lunes, 23 de febrero de 2015

El error de Andrés

Creo que existen pocas cosas en el mundo más tristes que un sábado de invierno en un pueblo del interior. La gente de bien se cobija bajo las sayas de una mesa de camilla mientras los despojos de la sociedad salimos a la calle a enfriar en la escarcha de las aceras un corazón que, como diría Sabina, hace ya tiempo que está podrido de latir.


Fue junto al candor del whisky y el relampaguear del neón cuando me encontré con Andrés una vez más. Nos fundimos en un abrazo cariñoso y recurrimos, de nuevo, a la charla que siempre nos acompaña y de la que nos sentimos profundamente orgullosos: nuestro madridismo. Nos acordamos de todo y de todos, desde la periferia de la capital hasta el barrio más docto de Londres, y comenzamos a reír y a burlarnos, como buenos madridistas que somos, de cualquiera que eligió incomprensiblemente alejarse de la felicidad máxima que supone amar al Real Madrid.

El reloj no dejó de correr como nunca lo hizo antes ni lo hará después, y del fútbol pasamos al otro tema recurrente de cualquier hombre que se precie, mas si el alcohol ya fluye por lo más profundo de tu ser: las mujeres. Y fue con eso cuando su cara cambió por completo.
Me señaló con el índice hacia el fondo del bar, donde un grupo de chicas de su edad bailoteaban al son de la música. Entonces pude ver una cara de consternación que me sobresaltó. Nunca lo había visto así, alicaído, preocupado y, si me apuran, hasta melancólico. Lo dejé momentáneamente con sus pensamientos mientras volvía a llenar de Johnny Walker la copa y pude ver cómo se alejaba para reunirse con el grupo y, poco después, con una chica en particular de la que con casi sin decirme nada me lo había dicho todo.
Los vi charlar durante un rato con ella mientras yo me limitaba a observarlos desde la lejanía. Permanecía allí quieto y expectante viendo cómo, por una vez, era otro hombre el que intentaba conquistar a la chica del bar. Pero aquello era algo más que una simple conquista.


La miraba distinto, no como un hombre deseoso de llevarse a su presa a la cama, sino como un enamorado ñoño que no se atreve a levantar demasiado la voz por si asusta a la chica, por si dice alguna tontería que lo prive de su compañía, de su perfume o de su media sonrisa cuando consigue, de vez en cuando, hacerla reír. Lo vi cómo mimaba, sin caricias físicas pero con lo que quise entender que eran bonitas palabras, a una mujer que sin duda era especial para él. Y, finalmente, me animé a acercarme.
No sé si hice bien al intentar echar un cable a mi amigo, pero el que caso es que lo hice. Comenzamos a hablar los tres y yo, en ocasiones, intentaba sacar un punto común entre los dos para decir lo buena pareja que hacían o alguna mierda similar con la más que evidente intención de que se la ligase. Sin embargo, veía cómo él se alejaba de los convencionalismos de otras ocasiones y parecía que eso, el engañarla para irse juntos, era lo que menos le interesaba. Me dio la impresión de que le sabía a poco, de que quería mucho más.

Tras media hora de conversación, la chica se tomó un descanso de nuestras coñas para volver con sus amigas y quedamos Andrés y yo solos en medio de un pub que cada vez parecía más vacío también. Me hizo un ademán y nos apartamos un poco del grupo. 
-        “Es muy guapa” – dije
-       “Es más que eso” – respondió con un tono que, incluso en medio de la triste estampa, me pareció lúgubre y mustio, triste y afligido.

Me contó que una vez la tuvo y que la dejó escapar, y me lo narró como si de una novela de Márquez se tratase, con tono majestuoso y tremendamente apabullante. Repitió tantas veces palabras como “la cagué” o “es perfecta” que consiguió emocionarme, darme cuenta de que ahí había algo mayor que el típico ligoteo de un sábado por la noche. Muchísimo más grande.

