martes, 16 de diciembre de 2014

Convirtiendo el invierno en verano

La vio bajar los escalones de una discoteca que conocía demasiado bien y se juró que aquella noche sería suya. Fue un trabajo difícil, como no podía ser de otra manera y, como todas las grandes gestas de la historia requirió tiempo, sudor y (casi) lágrimas. 
La batalla comenzó con un contacto visual que ella rápido esquivó. Pocos segundos después, él se armó de valor y recorrió el par de metros que los separaban para comenzar a relatar, una tras otra, las palabras que su imaginación le iba leyendo, sin prisa pero sin pausa, con la firme intención de que, en pocas horas, estuviera desnuda en su cama.
Sus labios se acercaban a los de ella buscando un susurro en su oreja que pudiera hacerla olvidar el ruido de una música estridente para concertarse única y exclusivamente en él, en todas las cosas que le prometía. Le sacó alguna que otra sonrisa y ahí supo que la dirección era la correcta, que no debía alejarse mucho del camino que, hasta ahora, estaba trazando entre piropos y galanterías.
Le habló de sus ojos y de su boca, y le dijo sin miedo y sin vergüenza que se moría por comérsela de arriba a abajo, por desnudarla él mismo sin compasión y sin reparo, sin miramientos o atisbo de vergüenza. Ella se ruborizó. Entre la luz fluorescente del local y la intermitencia de una oscuridad que cada pocos segundos se apoderaba de todo, pudo ver cómo sus mejillas se enrojecían y la temperatura de su mano, la cual acariciaba muy de vez en cuando, comenzaba a subir. 


Acabaron por fin en su casa, los dos; ella asegurando que únicamente sería una copa y él dándole la razón mientras de reojo miraba al cielo dándole las gracias a unos dioses porque, por fin, la comenzaba a sentir entre sus brazos.
Le llenó una copa de vino olvidando el decoro y el protocolo. Ella bebió un sorbo y se quejó del frío del ambiente. “No iba a poner la calefacción” contestó él, “que si no, no te acercas a mí”. De nuevo rio y, de nuevo, él la cogió de la mano. Ella, finalmente y consciente de que el mísero trocito de escudo que le quedaba era ya inservible ante el momento que se avecinaba, se desprendió de él y se abalanzó sobre el chico introduciendo su lengua en su boca. Y fue ahí cuando una fría noche de invierno poco tuvo que envidiar a la más calurosa del mes de agosto.

Intercalaban besos de cariño con mordiscos de pasión. Sus manos se perdían bajo una ropa que fue desapareciendo de sus cuerpos para perderse en las esquinas del cuarto. Él besaba su cuello con frenesí y ella jaleaba de pasión impregnando el ambiente con un vaho de lujuria que se perdía en el infinito. Le desabrochó el sujetador y apretó sus pechos con fuerza, llevándoselos más tarde a la boca y mordiendo sus pezones hasta hacerla temblar. Terminaron de desvestirse y las primeras gotas de sudor comenzaron a empapar las sábanas de una cama que los acogió chirriante. Se perdieron en una locura libidinosa, en una esquizofrenia sexual que los acompañó hasta que los primeros rayos de sol se estamparon contra unas ventanas empañadas ante la diferencia de temperatura de la calle y aquel trozo de infierno en que se había convertido ese cuartucho.  Pero ahí siguieron los dos amantes, deseosos de más y convencidos de que esa noche de escarcha y nieve, de frío e invierno, se convertiría, entre sacudidas de lascivia, en otra de calor, fiesta, sexo y verano.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Cuando ella se fue

Las lágrimas explotaban contra la mesa como bombas de una guerra insatisfecha de víctimas, sedienta de crueldad y deseosa de producir más y más dolor. El desconsuelo y la desesperación brotaban de lo más profundo de un chico que se aferraba a la quimérica idea de que su pena encontraría consuelo en el tamborileo de sus dedos contra el teclado, como tantas veces le ocurrió antes y otras tantas vendrían después. 
El amor se alejaba de su vecindario taconeando con elegancia sobre unos zapatos de Zara. Ella había sido el pilar donde se sustentaba una vida de mediocridad, fracasos y desengaños, y ahora, como hacía tiempo que el joven se temía, ese cimiento que había comenzado a desquebrajarse hacía ya mucho, se hundía sepultando junto a escombros y polvo, la única parte sana que quedaba de su ya maltrecho corazón.


