miércoles, 28 de noviembre de 2018

El conjuro

Un mechón de ese pelo castaño que se doraba con los primeros rayos de sol del verano, la foto con aquel vestido amarillo que habré mirado quinientas millones de veces, los recuerdos de la primavera que pasamos abrazados, una pizca de cola de león y un chorrito de licor de nueces. Todo bien revuelto, cociéndose a fuego lento entre unos litros de café y semillas de espelta, para crear un conjuro que, de una vez por todas, te traiga aquí conmigo de vuelta.

Un conjuro que borre de mi cabeza esas dos manos enlazadas y el anillo que adornaba la tuya, ese vídeo en la playa donde parecías tan feliz o aquel otro en una cena, vete tú a saber dónde, pero seguro, muy lejos de aquí. Una pócima mágica que elimine de mi mente la certidumbre de que dejé escapar hace tanto que parece que fue ayer, lo más bonito que la vida me ha regalado, lo más maravilloso que jamás encontraré.

Y mientras leo el libro de magia que tengo aquí a mi lado, espero que el hechizo valga la pena y salga, más o menos, como viene en sus páginas explicado. Que sus besos te sepan a los míos y sus manos te raspen la piel, que veas en sus ojos reflejadas mis pupilas y su lengua te sea más amarga que la hiel. Si sale todo como espero, volverás a llamarme una tarde de invierno a decirme que me sigues queriendo y que no me olvidas, que todo lo que tuvimos se hizo eterno y que cada día sin mí te parece un puto infierno. Me dirás que me echas tanto de menos como lo hago yo contigo, que me necesitas en tu vida, que me quieres a tu lado, aunque, mira lo que te digo, sea únicamente como un amigo. Si sale todo en orden y no me equivoco en ningún paso puede que te recupere, que me des otra oportunidad o quizá, si sólo funciona un poco, me conformaré con que de vez en cuando me dejes llamarte para decirte lo preciosa que estás. Espero que todo este embrujo que estoy terminando me sirva al menos para decirte todo lo que debí decirte en su día y lo que nunca me he atrevido: que desde el primer momento en que te tuve supe que siempre te querría... aunque comprendiese muy tarde que siempre te he querido.


Ya casi está, lo noto en el ambiente. Remuevo con una cuchara de palo este brebaje maloliente y en él comienzan a entreverse recuerdos de una época lejana con recuerdos incipientes: noches sin dormir, litros de alcohol en vena, acostarnos de madrugada, ventanas abiertas, media docena de velas y paseos eternos bajo la luz de la luna llena. Gemidos de placer y besos a escondidas, botellas de vino tinto, pantalones vaqueros y lágrimas de risa. El primer beso que te di en la cocina, la música de fondo, las caricias, las miradas y mis labios en tu cuello poniéndote la piel de gallina. Una escalera en la plaza de toros y una falda subiendo los peldaños, lo difícil que fue dejarte ir y lo guapa que te has vuelto con los años. Una foto en blanco y negro que inspira un texto cualquiera y la necesidad apremiante de decirte al oído que te quiero como nadie te ha querido y más de lo que te va a querer cualquiera.

Parece que la pócima ya está lista ahora que ha comenzado a hervir, sólo hay que dejarla un rato que repose y entonces me la podré servir. Espero que cumpla su cometido y que al beberla todo vuelva a ser como era. Sin embargo, aunque todo salga mal, se tuerza o aunque no lo consiguiera, espero que recuerdes que siempre, pase lo que pase y ocurra lo que ocurra, en lo bueno y en lo malo, para todo lo que necesites, me tienes a tu lado. Que no hay día que no me acuerde de ti, que no hay noche que no le dé vueltas al pasado y si ese al que intento boicotear con mis pociones es el que te hace reír como yo jamás habría imaginado, me desharé de todo este conjuro y me retiraré de esta guerra sin haber siquiera disparado. Pues una cosa tienes que tener claro: si tengo que demostrar desde la absoluta lejanía que te quiero como jamás he querido, te dejaré a solas con él y me marcharé en silencio, compungido y malherido. Si largarme es el precio que tengo que pagar por tu felicidad absoluta, lo hago ahora mismo sin queja, sin duda y sin ningún tipo de disputa.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Sueños

"Te echo de menos” 

El susurro rompió el silencio de una alcoba oscura a intempestivas horas de la madrugada. Él abrió los ojos y la penumbra se hizo presente, patente, total. El sueño había terminado y ella se había vuelto a alejar, como lo venía haciendo desde hacía tanto tiempo que, por momentos, parecía que nunca la había llegado a tener realmente. Pero él sabía que sí la había tenido y que, con total seguridad, nadie la volvería a tener igual.

