Era inexplicablemente temprano cuando los primeros rayos de
sol atravesaron las rendijas de una persiana especialmente semilevantada para que el
amanecer le despertara. Quedaban por delante un par de cientos de kilómetros y
había que ser raudos y prestos para evitar posibles embotellamientos en la
carretera.
Se vistió con lo primero que encontró a mano: un bañador celeste,
una camiseta blanca y unas zapatillas deportivas. En la mochila, por otra
parte, guardó la crema solar, sus chanclas azules y una toalla enorme donde se
recostaría durante horas cuando llegase a su destino.
Como siempre, tuvo que esperar entre veinte y veinticinco
minutos a que su acompañante terminase de arreglarse. “Hija, que vamos a la
playa, no a una boda” le repetía desesperado cada cinco minutos. Ella, lejos de
hacerle caso, seguía acicalándose a conciencia ante la desesperación de su
novio, a punto ya de abandonar todo el plan y volver a uno de los lugares más
mágicos, confortables y tremendamente divertidos del mundo: la cama.
Justo en el desfiladero que separa la desesperación del
suicidio, ella, por fin, enfiló la puerta de la casa rumbo al coche. Por
supuesto, una maleta exageradamente grande quedaba en el umbral esperando a que
él, una vez más, cargase con ella hasta el maletero al son de “Y eso que vamos
a pasar el día, no sé que te ibas a llevar si nos fuéramos una semana”.
El motor bramó como un toro a la salida de toriles y el
vehículo comenzó a rodar por una carretera secundaria del centro de la nación
con el firme propósito de pasar un día en uno de los lugares más sobrevalorados
del planeta tierra: la playa. Conocido por todos era la reticencia del
conductor a ese lugar alejado de la mano de Dios pero ahí estaba, una vez más,
cayendo en las malévolas redes femeninas y dirigiéndose a toda prisa hasta la costa levantina.