Probablemente no la volvería a ver, al menos, corpóreamente. Eso le aliviaba en parte, porque se sentía temeroso de poder encontrársela cualquier tarde paseando por un parque, comprando en una tienda o, simplemente, tomando un café en algún bar. Sería difícil, muchos kilómetros los separaban. Sin embargo, sabía que su tortura comenzaría como lo había hecho esa misma tarde, con la fuerza de mil cañonazos, en el único lugar de donde no podría borrarla jamás: en lo más recóndito de su subconsciente.


Allí habría lugar eternamente para sus ojos verdes con los que siempre se metía, para la boca en la que tantas veces se había perdido, para aquel flequillo cayendo sobre su cara al que había dedicado odas y poesías, relatos y sonetos. Siempre habría sitio para sus piernas morenas y sus preciosas manos, las mismas que acariciaron su pelo en las interminables noches en que ambos se quedaban hasta el alba viendo un centenar de películas. No olvidaría jamás su sonrisa y la forma con la que te miraba cuando conseguías ruborizarla. Eso nadie se lo podría arrebatar, por suerte o por desgracia.


Tantos momentos se esfumaban en ese instante que, tras unos días intentando mantener la compostura, no pudo más que hundirse en la soledad de una casa desierta como un lobo aullando a la luna: con la certeza de que nadie lo escucha, con la seguridad que su pena es tan grande como vana. La echaría tanto de menos que no quiso creer que pudiera soportarlo.
 
Y allí quedó, solo en un cuarto, mudo y abatido, melancólico y pensativo; recordando lo vivido, lo que tan feliz le hizo. Volvió a buscar consuelo en un dios que lo había olvidado, que ya no quería cuentas con él. Rezó por una tregua, porque el castigo cesase, porque ella volviese, porque todo aquel tiempo de desdicha e infortunio terminase de una vez por todas. Pero se encontró de nuevo con el silencio, con el maldito abismo de un desamparo que cabalgaba junto a él desde hacía mucho.


Quedó llorando como un niño, afligido y arrepentido. Con la imagen de esa chica que tanto había querido y que ahora, como no podía ser de otra manera, navegaba sin ella quererlo a los brazos de alguien que sí pudiera hacerla realmente feliz. Él se conformaría el resto de su vida con pensar que, aunque por su parte no lo consiguió, sí disfrutó de los mejores años junto a la mujer más maravillosa que el mundo ha visto. Y de lo más hondo de su desesperación salió un aliento tenue susurrando un ‘gracias por todo’ que fue volando desde esa planta baja cercana al mar, al corazón de la mujer que ahora dejaba de ser suya para siempre. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Mireia

Seguramente el primer día que me tiré (o más bien, me tiraron) a una piscina, ella todavía no había nacido. Tres años y unos cuantos cientos de días nos separan a ella y a mí en el tiempo, junto a medio millar de kilómetros en la distancia. O incluso más. Creo, sin embargo, que nos une una pasión por el agua que no todo el mundo posee, puesto que una de las grandes diferenciaciones que existe en la vida es la que clasifica a los seres humanos en ‘de secano’ o ‘de regadío’; y ella y yo somos, claramente, de la segunda categoría.
Siempre cuento, henchido de orgullo, que Mireia Belmonte fue a la primera deportista que entrevisté en esa época lejana en la que el periodismo no sólo no me causaba la repulsión de la actualidad sino que, pobre de mí, todavía creía esa burda mentira de que “es la profesión más bonita del mundo”. Ya saben ustedes, la ignorancia de la juventud.

Recuerdo aquel día como si de ahora mismo se tratara. Yo hacía prácticas en una de las grandes radios deportivas del país y nadie por aquel entonces conocía a una sirena de ojos azules y preciosa sonrisa que acababa de proclamarse campeona del mundo junior en Río de Janeiro. Uno de los redactores llegó con un teletipo y me dijo: “Antonino, llama a esta chica que acaba de ganar la medalla de oro y hazle unas cuantas preguntas. Que no dure mucho, para meter un par de cortes en la ronda”. 