Sus ojos verdes seguían clavándose en lo más profundo de su corazón noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes y año tras año como la maldición de algún dios al que caía estrepitosamente mal. Su pelo lacio y sus piernas ennegrecidas por el sol no se terminaban de marchar del todo, al igual que su sonrisa, sus manos delicadas o la forma en que tenía de mirarlo y que nadie, aunque viviese durante milenios, volvería a igualar. 

Siempre sentía la misma sensación de vacío cuando despertaba y se daba cuenta de que todo había sido mentira; siempre el mismo desasosiego, la misma rabia y, a la vez, la misma inmensa pena que le encogía el corazón hasta el punto de hacerle pensar que estaba a punto de implosionar. Siempre la misma desdicha y el eterno llanto mudo que le hacía darse la vuelta con la congoja del que sabe que no volverá a ser tan feliz jamás. Ni aunque pasen cientos de miles de años.
Luego, el abismo de otra noche vacua, eterna y alejada de ella durante el resto del tiempo que le quedase por vivir.

Sin embargo, al final sólo era cuestión de tiempo que se volviese a quedar dormido:

De nuevo aparecía con ese turbante en el pelo, con esa forma elegante de caminar sobre sus tacones de Zara, con su cruce de piernas o el suave tacto de su piel. De nuevo se imaginaba dormido junto a su figura y cómo con dos golpecitos en el culo se acurrucaba junto a él hasta el amanecer. Ahí seguían juntos, olvidando todo lo malo que vino y que vendrá, siendo dos seres formando uno como un día se prometieron, y dejando de lado todo el pesar que ambos tuvieron que soportar. Allí, en lo más profundo de su subconsciente, todos su problemas dejaban de existir y sólo había hueco para besos, caricias y abrazos, para risas cómplices y noches de pasión, para aquellas palabras que una vez un par de labios enamorados dijeron y que, como muchas veces ocurre, no se terminaron de cumplir jamás. Era en ese lugar tan mágico como irreal donde él se hacía plenamente feliz y donde tantas veces deseó llegar para no volverse a marchar. Pero, noche tras noche, la misma historia de siempre le atenazaba y los rayos de sol de un nuevo amanecer lo traían de vuelta a un mundo que quería ya tan poco como ese mismo mundo lo quería a él. Y de nuevo tocaba lidiar con todo lo que detestaba y con una vida que, sin ella, era más una pesadilla eterna que ese paraíso que una vez le prometieron que tendría. Porque sin ella, sin su boca, sin su aliento o sin el perfume de su cuello, cualquier nirvana era una vulgaridad. Porque sin ella, sin su voz, sin su alma y sin sus labios, ninguna realidad conocida podía mejorar un segundo de ensoñación. Porque sin ella, sin el sonido de su nombre en sus labios o los paseos cogidos de la mano por la orilla del mar, todo esto que llamaban vida no era más que un camino de sentido único que llevaba desde el instante en que se despertaba a aquel en que volvía a la cama y comenzaba de nuevo a soñar.

jueves, 20 de septiembre de 2018

Tu refugio

Eso  quiero ser, tu refugio.

El lugar donde te escondas cuando el mundo te dé la espalda, cuando todo te vaya mal, cuando nadie esté a tu lado, cuando todos se vayan; cuando la vida te apunte con una pistola o te señale con una espada, te salga todo del revés o directamente no te salga nada. La isla donde viajes cuando se convierta en pesadilla lo que una vez fue un cuento de hadas. 
Déjame ser el sitio donde vengas a llorar cuando un día soleado se torne lluvioso, cuando el verano termine, cuando pisoteen tus sueños, te hagan sentir que no puedes más, que te odias, que estás cansada o que quieres marcharte; que dilapiden tus esperanzas o tengas tantas ganas de salir a la calle y gritar que temas que lleguen a encerrarte.
 
