojos, verdes como la turmalina más pura, se clavaban, lascivos, en los suyos. Al verlo entrar se tumbó en la cama y esperó a que aquel muchacho tiritante se atreviese a abrir el presente que en esa noche de reyes el mundo se había conjurado para obsequiarle. Él se acercó poco a poco hasta que se hubo puesto frente a ella y comenzó, con más maña que fuerza, a desliar aquel lazo que ataba su refinado atuendo y que no tardó mucho tiempo en desliarse. Bajo el papel cuché de ese pecaminoso regalo, se abrió un cuerpo que se estremeció cuando los dedos de aquel curioso hombre comenzaron a explorar cada poro de su piel. Y ahí, en aquel preciso instante, quedaron desterrados los demás presentes, y la Navidad tocó a su fin recordando más a una tarde calurosa de julio que al frío gélido que resoplaba tras una ventana sudorosa y empañada a causa de dos amantes que comenzaron prestos a disfrutar como niños malos de los regalos que los reyes magos les habían dejado creyendo que se habían portado muy bien.