Antes de iniciar la llamada, comencé a bucear en el inmenso ciberespacio para encontrar alguna información sobre esa niña de dieciséis años que acababa de lograr el más preciado metal en su categoría. Apunté los que más me llamaron la atención, no pensaba consentir que, en mi primera entrevista, algún error de contraste pudiera hacerme quedar mal.
Más tarde, y con toda la información bien ordenada, marqué el teléfono de su entrenador que todavía conservo en la agenda más por morriña que por cualquier fin laboral o social. Un señor contestó y, rápida y educadamente, me presenté diciendo mi nombre y desde el medio que llamaba. En poco menos de medio minuto, la voz risueña y casi rota por la felicidad de una niña que acababa de comenzar la carrera más prometedora de la natación española, se ponía al aparato.
Comenzamos a hablar. No descarto que yo fuera el primer periodista que la felicitaba tras su logro porque me contestaba incrédula a cada pregunta, emocionada ante cada elogio que le profería, embriagada de agitación por haberse coronado como la mejor después de tantísimo trabajo.

Y nos pusimos a charlar.  

Los pocos minutos que me habían pedido se alargaron más de la cuenta. Yo le hablaba del pasado y del futuro, pero ella se concentraba más en el presente. Lo degustaba como un dulce, como un vaso de agua en una tarde cálida. No quería pensar en más, sólo deseaba agarrarse a ese instante mágico que estaba viviendo y a mí, por supuesto, me pareció más que bien. Recuerdo su risa nerviosa, sus tartamudeos de emoción, sus palabras entrecortadas por el júbilo. Si alguna vez me pidieran que definiese la felicidad, podría ejemplificarla perfectamente en esa conversación que duró hasta que su entrenador, su manager o quien fuera aquel tipo que no paraba de decirle que cortase, que había más medios que atender, consiguió convencerla. Me dijo: “me tengo que ir” y recuerdo perfectamente contestarle con un “ha sido un placer hablar contigo, ojalá que pueda llamarte mil veces más por las próximas mil medallas que ganes”. Respondió con un “gracias” que me pareció tan sincero que me juré que así sería. 

Pero no fue.

Esa fue la última ocasión que hablé con la sirena de Badalona. Seguramente ella ni lo recuerde, pero eso tampoco me importa porque a mí no se me olvidará jamás. Y cada vez que la veo tocar el final de la piscina, en cada ocasión que la observo a través del plasma sonreír empapada en gloria y triunfos, a mí me levanta también una mueca de gozo. No puedo evitar acordarme de esa charla que tuvimos hace ya tantos años y pensar que, en el fondo, yo llevaba razón. Porque aunque nunca volví a hablar con ella, las mil medallas que le vaticiné parece que se están cumpliendo, y pocos se alegran más por ello que yo. Enhorabuena, campeona.


miércoles, 26 de noviembre de 2014

Microcuento (VI)

Nunca fui tan rico como cuando te tuve en mis brazos, tan ágil como cuando me deslizaba entre tus piernas, tan altivo como cuando paseábamos por la calle, tan frágil como cuando tus manos acariciaban mi espalda, como cuando besaba tus senos, como cuando mordía tu cuello, como cuando te echaba de menos.

Nunca fui tan sincero como cuando pronunciaba un ‘te quiero’, como cuando juraba que no habría otra, como cuando vivíamos en la cama o nos encontraba desnudos la mañana.
Jamás me sentí tan impaciente con la vida, tan severo con la distancia, tan ansioso con un tiempo terco, obstinado, caprichoso como un chiquillo, receloso como un amante despechado; que ralentizaba con temperamento desdeñado, las manecillas de un reloj estropeado.

Nunca fui tan holgazán como cuando nos capturaba un domingo en tu alcoba, tan meticuloso como cuando mi boca bajaba por tu vientre, tan poderoso como cuando tus gemidos inundaban el ambiente, tan talentoso como cuando actuamos en aquel drama. 