Quedamos charlando un rato y al final lo perdí de vista. Recuerdo que me dijo “tendrías que escribir algo sobre esto” y me he animado a hacerlo una noche fría de febrero porque creo que ya no sólo lo merece él, que también; sino que esa conversación sirve de ejemplo para volver a traer a colación ese refranero popular que nos avisa que es cuando perdemos lo que tenemos al lado cuando comenzamos a extrañarlo. Todos lo hemos comprendido en alguna ocasión y, sea por los motivos que sea, seguimos cayendo en el mismo error una y otra vez. Sin embargo, a pesar de lo triste de la escena, sí creo fervientemente una cosa: que cuando alguien mira con esos ojos de amor puro con los que mi amigo miraba a esa muchacha, cualquier cosa es posible, cualquier peldaño es superable y cualquier decisión mal tomada puede revertirse un día de estos. Y estoy seguro de que así será, no me cabe la menor duda.

domingo, 1 de febrero de 2015

Las mujeres más bellas

Dice Vargas Llosa que las mujeres normales son las más bellas… y yo no puedo estar más de acuerdo con él. Escribe el peruano que “las bellezas reales son las que beben cerveza y no controlan cuántas patatas han comido, las que se sientan en los bancos del parque a comer pipas o acarician con ternura a un perro que se les acerca a olerlas”. Asegura que "las mejores son las que derrochan belleza y no glamour, desgastan sonrisas, cruzan las piernas y arquean la espalda. Salen en fotos rodeadas de gente, esperan en la parada del bus y huelen a limpio". Pero hay mucho, mucho más.

Las mujeres más bellas son las que usan vestidos anchos y cortos en verano, sonríen mucho y no paran de hablar. Son las que te miran con ojos vidriosos, se muerden el labio inferior, adoran el café o te dicen, sin pararse a reflexionar, que te quieren con locura. Para mí, las mujeres más bellas taconean con estilo pero se descalzan cuándo y dónde quieren, alargan una caricia o buscan un beso en la oscuridad. Huelen a fresco perfume y saben a gloria bendita.

Las mujeres más bellas saben besar muy bien, cosa que no todo el mundo puede decir. Encuentran tu mano en el cine o tu pecho cuando se van a dormir y estampan su aliento en tu boca porque no tienen otra forma de conciliar el sueño que la de estar a tu lado. Son rubias, morenas o castañas que tuestan su piel al sol de Julio y tienen los pies congelados en enero. Usan tonalidades alegres cuando el calor aprieta y recurren al cuello largo, los guantes, la bufanda ancha y las botas altas en invierno. 

Las encontrarás vibrando con un partido del Madrid en algún bar de tu ciudad. Puedes directamente pedirle matrimonio si lleva la camiseta blanca y se molesta si la llamas ‘pipera’. Beben cerveza por las tardes y vino por la noche, sobre todo si las invitas a tu casa a disfrutar de una botella en un baño de espuma. Leen a la luz de la mesita con gafas de pasta dura y un pijama rosa de niña de once años. Te abrazan por las noches para que las calientes o te roban el edredón sin querer queriendo. Las mujeres más bellas tardan una hora en arreglarse y medio minuto en desnudarse, una semana en dejarse besar y seis meses en atreverse a decir ‘te quiero’. Se sonrojan con los piropos y te contestan halagadas con un ‘gracias’ a cada uno de éstos. Cantan en la ducha, sonríen por la calle y los domingos no quieren salir de la cama. Las mujeres más bellas están compuestas de mil detalles que te enamoran para siempre, que consiguen hacerte jurar que darás todo cuanto tienes por hacerla feliz. Te miran de reojo y se te cae el mundo al suelo, te besan en los labios y te dejan sin respiración. Te acarician el pelo y detienen el tiempo y, después, cuando el reloj vuelve a echar a andar, te das cuenta de que la mujer más bonita de entre todas las más bellas es aquella que, pudiendo estar en cualquier otra parte, prefiere estar ahí contigo. Y a esa no debes dejarla ir. Jamás.