Quiero ser tu refugio, el cubículo de metro setenta que te proteja de todo lo que haya afuera, que te encierre entre sus brazos y no le importe si se acaba el mundo, hemos entrado en guerra o nos están matando a bombazos. Que empapen tus lágrimas en la sudadera gris que un día me regalaste o estampes en ella tus puños furiosos aunque luego, temblorosa, supliques que te perdone, que aunque no era tu intención, de nuevo me fallaste. Que sea aquí, en mis manos, donde encuentres consuelo y que sean ellas las que, cuando estés tan cansada que no puedas más, te acunen y te duerman acariciándote el pelo. 


Pasar juntos la peor de las épocas, el más funesto de los momentos, llegar a ese punto en que desearíamos matarnos aunque los dos tengamos claro que sin el otro, cada uno de nosotros está también muerto. Quiero vivir junto a ti esperando lo que tenga que venir, lo que esté por llegar, lo bueno y lo malo, sea más, me da igual, lo segundo o lo primero o lo primero o lo segundo, quiero estar contigo porque sólo contigo siento que estoy en mi hogar y sin ti, querida mía, no soy más que un vagabundo.

Escóndete en mi pecho y tira la llave, guarécete en mi alma y no vuelvas a salir, encuentra en mi boca todos los besos y palabras que necesites para vivir y pasa el resto de tus días cobijada entre los versos que escribo únicamente para ti. Mis ojos reflejados en los tuyos, nuestro aliento reventando como olas en las rocas del mar, el sonido del viento a lo lejos y tu voz pidiendo que no me vaya, que me quede un poquito más. Ven, abrígate en mí, aléjate del ruido de fuera y déjame que por ti viva o que, si así lo deseas, sin ti me muera.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Sólo un instante

Las velas iluminaban una mesa larga, casi infinita, cubierta por un mantel blanco, reluciente y que se veía a cincuenta metros de distancia en la oscuridad de aquella noche calurosa de finales del mes de julio. Las jarras de sangría y cerveza la llenaban y un puñado de amigos se amontonaba alrededor para comenzar a cenar. Él, ataviado con camisa y unos vaqueros cortos, presidía aquel banquete únicamente por su posición en el ancho de la mesa, no por celebración alguna o elogio particular. El camarero, minutos después, comenzó a tomar nota y el mundo, a simple vista, seguía rodando exactamente igual de lo que había venido haciendo hasta ahora … aunque quizá ya no volviese a hacerlo así nunca más.

 

De repente ella pasó por su lado aunque, al principio, ninguno de los dos se percató. Él la vio de soslayo sin caer en su identidad hasta más tarde y ella ni siquiera advirtió lo que acababa de suceder. La chica siguió su camino hacia una mesa unos metros más adelantada y ya dentro del restaurante, alejada de la entrada principal donde él se encontraba. Llevaba un vestido oscuro y ese pelo alborotado y rebelde que lo fascinaba; tan bullicioso, agitado y desordenado para tantas cosas como ella siempre le había parecido, y eso que apenas se conocían. Porque esta historia habla de dos absolutos desconocidos que, sin embargo, parecían conocerse cada vez más. La realidad hablaba de dos chicos que únicamente habían mantenido un par de conversaciones en algún chat ya casi extinto y que les otorgaba esa condición de amistad tan del siglo XXI: la que es capaz de acercarte a una persona del fin del mundo pero que, a su vez, te priva de su tacto, su olor o el sabor de sus labios.

No hubo nada más que contar en aquel primer acercamiento. Así son las historias en ocasiones, no siempre tiene por qué ocurrir algo. Y aunque no ocurrió absolutamente nada, él tuvo la irremediable inquietud de hacerle saber a ella que todo había sucedido, que ya no había vuelta atrás. Y un día, tiempo después, se lo contó: le dijo que la había tenido a medio metro de distancia sin que ella lo supiese, que había visto sus piernas desnudas y el contonear de sus caderas, su piel blanquecina ligeramente tintada por el sol de aquel verano, sus ojos verdes siempre bien maquillados y sus labios rojo carmesí que tiempo antes había querido hacer suyos. Le comentó que la había visto desfilar por su lado como una modelo en una pasarela y que durante una décima de segundo estuvieron más cerca el uno del otro de lo que jamás habían estado. Y a ella todo aquello le pareció extraño.

