lunes, 9 de diciembre de 2013

El otro Bond

Hay otro James Bond más allá del de los coches de lujo y las peleas constantes. Aquí vemos la situación, Eva lo intenta, pero se ve sobrepasada por el bueno de Daniel.


lunes, 2 de diciembre de 2013

Aquí está la Navidad

Un año más, y ya van dos mil y pico... ya está aquí la Navidad. 

Con el frío que acostumbra y la ilusión que desprende, viene a nuestra España querida a evadirnos por unos días del miedo, la vergüenza y la crisis; o por lo menos a intentarlo.
Llega con sus cenas en familia donde siempre sobra comida aunque no se tenga para comer. De nuevo mesas repletas de agasajos especialmente guardados para estas fechas, para compartir con el prójimo aunque no haya para uno mismo. La Navidad es eso: dar a los demás quitándose lo propio.
Y que dure muchos años más.

Otra vez se ven asomar por la esquina esos días de calles aglomeradas y programaciones televisivas especiales, de discursos de reyes y carrillones que caen, de racimos y turrones, bombones y sobrevaloradísimos mazapanes. Días de amigos y alcohol, de kilos de más y dinero de menos, de desprender cariño y regalar amor a los que nos lo devuelven y también a los que no. Una época donde hay que dejar de lado el desprecio que se tienen más que merecido aquellos que nos gobiernan pues no valen tanto como para que nos acordemos de ellos durante estos días. Háganme caso.

Ya están aquí los días de loterías y suertes, de castañas y brasero, de sayas y jerséis de cuello vuelto, de frío corporal y calor sentimental. La Navidad trae eso, y mucho más.

También nos trae anuncios indecorosos con cantantes que se enfundan varios miles de euros de nuestro bolsillo. Tantas manifestaciones por tantas causas distintas y aún no ha habido ninguna para que vuelva el calvo de la lotería. Vaya país tenemos, la madre que nos parió.
Sin calvo pero con los cansinos de turno que vuelven a recordar una vez más que todo esto es "un periodo consumista, lleno de falsedad y bla bla bla". Lo hacen, eso sí, con su bolsa de El Corte Inglés en la mano y su bufanda de marca tapando esas sensibles gargantas, no vaya y se les acabe la voz y no podamos oír sus gilipolleces repetitivas.

Puerta del Sol de Madrid

De nuevo, compromisos que no se cumplen y promesas que se evaporan, pero me gusta pensar que por cada nueve de los primeros siempre hay uno que sí, que deja de fumar, planta un árbol o da la vuelta al mundo, y ese, bien lo sabe Dios, vale cien veces más que los otros. 
Es la época de la generosidad, de las San Silvestres y los maratones televisivos, esos que se superan una y otra vez para conseguir fondos para las grandes causas, para los pequeños que no tienen nada. Eso sí enorgullece a cualquiera, la solidaridad española, porque si algo tiene bueno este país es que somos los más generosos del mundo. 

Vuelve el repaso al año que se va y la carta de amor al que está a punto de llegar. Epístolas a Papá Noel y a los Reyes Magos (hay que ver qué educados nos ponemos cuando tenemos que pedir). 
Y después, niños sonriendo en los parques con sus juguetes nuevos, ataviados hasta las orejas con ropajes más típicos de Siberia que del Mediterráneo ibérico. Mientras, a lo lejos, sin quitarles el ojo de encima, un padre amenazado de muerte con que "no se te constipe el nene" aguarda a que caiga rendido y pueda volver a casa a ver el fútbol de una vez.

Ya están aquí las luces en las calles, la alegría en la gente, la buena voluntad y el abrazo del que se tuvo que ir y regresa a su hogar. Ese beso materno en el umbral de la puerta o en la terminal de llegadas de cualquier aeropuerto es un poema en potencia, un milagro digno de plasmar en papel. Únicamente por eso ya valen la pena estas fechas. Pero hay más, mucho más. 
El cava y el anuncio de Freixenet, la capa de Ramontxu en la Puerta del Sol que tanto se extraña junto con el programa de Cruz y Raya previo. Las nueces de Macadamia, los gorros de papá Noel y los copos de nieve; las partidas de trivial, los abetos, sus bolas y los belenes repletos de figuritas destrozadas por los años (y por los niños). El aura especial de una época sin igual, los abrazos con la boca llena de uva y los besos de amor, porque si algo sobra en esta época es eso, mucho mucho amor.

Y seguramente lleven razón aquellos que tachan de efímeras y demagogas estas fiestas y sus propósitos. "Eso hay que hacerlo todos los días, y no sólo en Navidad" se hartan de comentar. Sí, de acuerdo, pero prefiero reír, comer, beber y besar durante estas fechas a no hacerlo jamás, así que dejad de tocar las narices y de joder la marrana.

