sábado, 30 de abril de 2011

Las 5:34

La noche cae sobre la ciudad. Un tiempo triste, melancólico, adornado por una llovizna tenue, apenada y afligida como esa misma noche de la que os hablo. Una caminata larga de un chico cualquiera, de un hombre sin rumbo que regresa a la que parece ser su casa pero de la que no tiene sensaciones que así lo atestigüen. Bajo los muros del estrecho habitáculo en el que ahora mismo os escribe este pequeño relato, se enfunda en una máscara de seguridad y autorrealización sin saber que no puede más que desenmascararse ante la vacuidad de su destino, de su triste y solitario destino.
La noche se cierne sobre una ciudad dormida, sobre un millar de personas que descansan, que duermen, que beben, que hacen el amor desesperadamente o, que al igual que ese chico del que os hablo, recorren los más insólitos recovecos de su interior en busca de una señal, de cualquier minúscula porción de luz que alumbre un camino que, por momentos, se torna como esa tiniebla que avanza hacia él. Se acurruca en la manta y aporrea con fuerza las teclas de su máquina de escribir. Te busca, sí, sí, a ti; sabes perfectamente que eres tú y él sabe perfectamente que le estás leyendo. Aunque parezca una historia imposible, aunque el destino no haya querido que os conocierais antes, aquí le tienes y aquí él te tiene, por y para siempre, sin que nadie más se interponga, sin que nadie pueda más que aplaudir el milagro que el destino ha querido forjar con un fuego inquebrantable, inamovible e imperecedero.

Estáis condenados a la más hermosa de las condenas y eso, ni una noche tan abrumadoramente opaca, tan tenebrosamente lúgubre como la de hoy, puede impedirlo. Es ahora el principio del resto de vuestras vidas, no lo estropeéis y comenzad a vivir. Es vuestro destino, y si no lo es, cambiadlo.