Muy extraño.

Su raciocinio científico le impedía pensar que alguna fuerza superior, llámalo destino, casualidad o como te dé la gana, tuviese algo que ver. Su naturaleza no la dejaba creer que todo aquello estuviese predestinado y ese romanticismo al que jamás prestó atención pudiese estar escribiéndole con letras de oro la historia más bonita de cuantas tendría que vivir. Sin embargo, en su interior algo le gritaba que sí, que todo aquello le estaba sucediendo y que debía tirarse a la piscina ya mismo, aún a riesgo de que no hubiese agua en ella. Así que se decidió a colocar las fichas sobre el tablero y comenzar a jugar la partida. Eligió blancas, porque son las que siempre llevan la iniciativa y esperó a ver cómo aquel desconocido se desenvolvía. No había prisa alguna, había que pensar bien los movimientos y entender que tenían todo el tiempo del mundo para jugar. Tenían el resto de sus vidas para hacerlo.

martes, 28 de agosto de 2018

Llega el fin

Ya no se ven casi faldas por las calles y eso, queridos amigos, nunca puede ser buena señal.

Los cielos nacen y mueren encapotados y casi no se ve la luz del sol entre tanta nube gris. El agua ya no es cristalina en la piscina y apenas se observa gente tumbada en el césped. Los bares siguen abarrotados por las noches, de lunes a domingo, por románticos que se niegan a creer que todo esto vaya a terminar. La cerveza sigue fluyendo por los grifos helados y las copas chocan entre sí brindando por los que vinieron de lejos, por los que acaban de llegar y, sobre todo, por los que ya no están. Las gafas de sol se guardan en la guantera de los coches y las sonrisas parecen esconderse también porque, a la vuelta de la esquina, la dicha y la alegría se tornan monotonía, frío y tristeza de nuevo. 


Me indigna profundamente que haya gente que no piense que el verano es la época más feliz del año. Yo, siempre que tengo que defenderlo, me limito a decir lo mismo: cerveza, pieles morenas y desnudas, sol y calor corporal, ¿qué más le puedes pedir a la vida? A mí no se me ocurre nada. Pero es que, además, están las palmeras de la playa, los chiringuitos, las verbenas y los amaneceres en lugares insospechados. La fruta fresca y el bar, los amigos que están lejos y, de repente, vienen a pasar unos días contigo. El levantarse tarde y el dormirse más tarde aún; los primeros besos y los que no volverán, los errores más maravillosos de tu vida y la sensación única de que el día que estás viviendo no se volverá a repetir. El verano es como una fiesta que no termina… aunque ya quede poco para que llegue a su fin.

Se acaban los pantalones cortos y las camisas de lino, las bermudas y el acento inglés en la costa. Se acaban, gracias a Dios, las camisas de manga corta y los pantalones pirata, pero se van con ellos el contraste de ese pelo dorado que se tiñe de blanco, con el de tus muslos oscurecidos por los rayos de sol, y eso es demasiado bonito como para dejarlo ir sin llorar un poquito. Se acaba, hasta el año que viene, los platos de caracoles y las guirnaldas en los balcones de la plaza, las sandalias y las uñas de colores chillones, las señoronas tomando el fresco en las puertas de las casas y los niños buscando su primer beso escondidos en lo más recóndito del parque. Se acaban los mojitos, el mercado de fichajes, la necesidad apremiante de besarnos a cada instante y el olor a felicidad constante. Se acaba el verano y con él se terminan dos meses donde todo irradia luz, donde se escucha música a todas horas y donde el mundo parece menos oscuro y un poquito mejor lugar para estar. Se termina el verano y volvemos a la época de lluvias, abrigos y noches largas y repletas de oscuridad; de anocheceres a las seis de la tarde, el frío, los abrigos de pluma sintética y las bufandas. Se va marchando agosto y nadie lo puede detener, apenas tres tristes días para convencerlo, aunque me parece que hay pocas posibilidades de ello. Nos tendremos que conformar con lo que nos deja cada año: un puñado de buenos recuerdos que siempre quedarán presentes y que, como pasa casi siempre, serán mucho mejor con los años de lo que lo fueron ayer.