Salgan a la calle y díganle a todo el mundo que van a ser felices, que la Navidad ha conseguido que olvidemos esa afrenta pasada o ese pequeño enfado; que lo sentimos y que nos morimos por tenerlos otra vez a nuestro lado. Digan mucho 'te quiero', siempre que sea verdad, claro; y no olviden que yo, desde la lejanía de unas líneas en el ciberespacio, también los quiero... mucho.

Feliz Navidad a todos.

lunes, 25 de noviembre de 2013

La princesa que nos merecemos

Mi escrito de hoy no versa sobre doña Letizia o Leonor aunque muchos puedan pensarlo así leyendo el título que lo encabeza. La princesa de la que hablo en esta ocasión no cumple los cánones habituales, no tiene corona o cetro y tampoco corre por sus venas sangre azul. Ella ha sido elegida en el cargo por la población de éste, nuestro querido país, y llevada en volandas hasta su trono de oro y mediocridad, de rubíes y piedras preciosas, de marfil y un tufillo a pueblo bananero que echar para atrás. La princesa de mi cuento tiene nombres y apellidos y me ha venido hoy a la memoria a raíz de esta noticia que pueden ustedes leer en los medios más importantes del país. En efecto, Belén Esteban me ha suscitado este relato en el que trataré de poner en evidencia una vez más todo lo que ya he dicho hasta la saciedad pero que, sin embargo, no deja de sorprenderme con cada nuevo amanecer. 

 Colas en Sol para la firma de ejemplares de Belén Esteban

En ocasiones tendemos a culpar de las desgracias al ajeno y no miramos en nuestro ojo la viga de hormigón que lo atraviesa. Eso es algo muy español, muy nuestro. Decía Ortega y Gasset que "no se puede hablar de decadencia española en sentido estricto, porque para decaer hay que caer desde algún sitio" y en días como hoy, no podemos más que darle la razón.
Cuando uno se despierta con una Puerta del Sol abarrotada de efusivos fans esperando la firma de un libro de Belén Esteban, le quedan pocas fuerzas para seguir luchando. Partiendo de la base de que no puedo, por mucho que lo intento, encontrar algo más incoherente que un libro firmado por La Princesa del pueblo, me llena de pesar y resquemor ver a compatriotas míos, gente que luce el escudo de mi nación en su carné de identidad, elevando a los altares al culmen de la indecencia, al bastión de la vulgaridad, la adalid de la decadencia de un país lánguido y ramplón, triste y en coma profundo. 

Cada mañana, los bares y las cafeterías de España vuelven a llenarse de caóticos y quejicas que encuentran en los estamentos más altos el punto de mira donde señalizar la causa de la situación que vivimos. Políticos, banqueros, abogados, periodistas y un largo etcétera de sabandijas pusilánimes que nos han desangradado durante lustros y que ahora, con seis millones de parados y una crisis como nunca antes se vio en la democracia, siguen haciéndolo ante el lamento del español medio, ante la estúpida manía de llorar sin hacer absolutamente nada. Pero ellos, amigos, no tienen la culpa.

No seré yo el que defienda a esa gente, probablemente los habré criticado tanto como ustedes, pero no son los culpables, dejémonos de engañifas. En un país que va tan mal como el nuestro no podemos caer en la simpleza de culpar a los demás sin mirarnos el ombligo. Una nación con catorce ediciones de Gran hermano y con una cola que da la vuelta a la esquina para que Belén Esteban te firme su libro no puede ir bien de ninguna de las maneras. La clase media, usted y yo, nuestros primos y amigos, nuestros padres e hijos, son los culpables finales de vivir en el país de la ignorancia y la ignominia, de Telecinco y Sálvame, del odio al libro y amor a la televisión pueril y burda; la España que está a la cola en educación y que se enorgullece de ello. Nosotros somos los culpables, usted y yo. Y podremos caer en la tentación de refugiarnos en que "no nos educan en el colegio y nos ponen abono en la televisión" con toda la razón del mundo, pero eso es lo que anhelan, reinar sobre una población de incultos y atrasados, porque un país instruido no permite que se le vapulee mientras que un país comandado por la reina de lo burdo no puede más que acatar lo que desde arriba se le ordena.

España vive regida por una señora cuyo mérito principal ha sido dar el braguetazo del siglo y cuyo ejército de mezquindad y bajeza la ha catapultado a la gloria a razón de más de un millón de euros anuales. Esa mujer de modales de trapo y educación de plastilina es nuestra tercera fuerza política y de ahí en adelante cualquier atisbo de sollozo debe desaparecer.
Vuelvo a hacer hincapié en la frase que repito en cada tertulia de café o cerveza, en cada sábado de lamento y discusión, ese "nos merecemos todo lo malo que nos pase" que ya se me atribuye casi sin yo quererlo. Y cuando digo ‘todo’, me refiero a ‘todo’, sin exclusión alguna, sin más que agachar la cabeza y saber que la culpa de que estemos gobernados por una clase política corrupta es nuestra, porque el reflejo de una sociedad se ve en su gente y si tenemos unos políticos de mierda, unos abogados de mierda, unos jueces de mierda, una educación de mierda y unos medios de comunicación de mierda, habrá que ir asimilando que sí, que por desgracia, nosotros también somos una sociedad de mierda.

