viernes, 3 de enero de 2014

Noche de reyes

Los nervios lo atenazaban como si de un muchacho de cinco años se tratase. Entró en la casa sabiendo que su regalo lo esperaba en la habitación, a oscuras y sin hacer ruido. Anduvo por los pasillos intrigado con la sorpresa que le aguardaba pocos metros más allá y permaneció callado a la espera de que alguien o algo produjese el primer atisbo de sonido. No ocurrió nada.

Se encontraba en el umbral, la puerta permanecía entreabierta y la luz roja producida por el brillo de un viejo radiador abrillantaba el ambiente. Sin más dilación abrió la puerta y, por fin, la vio. Estaba de pie junto a la cama, envuelta en un papel de regalo a modo de fina lencería color azabache. Su cuerpo se transparentaba entre esa tela fina y delicada y dejaba entrever las curvas de su anatomía. Su melena morena caía por sus hombros y sus ojos, verdes como la turmalina más pura, se clavaban, lascivos, en los suyos. Al verlo entrar se tumbó en la cama y esperó a que aquel muchacho tiritante se atreviese a abrir el presente que en esa noche de reyes el mundo se había conjurado para obsequiarle. Él se acercó poco a poco hasta que se hubo puesto frente a ella y comenzó, con más maña que fuerza, a desliar aquel lazo que ataba su refinado atuendo y que no tardó mucho tiempo en desliarse. Bajo el papel cuché de ese pecaminoso regalo, se abrió un cuerpo que se estremeció cuando los dedos de aquel curioso hombre comenzaron a explorar cada poro de su piel. Y ahí, en aquel preciso instante, quedaron desterrados los demás presentes, y la Navidad tocó a su fin recordando más a una tarde calurosa de julio que al frío gélido que resoplaba tras una ventana sudorosa y empañada a causa de dos amantes que comenzaron prestos a disfrutar como niños malos de los regalos que los reyes magos les habían dejado creyendo que se habían portado muy bien.