La vio taconear enfundada en una
falda roja con lunares blancos y tuvo que frotarse los ojos para entender que
sí, que de nuevo la vida la volvía a poner otra vez en su camino. Sus
piernas ya se habían bronceado aunque los primeros rayos de sol de la primavera
apenas acababan de comenzar a romper en los tejados de Madrid. Su pelo se había
aclarado también, como siempre ocurría por esas fechas: “no hay nada más bonito en
todo este maldito universo que una castaña que se vuelve rubia en verano” se
había dicho diez mil veces durante los últimos siete años. Y esa imagen no pudo más
que volver a darle la razón.
El sonido de la muchedumbre
pareció acallarse por el de esos tacones que ascendían escaleras arriba
mientras los ojos de ese hombre henchido de amor no podían apartarse de sus
piernas. Ella lo miró y él le devolvió la mirada tanto tiempo después que, por
un instante, creyó que no podría volver a ver cómo ella se iba de nuevo de su
lado. Porque si algo sabían los dos, es que ese encuentro no iba a durar más
que unos míseros segundos.
Y así fue.
Y así fue.
De nuevo una sonrisa de oreja a
oreja acompasando el achinar de unos ojos que él no quería dejar de mirar jamás.
De nuevo el roce de su mano y el perfume de su cuello entrando por sus fosas
nasales cuando, con dos besos más formales que sentidos, se saludaron mientas
la gente seguía intentando encontrar su localidad. De nuevo esa maldita
sensación de saber que Dios le había presentado a la misma vez a las dos
mujeres más maravillosas sobre la faz de la tierra y, quizá, él había elegido
mal. De nuevo, una vez más, el terrible desamparo de ver cómo ella se marchaba
por una escalera y él hacía lo propio por la siguiente. Y de nuevo, la necesidad
de decirle por millonésima vez que no se fuera nunca más, que no podía seguir
sin ella, que no quería seguir sin ella… que no sentía si no era con ella. Pero
no lo dijo. Y otra vez más, y ya habían perdido la cuenta, cada uno se alejó de allí por su lado, volando a partes
distintas de un mundo que en algún momento del pasado más remoto pareció que se
confabulaba para unirlos. Y quizá lo hizo… vete tú a saber.
Y mientras sus tacones surcaban
otros suelos, pisoteaban otros corazones y bailaban en otras realidades, él
volvió a caer en los brazos de otra rubia mucho más agradecida. Volvió a hundirse en ese licor
con espuma que acompasaba con su amargor el mismo sabor que desprendía, una
vez más, un corazón herido que desde entonces no para de preguntarse "por qué" y
sólo podía responderse con un “fue tu culpa” que se clava como una estaca en el corazón. Parece que esa es la condena
eterna que el chico tendrá que soportar por el resto de los días de su vida y, muy probablemente, la tenga más que merecida.