viernes, 22 de noviembre de 2013

Una pedida de película


jueves, 21 de noviembre de 2013

La chica que bailaba sobre una baldosa

La barra de la discoteca volvía a ser su refugio, el aroma del whisky barato, su compañero; y la certeza de una nueva resaca mañanera, su futuro más inmediato. Allí estaba una vez más, sentado sobre un taburete de hierro color carmesí, recostado sobre el respaldo y perdiéndose en el infinito universo de sus pensamientos mientras miraba fijamente el vaso que tenía delante. 

Entonces despertó.

Su mirada se volvió hacia la pista de baile donde una veintena de adolescentes se perdían en pantomimas y cuchicheos, ahogados por el sonido de una música estridente que detestaba como al invierno, las alcachofas o el olor a plástico quemado. 
Se enjuagó los labios en el amargor del whisky con hielo y notó recorría, centímetro a centímetro, todo su aparato digestivo antes de morir en su estómago. Se desabotonó otro botón de la camisa a cuadros y se preguntó, una vez más, qué diantres hacía allí.

Anduvo un par de metros con su inseparable acompañante de cristal mientras sus miradas no se desviaban del centro de aquel recinto cutre que se iluminaba con cada ráfaga de luz artificial que el signo de la música motivaba. Como ellos, otros muchos hombres buscaban allí una bonita mujer que cortejar o, simplemente, una bella vista que admirar, porque todo el mundo sabe que los hombres no salimos para bailar hasta el amanecer, sino para conseguir que una mujer baile con nosotros en la cama hasta que amanezca.

Entonces la vio. Estaba apartada del eje del barullo y del bullicio de las quinceañeras. Se encontraba junto a una amiga separada de todo eso, escondida tras una columna intentando salvaguardar su belleza de tantos indignos poseedores porque sí, todo hay que decirlo, era preciosa. 

Su melena castaña caía sobre los hombros y sus ojos se perdían en el vacío como los de aquel chico lo habían hecho poco antes. Su cuerpo se levantaba sobre unos tacones beis que hacían juego con su atuendo. A diferencia de las muchachas que se agitaban de un lado a otro con movimientos bruscos y toscos, ella casi parecía no moverse. Su danza era mucho menos sentida, mucho menos artificial. Su pista de baile apenas superaba los veinte centímetros cuadrados de una baldosa a la que parecía haber sido pegada y de la que no se movía más que por algún leve contoneo y algún sensual movimiento de rodilla. El chico vio que, aunque ella se ocultaba, era el centro de todas las miradas.
Lejos quedaban ya los movimientos pomposos de sus competidoras aquella noche, lejos incluso la singular belleza de su amiga, que también atraía muchos y muy variados vistazos masculinos. Ella, en esa noche de verano, parecía ser la protagonista absoluta de las fantasías de media docena de hombres. El chico no los culpaba, más bien los entendía.

Su contoneo se mecía como una barcaza en noche de tenue marejadilla, sus caderas subían apenas unos centímetros y se despeñaban después con delicadeza hacia abajo, como la caída de una pluma acunada por una suave brisa. Sus ojos se entornaban y se volvían abrir despacio, aclimatándose al destello artificial de aquel escondite. Sus pies parecían no moverse, pero lo hacían. Apenas se levantaban un milímetro del suelo, como si toda la fuerza de la gravedad la llevase a no poder hacerlo. Pero lo hacía, ¡y cómo lo hacía! Acariciaba el aire y el aire la acariciaba a ella, y nadie más tenía ese honor, probablemente porque nadie habría tenido el valor suficiente como para acercarse.

El chico se pasó mirándola más de una hora. Sin parpadear sin poder hacer otra cosa que imaginar toda una vida a su lado.El miedo a que esa alucinación desapareciera se hacía más y más patente y no se atrevía a cerrar los ojos por si al abrirlos de nuevo, aquel regalo del cielo hubiese desaparecido.
Pensó en acercarse, simplemente, a darle las gracias por esa visión que le había alegrado la noche, pero no lo hizo. Se limitó a seguir observando, a seguir deleitándose con la belleza de una mujer que rondaba la treintena y que estaba eclipsando sin embargo a cualquiera más joven que ella.
La noche llegó a su fin cuando decidió que sus admiradores ya habían tenido bastante y se marchó. La casualidad o la intempestiva hora, quién sabe, hicieron que con ella se vaciase aquel local penumbroso y alicaído que, por un momento, pareció un lugar mejor, más bonito, mucho más agradable. Ella había conseguido eso, la chica que bailaba sobre una baldosa y no necesitó más espacio para conquistarlos a todos. Eso sí era efectividad en el campo de batalla, lo demás, tonterías.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Aquel tiempo

Aquel tiempo de recreos y clases de historia, de partidos de fútbol interminables en el patio del colegio, de noches de parque, de besos secretos; aquel tiempo de paz y sonrisas que parecía que nunca iba a acabar, que creíamos que siempre sería nuestro y que nadie nos lo podía robar.

