"Te echo de menos”
El susurro rompió el silencio de
una alcoba oscura a intempestivas horas de la madrugada. Él abrió los ojos y la
penumbra se hizo presente, patente, total. El sueño había terminado y ella se
había vuelto a alejar, como lo venía haciendo desde hacía tanto tiempo que, por
momentos, parecía que nunca la había llegado a tener realmente. Pero él sabía
que sí la había tenido y que, con total seguridad, nadie la volvería a tener
igual.
Sus ojos verdes seguían
clavándose en lo más profundo de su corazón noche tras noche, semana tras
semana, mes tras mes y año tras año como la maldición de algún dios al que caía
estrepitosamente mal. Su pelo lacio y sus piernas ennegrecidas por el sol no se
terminaban de marchar del todo, al igual que su sonrisa, sus manos delicadas o
la forma en que tenía de mirarlo y que nadie, aunque viviese durante milenios,
volvería a igualar.
Siempre sentía la misma sensación
de vacío cuando despertaba y se daba cuenta de que todo había sido mentira;
siempre el mismo desasosiego, la misma rabia y, a la vez, la misma inmensa pena
que le encogía el corazón hasta el punto de hacerle pensar que estaba a punto
de implosionar. Siempre la misma desdicha y el eterno llanto mudo que le hacía
darse la vuelta con la congoja del que sabe que no volverá a ser tan feliz
jamás. Ni aunque pasen cientos de miles de años.
Luego, el abismo de otra noche vacua, eterna y alejada de ella durante el resto del tiempo que le quedase por vivir.
Luego, el abismo de otra noche vacua, eterna y alejada de ella durante el resto del tiempo que le quedase por vivir.
Sin embargo, al final sólo era cuestión
de tiempo que se volviese a quedar dormido:
De nuevo aparecía con ese
turbante en el pelo, con esa forma elegante de caminar sobre sus tacones de Zara,
con su cruce de piernas o el suave tacto de su piel. De nuevo se imaginaba
dormido junto a su figura y cómo con dos golpecitos en el culo se acurrucaba
junto a él hasta el amanecer. Ahí seguían juntos, olvidando todo lo malo que
vino y que vendrá, siendo dos seres formando uno como un día se prometieron, y dejando de lado todo el pesar que ambos tuvieron que soportar. Allí, en lo más
profundo de su subconsciente, todos su problemas dejaban de existir y sólo
había hueco para besos, caricias y abrazos, para risas cómplices y noches de
pasión, para aquellas palabras que una vez un par de labios enamorados dijeron
y que, como muchas veces ocurre, no se terminaron de cumplir jamás. Era en ese
lugar tan mágico como irreal donde él se hacía plenamente feliz y donde tantas
veces deseó llegar para no volverse a marchar. Pero, noche tras noche, la misma
historia de siempre le atenazaba y los rayos de sol de un nuevo amanecer lo
traían de vuelta a un mundo que quería ya tan poco como ese mismo mundo lo
quería a él. Y de nuevo tocaba lidiar con todo lo que detestaba y con una vida
que, sin ella, era más una pesadilla eterna que ese paraíso que una vez le
prometieron que tendría. Porque sin ella, sin su boca, sin su aliento o sin el
perfume de su cuello, cualquier nirvana era una vulgaridad. Porque sin ella,
sin su voz, sin su alma y sin sus labios, ninguna realidad conocida podía mejorar
un segundo de ensoñación. Porque sin ella, sin el sonido de su nombre en sus
labios o los paseos cogidos de la mano por la orilla del mar, todo esto que
llamaban vida no era más que un camino de sentido único que llevaba desde el instante en que se despertaba a aquel en que volvía a la cama y comenzaba de nuevo a soñar.