Le gustaban los zapatos de tacón de
Zara, el té con leche, el vino tinto, las tarde de cine, la ropa
cara y el Real Madrid. Era clavadita a Rachel en Friends y se sonrojaba con cada piropo. Le encantaba bailar, la música de Bruce, Revólver, Sabina y El Canto del loco. También
era de café con leche, de color burdeos, de intentar comer uno sólo y acabar
con todos, sin quererlo, con todo los bombones. De pantalones muy cortos, de viajes, velas y de camisas
repletas de botones. Recuerdo muchas cosas de ella pero, de entre esas imágenes
recuerdo, sobre todo, que su cuerpo desnudo me volvía absolutamente loco y que
con cada beso que me daba, me quitaba, sin ella saberlo, la vida muy poco a
poco.
Tendrías que haberla visto vestida de blanco aquella noche de verano. Su piel tostada contrastando con su ropa, sus ojos verdes enamorando a quien los miraba, sus largas piernas naciendo bajo su falda y yo, ahí pasmado con camisa ibicenca, una corona de flores y un par de chanclas, mirándola embobado, perdido y enamorado hasta las trancas. Tendrías que haberla visto reír con todos los suyos al lado, tan risueña, tan radiante, en definitiva, tan feliz… y entonces, sólo entonces, me habrías visto feliz también a mí.
Si la hubieras observado andar no
volverías a pisar las baldosas de la calle de la misma forma. Se contoneaba con
tanta lascivia que te dolía el corazón, con la clase de una modelo de pasarela,
como la euforia de quien acierta el pleno al quince en la quiniela, con tanta
elegancia que te nublaba la razón. Si le besabas el cuello se le erizaba la
piel y te susurraba al oído palabras que, por sí solas, ya te causaban placer. Sus
manos eran las más bonitas que he visto en mi vida, su espalda desnuda, pura
poesía; su pelo lacio y castaño, la seda oriental más suave y fina.
Tendrías que haberla escuchado decirme ‘te quiero’ y hubieras visto a un mortal
cualquiera, sin alas ni motores, subir hasta el mismísimo cielo.
Reía con cada anécdota y lloraba
cuando veía una película de dibujos. Olía a jazmín y rosas, miraba como una
loba, besaba tremendamente lento y caminaba como Afrodita o cualquiera de las otras diosas. Bebía cerveza de vez en cuando, leía libros en la cama, usaba gafas de
pasta dura y te podía decir, sin temor a equivocarse, el nombre de cualquier
cuadro del que tuvieras dudas. Era el quesito marrón de mi partida de trivial,
el sonido más bonito que podía escuchar en el día, el tacto del cielo, el sabor
a chocolate caliente, la paz y la guerra, una caricia en el pelo o la prueba
fehaciente de que Dios no ha perdido la fe en la tierra. Era el agua o el fuego,
la lluvia y el sol, la necesidad de agradecerle a la vida que, aunque cualquier
hombre quería besarla, el único que la besaba era yo. Tendrías que haberla
visto con la luz que irradiaba el sol en sus mejillas, tendrías que haberla
visto cómo la amaba y cómo, aunque me esforzase por hacerme más duro que la
piedra, ella desmoronaba mis murallas como si estuvieran hechas de arcilla.
Tendrías que haberla visto para saber de lo que te hablo, tendrías que haberla
visto para entender lo que te digo: jamás, en todos los siglos que queden,
vengan o hayan venido, podrá nadie igualar lo que mis ojos vieron entonces y
hoy con mis dedos te escribo.