jueves, 21 de noviembre de 2013

La chica que bailaba sobre una baldosa

La barra de la discoteca volvía a ser su refugio, el aroma del whisky barato, su compañero; y la certeza de una nueva resaca mañanera, su futuro más inmediato. Allí estaba una vez más, sentado sobre un taburete de hierro color carmesí, recostado sobre el respaldo y perdiéndose en el infinito universo de sus pensamientos mientras miraba fijamente el vaso que tenía delante. 

Entonces despertó.

Su mirada se volvió hacia la pista de baile donde una veintena de adolescentes se perdían en pantomimas y cuchicheos, ahogados por el sonido de una música estridente que detestaba como al invierno, las alcachofas o el olor a plástico quemado. 
Se enjuagó los labios en el amargor del whisky con hielo y notó recorría, centímetro a centímetro, todo su aparato digestivo antes de morir en su estómago. Se desabotonó otro botón de la camisa a cuadros y se preguntó, una vez más, qué diantres hacía allí.

Anduvo un par de metros con su inseparable acompañante de cristal mientras sus miradas no se desviaban del centro de aquel recinto cutre que se iluminaba con cada ráfaga de luz artificial que el signo de la música motivaba. Como ellos, otros muchos hombres buscaban allí una bonita mujer que cortejar o, simplemente, una bella vista que admirar, porque todo el mundo sabe que los hombres no salimos para bailar hasta el amanecer, sino para conseguir que una mujer baile con nosotros en la cama hasta que amanezca.

Entonces la vio. Estaba apartada del eje del barullo y del bullicio de las quinceañeras. Se encontraba junto a una amiga separada de todo eso, escondida tras una columna intentando salvaguardar su belleza de tantos indignos poseedores porque sí, todo hay que decirlo, era preciosa. 

Su melena castaña caía sobre los hombros y sus ojos se perdían en el vacío como los de aquel chico lo habían hecho poco antes. Su cuerpo se levantaba sobre unos tacones beis que hacían juego con su atuendo. A diferencia de las muchachas que se agitaban de un lado a otro con movimientos bruscos y toscos, ella casi parecía no moverse. Su danza era mucho menos sentida, mucho menos artificial. Su pista de baile apenas superaba los veinte centímetros cuadrados de una baldosa a la que parecía haber sido pegada y de la que no se movía más que por algún leve contoneo y algún sensual movimiento de rodilla. El chico vio que, aunque ella se ocultaba, era el centro de todas las miradas.
Lejos quedaban ya los movimientos pomposos de sus competidoras aquella noche, lejos incluso la singular belleza de su amiga, que también atraía muchos y muy variados vistazos masculinos. Ella, en esa noche de verano, parecía ser la protagonista absoluta de las fantasías de media docena de hombres. El chico no los culpaba, más bien los entendía.

Su contoneo se mecía como una barcaza en noche de tenue marejadilla, sus caderas subían apenas unos centímetros y se despeñaban después con delicadeza hacia abajo, como la caída de una pluma acunada por una suave brisa. Sus ojos se entornaban y se volvían abrir despacio, aclimatándose al destello artificial de aquel escondite. Sus pies parecían no moverse, pero lo hacían. Apenas se levantaban un milímetro del suelo, como si toda la fuerza de la gravedad la llevase a no poder hacerlo. Pero lo hacía, ¡y cómo lo hacía! Acariciaba el aire y el aire la acariciaba a ella, y nadie más tenía ese honor, probablemente porque nadie habría tenido el valor suficiente como para acercarse.

El chico se pasó mirándola más de una hora. Sin parpadear sin poder hacer otra cosa que imaginar toda una vida a su lado.El miedo a que esa alucinación desapareciera se hacía más y más patente y no se atrevía a cerrar los ojos por si al abrirlos de nuevo, aquel regalo del cielo hubiese desaparecido.
Pensó en acercarse, simplemente, a darle las gracias por esa visión que le había alegrado la noche, pero no lo hizo. Se limitó a seguir observando, a seguir deleitándose con la belleza de una mujer que rondaba la treintena y que estaba eclipsando sin embargo a cualquiera más joven que ella.
La noche llegó a su fin cuando decidió que sus admiradores ya habían tenido bastante y se marchó. La casualidad o la intempestiva hora, quién sabe, hicieron que con ella se vaciase aquel local penumbroso y alicaído que, por un momento, pareció un lugar mejor, más bonito, mucho más agradable. Ella había conseguido eso, la chica que bailaba sobre una baldosa y no necesitó más espacio para conquistarlos a todos. Eso sí era efectividad en el campo de batalla, lo demás, tonterías.