miércoles, 2 de marzo de 2011

Un libro y un café

Hace un mes más o menos escribí este relato para un concurso que organizaba Francisco de Paula (@FranciscoDPaula), un grande al que le agradezco muchísimo la ayuda que me ha prestado durante esta semana y al que recomiendo a todos que sigais en Twitter, Facebook o Tuenti y que, por supuesto, leáis su novela "Canciones para Paula", un éxito en ventas en este país.

Aunque finalmente no quedé entre los diez vencedores, creo que debía ponerlo por aquí para quien quiera disfrutarlo. Espero que so guste:

"Ella todavía dormía y, todo hay que decirlo, estaba preciosa. La ventana del hostal donde nos hospedábamos estaba abierta y por ella ululaba una suave brisa matinal que consiguió erizar su piel. Ante tal ataque, respondió atrincherándose en busca de protección bajo las sábanas. Yo la miraba sentado en la silla de madera de roble que había justo al lado de la cama. En mis manos un café muy caliente del cual brotaba un aroma opiáceo que me transportó a la más absoluta calma, secundado por supuesto, por la extraordinaria visión que tenía ante mis ojos. Estábamos en la montaña, lejos de todo el mundo civilizado y habíamos venido a ella única y exclusivamente, para comernos a besos durante un fin de semana, sólo para eso. Era todavía temprano pero no podía dormir. Me había despertado con los primeros rayos de sol y había ido a la cocina a calentar un poco de café. Ahora repito, me hallaba en esa silla columpiándome sobre las dos patas traseras y con mis ojos puestos en su cuerpo desnudo solamente cubierto en parte, por aquella traslúcida sábana. Estaba preciosa.

Sus cabellos rubios caían sobre los hombros y escondían ante los ojos de los curiosos la belleza de su espalda. Sus ojos azules permanecían cerrados impidiendo al espectador ahogarse ante la profundidad de aquel par de gemas. El lienzo de seda dejaba al descubierto la curva maravillosa de su cadera, donde su piel pecaminosa era capaz de llevar a cualquier hombre al más prohibido de los pensamientos. Le di un sorbo al café, su sabor invadió mi boca e hizo que me relamiera, estaba delicioso.

Un nuevo soplo de aire irrumpió en el lugar y ella se encogió otra vez en el colchón, intentando escapar de aquel intruso que se colaba en nuestra habitación sin permiso. En ese instante, me dieron ganar de desnudarme y meterme en la cama para hacerla entrar en calor, milagrosamente aguanté la embestida y superé la tentación.
Permanecí allí quince o quizás treinta minutos, asombrándome con la perfección de la escena. La inmaculada acuarela del norte de España, verde y floreciente de un amanecer de verano, nos rodeaba. Hacía frío, no eran más de las siete de la mañana y el sol aún no calentaba tanto como horas más tarde lo haría. Pero el cuadro inconmensurable que aquel ventanal me servía en bandeja, jamás habría podido compararse con lo que esa habitación escondía. Las paredes blancas y el marrón de los muebles sirvieron para adornar aún más aquella magnífica postal, donde una mujer desprovista de ropa guerreaba con el frío matinal. Tomé otro sorbo y volví a mirarla, estaba preciosa.

En ese momento, como en un gesto mágico, casi celestial, se giró y acarició nuestro lecho, cerciorándose de que no estaba, lo que la hizo despertar.
Aún ahora, años después, nombro a aquel instante como el más asombroso de mi vida: sus ojos se abrieron lenta, muy lentamente y se clavaron en los míos. Al ver que la observaba sonrió, sacando a relucir ante el mundo la expresión más fascinante que se pueda imaginar. Con un gesto tierno pero firme, me invitó a unirme a ella bajo las sábanas, me instigó a jugar a que el universo no nos importaba, a deleitarnos con el arte del amor y olvidar por unas horas más los problemas que este loco mundo nos presenta a diario. ‘Bendita invitación’ pensé, y sin dudarlo, me desquité la sudadera gris y los pantalones cortos que tenía puestos y me acosté junto a ella besándola con todo el amor que el corazón de un hombre puede albergar. Acaricié cada centímetro de su cuerpo que memoricé como si del mapa de un tesoro se tratase, que demonios ¡de eso mismo se trataba en realidad! Los segundos, por obra divina, se ralentizaron, como si el cosmos quisiera que disfrutásemos de ese momento para siempre. Sus labios besaban los míos y saboreaban el dulce agrado de aquel café ardiente que aún se podía palpar en mi boca. Ahí, en un hotel cualquiera en un día cualquiera, el amor más vehemente, más pasional, más mágico, más supremo y más febril que el hombre jamás vio, se hizo realidad, y no hizo falta más que el cuerpo desnudo de una mujer, un soplo de aire fresco y el aroma arrebatador de una taza de café"