 

Aquel tiempo de almuerzos, de bocadillos de jamón con tomate calentados en el radiador de clase. Esos días de amores adolescentes y pelotas de cuero, de enfados constantes y cambios de humor, aquellos días de hormonas y celos, de riñas y caricias, de fiestas y juegos de manos, de revistas de fútbol y cine por doquier. Aquellos tiempos que se quedaron atrás, que se fueron un día sin darnos cuenta y parece que nunca volverán.

Aquel tiempo lejano que tiende a borrarse con cada día que pasa. Aquella época que, sin embargo, no termina de irse jamás. Las partidas de cartas y los veranos de piscina y sofá. Las tardes sin fin y las noches fugaces, de trapicheos y experiencias, amores de verano, secretos, caramelos y melodías de piano.
Aquel tiempo de amigos y amigas, de conocidos y fiestas de guardar, de sábados y viernes, de reticencia al domingo, odio al comienzo de semana y a ese maldito lunes de legañas y mochila. La época de las clases de gimnasia y el ligoteo en las aulas, de profesoras de cabello dorado y símbolos matemáticos, de gente nueva y de la misma de ayer, de guiños arrebatadores y labios por morder, aquel tiempo que ha muerto y no volverá a nacer.

Aquellos años que no desaparecen y que nunca regresarán, esos días de motocicletas y césped, de madridismo exacerbado y Copas de Europa. Los años del discman y las baterías que duraban semanas enteras. Los tiempos del olvido y el perdón, del cariño extremo y la amistad eterna, de promesas incumplidas y mentiras que se hicieron realidad. Aquellos años que se marcharon hace tiempo y que parece que no regresarán.

Aquellos años que hoy he recordado con nostalgia y lucidez, la candencia e inocencia de una banda que se prometió el mañana y se olvidó del ayer. Buenos tiempos aquellos en que no había más preocupación que el qué dirán y el qué le diré, que una mirada significaba un mundo y nunca había resaca un domingo. Esa época mágica donde se escondía el pasado, se vivía el presente y se obviaba el futuro, porque no había más mañana que el día siguiente y el día siguiente del siguiente parecía que no iba a llegar. Y si embargo llegó, como lo hace casi todo en esta vida: sin avisar. Ya estamos en el mañana y aún nos queda el día de después, ese que nunca imaginamos que fuera a ser como lo es hoy, con sus cosas bonitas y sus momentos funestos, como la existencia misma de cualquiera de nosotros. Pero qué diablos, el hoy nos lo han robado y planean hacer lo mismo con el mañana, aunque si hay algo que tengo claro es que jamás nos podrán robar el ayer. Ese es sólo nuestro, de los que lo vivimos una vez soñando que el mundo era un lugar hermoso donde pararse a beber y a gritar, donde los mensajes costaban dinero y abreviábamos el amor con ese 'tqm' que era una constante, cursi, pero inamovible. Aquellos tiempos fueron buenos, de eso no cabe duda, demasiado para lo que quizás merecimos. Tiempos pasados y pretéritos más perfectos que simples y grabados a fuego en corazón y mente, los lugares más seguros donde esconder los mejores momentos, porque esos, desde luego, nunca mienten.

domingo, 17 de noviembre de 2013

El arte y ella

De la séptima temporada de Californication rescato este fragmento.