sábado, 24 de enero de 2015

Noche de viernes

El hielo, que hasta no hacía mucho había llenado el vaso, se había derretido ya.
La botella, que hasta no hacía demasiado permanecía precintada, comenzaba a ver su final.
Él, que hasta no hacía tanto había estado sobrio, comenzaba a pelear con sus pies para no trastabillar.
La luz, que había cegado sus ojos no muchas horas atrás, se apagaba con cada sorbo de un whisky cada vez más dulce, más placentero, más cálido al paladar.
El mundo, que había rodado sin descanso durante siglos, no daba síntomas de seguir haciéndolo en la actualidad.
La luna, que lucía en lo alto del firmamento, volvía a escuchar sus aullidos de súplica una vez más.
Las estrellas, que se habían escondido entre nubarrones, rayos y centellas, brillaban como faros marcando un camino al que ya no volverá.
La cama que tantas veces había humedecido con su sudor, se sentía fría, aburrida y deseosa de gritar.
La quietud, que siempre había sido nota discordante en la partitura de sus días, se había convertido ahora en una constante difícil de escapar.
La música, que durante meses había permanecido apagada, volvía en el ambiente con fuerza a resonar.
La inspiración, que durante semanas había estado ausente, encontró el camino para regresar.
El texto, que se iba llenando de lexemas y morfemas con el teclear de sus yemas, clamaba por terminar.
Los dedos, deseosos de acariciar pieles ajenas, se conformaban con aporrear un teclado cansado de penar.
Sus ojos, adormecidos y cansados, se empezaban a entornar.
Su alma, encogida de tristeza y melancolía, suspiraba por irse a descansar.
Y el punto, que tantas había sido seguido, de repente y sin darnos cuenta, se convirtió en uno final.

miércoles, 14 de enero de 2015

Microcuento (VII)

Dibujé un mapa del tesoro que comenzaba en tu ombligo, que recorría tus piernas, que escalaba tus pechos y que moría en tu boca. Una caminata de pocos centímetros y muchas paradas, de piel erizaba y susurros lascivos, de las que te vuelven loca, de las que te sacan de quicio, de las que aligeran el paso, desechan lo casto y enaltecen el vicio.

Encontré el cofre de tus besos perdidos, de tus caricias regaladas, de tus labios prohibidos, de tus ojos perdidos y mis manos atadas. Atadas a un cuerpo que no quiero que huya, que hoy es mío para siempre, que no suelto por nada, que no dejo que se marche, que no quiero que se escape, que no consiento que me deje, que no permito que se aleje.

Te encontré de norte a sur y de este a oeste, y nombré territorio adjudicado los cuatro puntos cardinales en los que en una noche de empañados cristales, con permiso y sin reparo, te hice mía para siempre. Y fue ahí, entre sábanas de franela y un colchón que no paraba de gritar, donde puse de manifiesto a los dioses conocidos que en aquel país recién explorado no habría más habitante que un muchacho obsesionado, que un joven entregado, que un niño desamparado, que un hombre enamorado. Fue allí, en la alcoba donde te vi desnuda, donde supe con toda certeza y no tuve ninguna duda, de que mi cama no volvería a quedar viuda y que en mi puzle, por fin, comenzaban a encajar las piezas. Allí, a la luz de un radiador mutilado, reconocí ante el mundo que me habían conquistado.

lunes, 5 de enero de 2015

El beso que nunca llegó

El ambiente permanecía iluminado, tenuemente, por la luz que desprendía un cartelito azul de un canal de una radio cualquiera de la TDT. Una manta vieja servía de arropo ante el frío invernal de un salón que hacía demasiado que permanecía gélido, sin vida, destinado a una soledad total. Debajo de ese trozo de tela, las manos de dos amigos se entrelazaban después de todo un día deseando hacerlo y no atreverse a ello. Quedaba poco tiempo y había que aprovecharlo.

Sobre la oscuridad casi absoluta del lugar, resplandecían los mechones de su pelo dorado. Habían hablado de todos y de todo, sin excepción, sin esconderse de nada ni de nadie, aunque sólo, y por desgracia, en el sentido figurado de la expresión. Sus ojos se encontraban de vez en cuando y se miraban con el cariño que lo hicieron antaño, en algún mundo lejano donde todo era distinto, más alegre, menos dañino, más quimérico y menos real. Una época que había quedado atrás hacía tanto tiempo que, por un momento, pareció que jamás hubiese ocurrido.