Nunca fui mejor persona que cuando compartimos días y noches, cuando vivimos dos vidas en una, obviábamos los reproches y nos prometíamos la luna.
Sin duda alguna puedo concluir, sin miedo a que me digan que mentí, que nunca hubo un periodo más feliz, que el tiempo, cada segundo, que te tuve junto a mí.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Roger Federer

Serían poco más de las tres y media de la tarde en España cuando, con 40-0 en el marcador, Roger Federer servía para hacer a su país, Suiza, campeón por primera vez en la historia de la competición tenística por equipos más importante del mundo: la Copa Davis.
El punto comenzó con un saque a la ‘T’ que su rival devolvió flojo y centrado. Roger tenía toda la pista para cruzar una bola y hacer correr de lado a lado a Gasquet, pero eso era demasiado fácil para el mejor jugador de todos los tiempos. Con un toque sutil y cortado, mandó una dejada a la derecha de un francés que ni siquiera gastó esfuerzos en intentar llegar porque, a buen seguro, habrían sido en balde. En vez de eso, el jugador local se quedaba de pie haciendo de espectador privilegiado ante el momento histórico que estaba viviendo junto a las casi treinta mil almas que llenaban el estadio Pierre Mauroy de Lille. Mientras todos enmudecían, Roger Federer se dejaba caer en la arcilla francesa sobreexcitado por la emoción de saber que su leyenda volvía a agrandarse un poco más, si es que eso era posible, consiguiendo el último de los títulos que le quedaban por adornar su más que agigantado palmarés. 
 
A mí, que lo viví emocionado en la calidez de mi hogar, me vino a la memoria la imagen de Federer llorando a lágrima viva allá por 2009, cuando un fenomenal Rafael Nadal lo derrotaba en el enésimo encuentro que jugaban. En aquella ocasión fue sobre la pista dura del abierto de Australia, y ahí algunos creímos que la leyenda del suizo terminaba, que su digno sucesor había conseguido derrotarlo y enterrarlo para siempre. Cuán engañados estábamos, qué tremenda desfachatez haber dudado del mejor jugador de todos los tiempos, cuántas bocas tenía que callar y cuántos títulos levantar al cielo. Ojalá sean muchos más, ojalá no se nos vaya nunca.


De Roger Federer, como ocurre con todos los grandes deportistas, se ha dicho ya casi todo. Se han escrito libros, rodado documentales e incluso, si me apuran, estoy seguro de que algún amante del deporte le habrá dedicado alguna que otra oda poética. Yo, desde la humildad de un blog que aúna todo y no habla de nada, quería volver a hacer hincapié en la palabra que a todo ser viviente que haya visto jugar al suizo le viene a la cabeza cuando ha de definir su estilo: elegancia.
Si Zidane lo fue en un terreno de juego, Sam Snead frente a un hoyo o Pernell Whitaker encima de un ring, Roger Federer es la personificación de ese concepto tan elitista y poco común, tan apreciado entre los amantes del deporte como escaso dentro y fuera de él. El suizo podrá, a sus treinta tres años, no ser el mismo ciclón físico que conquistó el mundo a los veinticinco, pero es, de largo, el jugador más refinado no sólo del circuito actual sino, probablemente, de todos los que alguna vez empuñaron una raqueta.

Ver a Roger moverse entre cualquier superficie es un deleite para la vista. Uno juraría que sus pies no llegan a posarse nunca sobre la tierra batida, el césped o el cemento, sino que se mantienen flotando y es únicamente la ilusión óptica del espectador lo que parece asentarlo en el suelo. Su derecha no obtiene quizá la potencia de los demás, pero es certera como una daga, y nadie me podrá negar que su revés es la acción más notable y depurada del panorama deportivo actual. De largo, muy de largo sobre la segunda.
El maestro del tenis volvió un veintitrés de noviembre a silenciar a aquellos impacientes que alguna vez intentamos jubilarlo. Hoy, Roger Federer se aupó a lo más alto del único título importante que le quedaba por ganar e indirectamente y siempre con mesura y delicadeza, le dijo al mundo entero que todavía, por suerte y gracias a Dios, nos queda mucho Federer por disfrutar. Eso es precisamente lo que nosotros tenemos la obligación de hacer, disfrutarlo; él se encarga de que así sea.