Hank: ¿Qué pasa estrella del rock?
Atticus: No puedo dar el concierto de esta noche, Hank
Hank: ¿Por qué no?
Atticus: Fui a casa esta mañana y le pedí de rodillas a Natalie que me dejase volver. Me dijo que me fuera a tomar por culo. No me quiso entenderme, lo que es comprensible debido a mi comportamiento, pero nunca he ido a una gira sin un beso de buena suerte suyo. Antes me hacía una mamada completa, con pelotas y todo, ¿sabes? Pero en general estaba demasiado drogado para correrme.
Hank: Es una historia conmovedora, amigo... pero el show debe continuar.
Atticus: Es que no he ido en bus en más de diez años, es tan embarazosos.
Hank: ¿Te estás quedando conmigo? ¿el autobús de ahí afuera? si es precioso.
Atticus: ¿En serio?, ¿de verdad te parece guay?
Hank: Claro que sí, parece un avión. Cuidadoso con el medio ambiente... quizás hasta ganes un premio con esa mierda.
Atticus: ¿Cómo lo haces Hank?
Hank: ¿El qué?
Atticus: La mujer que amas está allí afuera y no la puedes tener. ¿Cómo te levantas por las mañanas?
Hank: Bueno, un buen trago ayuda... y luego está el arte. Todo lo que escribo es por ella o para ella, así que siempre estoy con ella, aunque no lo esté.

Bonus Track: Un tema del propio Tim Minchin para cerrar un domingo de series y resaca.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Meritocracia

La edición digital de la RAE (e imagino que tampoco la edición en papel) no recoge el significado de la palabra ‘meritocracia’. No es algo que me extrañe, puesto que aquella institución que antaño presumía de ser ‘fija, dar brillo y esplendor’ se ha asentado en la conformidad del que se ve entronado por sus méritos pasados y ha caído en el ostracismo y en la incompetencia que atestiguan acepciones como ‘almóndiga’, ‘sociata’ o ‘pepero’, recientemente aceptadas.

La Real Academia de la lengua española es sólo un ejemplo más de una corriente que se antepone a aquella palabra acuñada por Michale Young en 1958 y que viene a inculcar una nueva forma de entender la sociedad, la economía, el deporte y la vida misma. La meritocracia es la forma de gobernar cualquier institución que se basa principalmente en que las posiciones más altas de los organigramas estén ocupados por los mejores. Esta concepción se asienta en valores como el esfuerzo y la constancia, la profesionalidad y el trabajo diario. No entiende de pasado sino de presente; y deja el futuro condicionado por el hoy y no por el ayer. Es la ley que impide que el niño rico de papá sea gerente de la empresa a pesar de su patente incapacidad, o que Ana Botella llegue a ser alcaldesa de Madrid con esebochornoso nivel de inglés. La meritocracia no premia las cualidades físicas o intelectuales inertes en el ser humano desde el momento de su nacimiento, sino que se fija en el esfuerzo del que, siendo más limitado en cualquiera de esas facetas, consigue superar al primero con tesón y tenacidad.

En España, la meritocracia llegó a conocerse hace relativamente poco. Fue una prensa culta e instruida, alejada de las tertulias deportivas y los diarios más sensacionalistas, la que la fue introduciendo paulatinamente en una sociedad reacia a aceptarla. ¿Cómo explicarle a un español que el trabajo es lo importante y que el esfuerzo es fundamental para la superación diaria? ¿Cómo hacerle ver a un estudiante cuyo único propósito es conseguir una plaza para ser funcionario que se puede aspirar a más en la vida? ¿Cómo instruir a una población que ha tenido catorce ediciones de Gran Hermano en que son los médicos, arquitectos e ingenieros los verdaderos héroes a los que intentar parecerse?, un difícil trabajo para un complicado país.

La meritocracia, sin embargo, da sus frutos. Tienen ustedes el ejemplo más clarividente en los dos países del planeta que la usan en sus instituciones gubernamentales (en mayor o menor medida), Finlandia y Singapur. El primero es, en proporción, una de las naciones más desarrolladas de toda la Unión Europea. El segundo ha pasado de ser la renta per cápita más baja del planeta a comienzos del siglo pasado a ser, hoy en día, la tercera del mundo más elevada.

Diego López saca una mano prodigiosa en el clásico Real Madrid-Barcelona


Acabo ya mi alegato de una mañana cualquiera donde quise dejar constancia en un blog en el que nunca (o casi nunca) se habla de nada serio, de que otra forma de gobernar un conjunto de personas (pues la sociedad en cualquiera de sus facetas no deja de ser eso) es posible. Los más madridistas de la sala echarán de menos un nombre en concreto en un texto llamado así, ‘Meritocracia’, y ha sido con él con el que he querido cerrar este pasaje recordando que fue él el que nos instruyó en todo este barullo filosófico. Decía José Mourinho: “Quizá aquí (en España) la gente no está preparada para que los jugadores sean iguales. Yo busco la meritocracia, y eso consiste en que el que esté mejor preparado, juega”. Qué grandes fuiste José, y cuánta razón llevabas.