Se sentó frente a la ventana de
su habitación a rezarle a cualquier dios que pudiera escucharle una plegaria
que tenía tintes de amargura, desesperación, tristeza y de un amor que no
acababa de marchitarse jamás. Les pedía a esas estrellas que ocupaban el vasto
y ennegrecido firmamento que la apremiaran a ella a que tampoco se olvidase de
él y que le mandase una señal de que seguía ahí, estuviera donde estuviera,
esperándolo un poquito más.
Cerraba los ojos y todavía podía
sentir el tacto de sus manos surcando su espalda, el olor de su cuello
perforando sus fosas nasales, el escalofrío que le producía el momento en que
sus ojos se cruzaban y la sensación absoluta de paz que le daban sus labios. “Mándame
una señal”, susurró, “recuérdame que no te has ido”.
La suave brisa de la noche
despeinó su cabello y él buscó refugio en la calidez del edredón. Se tapó hasta
el cuello y sus pupilas quedaron mirando ahora el techo blanquecino de su
habitación que contrastaba con el opaco universo que había vislumbrado segundos
atrás. Pasó un par de horas despierto, hundido en la soledad de un cuarto vacío
que bramaba por ella, porque regresara de aquel destierro al que ella misma se
había sometido y que parecía no tener fin. Se había marchado de cruzada a los
brazos de otro tipo, a refugiarse en otras manos que ahora no la querían soltar,
en otra boca, en otro cuerpo y, en definitiva, en otra vida; y él no podía más
que maldecirse por ese día, ya muy lejano, en que la dejó escapar.
Las manecillas del reloj seguían
su curso y junto al sonido de algún coche que surcaba el asfalto de las calles
cada cierto tiempo, era lo único que se podía escuchar. Su mente no se apartaba
de ella y sus plegarías salían por la ventana de la alcoba para morir en el
infinito espacio donde él esperaba que encontrasen respuesta. “Recuérdame que
sigues ahí, no te vayas del todo… por favor”. Las palabras se comenzaron a
mezclar con lágrimas de tristeza y desasosiego que resbalaban por sus mejillas.
La pena se acrecentaba en su pecho y su corazón latía al ritmo de un tambor de
guerra cuando imaginaba que no la volvería a ver más, que el sonido de su risa
y sus ojos achinándose con ella únicamente iban a quedar relegados a un bonito
recuerdo guardado en su imaginación. Notaba cómo le faltaba el aire cuando
pensaba que no volvía a verla más bajo su pecho, resoplando con pasión cuando
pasaban toda la noche haciéndose uno solo. Se sentía profundamente apenado
cuando se vislumbraba con cualquier otra mujer que no fuese ella paseando años
después de la mano y, por último, sintió que se le desgarraba el alma en el
momento en que se hizo a la idea de que la había perdido para siempre. “Por
favor, no te vayas” volvió a decir una vez más.
Y entonces quedó profundamente
dormido de un segundo para otro. Sus sueños le transportaron a ese momento
donde creyó que no podía ser más feliz: a esa habitación iluminada por velas y
con olor a incienso donde un día la tuvo y donde creyó que jamás podría tener a
otra. Se encontró una noche de verano acariciándole su cabello, aclarado por
los rayos de un sol que, de paso, había tostado el resto de su cuerpo haciéndola,
sin duda, la mujer más bonita sobre la faz de la tierra. Ahí estaban los dos,
en un mundo onírico e irreal donde nada más importaba, donde jamás se habían
separado y donde ni el rencor ni el orgullo habían existido jamás. No había
hueco para reproches ni peleas, para mentiras ni engaños, para recordar todo lo
malo que ambos habían hecho y tantas veces se habían recriminado. No había
lugar para otras personas que no fueran ellos dos, para otra música que la de
sus palabras de amor profundo, para otros cuentos que los que ellos habían ido
escribiendo. De nuevo estaban juntos los dos y él no podía pedir nada más. Así
que en ese mismo instante deseó que no se acabase aquel momento mágico y lo
hizo con tanta fuerza que los mismos dioses a los que había rezado horas atrás,
conmovidos por aquel amor irracional e imperecedero, le concedieron el deseo
que tanto ansiaba. Y el chico quedó inmóvil en su cama, pálido y frío como la
misma noche para nunca más despertar. Permaneció vagando en un sueño que se
había hecho realidad junto a la mujer de su vida aunque ella dormía a muchos
kilómetros de distancia sin tener conocimiento de lo que ocurría. Y así ambos
ganaron sin saberlo… y así el universo hizo justicia una vez más.