La primera vez que me encontré con Robin Williams ‘cara a
cara’ sería allá por el inicio de la década de los noventa. Fue en una de esas
películas que marcan tu infancia, que revisionabas una y otra vez hasta que la
cinta del VHS de tu casa empezaba a emborronarse y tenías que sacarla del
vídeo, abrirle la tapa y darle un soplido fuerte con la intención de mejorar
una calidad que, a pesar de ser ínfima comparada con la de los tiempos
actuales, resultaba suficiente para hacer volar tu imaginación durante tardes y
tardes. Hook fue, sin duda, una de los grandes clásicos de mi niñez y fue con
ella cuando conocí personalmente a ese Peter Pan de carne y hueso que se había
alejado de Nunca Jamás para convertirse en un ocupado hombre de negocios.
Pronto me interesé más por aquel tipo de sonrisa eterna y aspecto poco hollywoodiense
y empecé a devorar los clásicos infantiles que protagonizó: Señora Doubtfire,
Jack, Flubber, Patch Adams y, por encima de casi todas, Jumanji. Creo
firmemente que ningún niño puede decir que ha tenido una infancia plena si no
ha soñado con jugar una partida a ese juego mágico que cayó en manos de Alan
Parrish y su amiga Sarah.
Los años pasaron y Robin seguía ahí, en casi todas partes y
durante casi todos los días. Puso voz al que, sin duda, es el personaje más divertido
del mundo Disney, el genio de Aladdin, y siguió impartiendo clases de
risoterapia para un público mucho menos acostumbrado a reír que el infantil. En
Good Morning Vietnam supo mezclar a la perfección sus jocosos comentarios con toda
una guerra de Vietnam y ganarse a una crítica que se rendiría a él con las que
para mí han sido sus otras dos grandes películas: El club de los poetas muertos
y el Indomable Will Hunting.
Pero la vida, tristemente, no deja de ser una sucesión de
contrastes y contradicciones. El hombre que sacó una sonrisa a
tantos millones de personas se encontraba sólo y deprimido. Aquel muchacho con
cara de bonachón y sonrisa imperecedera, se sumió en una depresión sin final
que, según parece, lo ha llevado a la más trágica de las muertes en la noche de
ayer. Al final, una vez más, la vida vuelve a recordarnos que no todo es del color que creemos ver.
Se marcha un genio del cine, un actorazo sin parangón que
deja tras de sí obras de buena calidad pero, sobre todo, papeles que quedan
marcados a fuego en la historia reciente del séptimo arte. Se va el hombre pero
queda el legado, como suele ocurrir en estos casos en los que un grande nos
deja, y pocos eran más grandes frente a una cámara de lo que lo fue él. Los
días tristes como el de hoy deberían serlo menos si, en vez de pensar en la
tragedia, nos parásemos a homenajear al hombre que se ha ido, visionando alguna
de sus grandes obras. La melancolía debería quedar apartada si hoy, en su
honor, comenzásemos a hacer realidad esa frase que dijo interpretando a John
Keating allá por 1987 y que rezaba:
"El día de hoy no se volverá a repetir. Vive
intensamente cada instante, lo que no significa alocadamente, sino mimando cada
situación; escuchando a cada compañero, intentando realizar cada sueño
positivo, buscando el éxito del otro, examinándote de la asignatura
fundamental de la vida: el Amor. Para que un día no lamentes haber malgastado egoístamente
tu capacidad de amar y dar vida"