Él pensaba que no la encontraría más guapa que por aquel entonces pero, de nuevo, se equivocó. Los años habían impregnado en ella un aura de madurez que la hacía, todavía, más interesante, más bonita, más mujer. Atrás quedaba esa niña que resoplaba cuando su boca se perdía en su cuello. Ahora, frente a él, se hallaba una mujer hecha y derecha, como dicen las viejas de pueblo. Una señora de los pies a la cabeza, con la elegancia que siempre la caracterizó y el carácter dulce y amable que un día estuvo a puntito de enamorarlo para siempre. Aunque nunca era tarde para eso.

Las circunstancias de la vida, eso sí, eran bien distintas a las de esa época idílica que había desaparecido. Lo que una vez consideró como suyo, como la fortaleza donde guarecerse en las frías noches de enero, ya no lo era más. Otro ejército moraba ahora allí y él debía acomodarse en los aposentos que se le reservaban, con caballerosidad manifiesta y una honda y escondida decepción. No quedaba más remedio, por muy difícil que se le hiciese todo.

Sin embargo, ambos sabían que esa reunión no era solamente amistosa. Ni mucho menos.
Sus cabezas se acercaban más y más con el transcurrir de los minutos, ansiando un primer beso que no terminaba de llegar. Las miradas se alargaban, las sonrisas nerviosas relucían, los labios se humedecían de vez en cuando para preparase para un instante que los dos deseaban pero que no se terminaba de producir. Ni se podía producir. 
Se miraban las bocas, se abrazaban con fuerza, se acariciaban las pieles y, finalmente, volvían a mantener la distancia. Temerosos, respetuosos con aquellos con los que debían serlos y, sobre todo, con ellos mismos. Y así debía ser.

El reloj fue consumiendo la tarde y la hora del adiós llegó. El sofá de la fría habitación quedó atrás y un hall deshabitado fue el escenario elegido ahora por los actores para el acto final de una tragicomedia maravillosa que concluía ahí, al menos en su primera parte. Los abrigos ya estaban en las manos y la oscuridad de una casa que volvía a quedar en penumbra una semana más, lo ocupaba todo, como siempre debió ser en cualquier acto romántico que se precie. Ella le pidió un abrazo y él, acongojado y acojonado, se lo dio. Notaba como su corazón latía con fuerza y eso le evocó otra retahíla de recuerdos. Se separaron despacio y él pudo notar su aliento en el cuello. No alcanzó a recordar una vez que deseara más arrebatarle un beso a alguien, perderse en su lengua durante toda la noche. Pero no lo hizo. De nuevo, no pudo hacerlo. En lugar de aquel beso pasional y romántico salió a relucir el que quizá él más odiaba: uno lento y fraternal en su frente. Probablemente el beso más descafeinado de todos cuantos existen. 

La miró por última vez y la dejó escapar a los brazos de otro. Entre improperios y lamentos, la chica que adoraba y que tan feliz le hacía, el talismán que le devolvía la suerte, su amuleto, su amiga y su amor, se marchaba lejos para volver a la cama de quien en su momento sí pudo y quiso amarla. De un chico sin nombre ni apellidos que supo darse cuenta del tesoro que le había caído del cielo y que no dudó un segundo en luchar por él hasta el final. “Hombre afortunado aquel” pensó el muchacho. “Y bastante más listo que yo”.
Y de la opacidad de la casa, sin darse cuenta, se vieron envueltos en el manto de una luna llena que les marcaba el camino a otra. El anillo con el que había jugueteado durante toda la tarde se marchaba a hacerlo con las manos de otro. Esos ojos pardos que lo habían mirado con cariño, se iban lejos de nuevo. La constelación de lunares que poblaban su pecho se alejaban de allí para ser exploradas por algún astronauta que sí tuvo el valor de subirse a la nave espacial en su día mientras él, el cobarde que no quiso, pudo o supo hacerlo, quedó en el hangar de la estación espacial con el casco en la mano y la mirada perdida, maldiciendo el día en que dejó escapar su oportunidad y prefirió quedarse en la dureza de la tierra antes de volar al espacio con la mujer más maravillosa de que se tiene constancia.