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jueves, 3 de octubre de 2019

Gastar los 'te quiero'

Había estacionado el coche en el arcén de la carretera para inmortalizar un precioso paisaje otoñal en la sierra de Albacete mientras me preguntaba si alguna vez en mi vida había tenido un buen comienzo de octubre, cosa que me parecía, en ese momento, imposible que hubiese ocurrido. 
El sol brillaba en lo más alto de un maravilloso cielo azul y sus rayos se entremezclaban con el amarillento color de las hojas que, a su vez, lo hacían con el verdor de otras que se negaban a dejar escapar un verano del que casi no quedan resquicios. Intenté plasmar ese instante con una fotografía que, por mucho que la miro ahora, no es ni la décima parte de lo bonito que me pareció todo aquello entonces. Y ese es, a veces, uno de los grandes problemas que tenemos: no darnos cuenta que nunca una pantalla de móvil será mejor que lo que tenemos cuando levantamos la mirada de ella.


Después de que mi mente surcara cielo y tierra, presente, pasado y futuro, y decidiese que ya era de hora de volver a casa, entré, casi sin quererlo, en Twitter para ver qué se contaba esa panda de energúmenos que tanto quiero y que tanto me hace reír. Jamás podré comprender, hablando de todo un poco, hasta qué punto da consuelo esa red social cuando uno se siente solo y el cariño que se le puede llegar a coger a esos desconocidos a los que uno tiene ya más cerca que a muchos de los que se encuentra por las calles de su ciudad.


Noticias, chistes, bromas, memes, enlaces curiosos, hilos y, de repente, Edu. Eduardo Morey, para más inri. Cuarenta y ocho palabras que hielan el corazón.


No conozco a Edu, ni lo sigo, ni me sigue ni jamás había oído hablar de él. Por lo que veo, es un abogado no mucho mayor que yo, residente en Palma. Por lo poco que he investigado, le gusta el deporte, es abonado del Mallorca y bucea en los artículos más trascendentales de la prensa cada mañana. Pero la realidad, la verdadera e importante realidad, es que es padre de Lucía y de Paula y se acaba de quedar viudo. Esa es la puta verdad de toda la historia y es la realidad, la suya, la que me ha devuelto a la mía.

No conozco los detalles ni me importan en absoluto. Con ese tuit me basta, con ese tuit me sobra. “Hay que gastar mucho la palabra ‘te quiero’” es la frase que hoy, con su permiso, haré mía, porque no puedo ponerme en el lugar de un tipo que ha perdido al amor de su vida, a la madre de sus hijos y aún así es capaz de aleccionarnos a todos con un par de palabras, de devolvernos a la senda, de recordarnos que esta existencia nuestra es tan fugaz como un soplo de aire o como este otoño que ha empezado pero que no tardará en terminar. Pero sí puedo (y quiero) aprender de él. Aprender que quejarse por lo que no pasa no es la solución, luchar por lo que ya no es posible no es la manera y llorar porque lo que no vale la pena, una tarea estúpida. Que hay tantas cosas por las que dar las gracias que uno no debería perder el tiempo en preocuparse por otras; que hay tanta gente a la que querer, que no merece la pena gastar un segundo en la que no y que hay tan poco tiempo para abrazar, para besar, para amar y para disfrutar de todo lo que tenemos, que estar corriendo hacia ninguna parte se hace el ejercicio más dañino de cuantos puedan existir. Y todo eso me lo ha recordado un tipo con el corazón roto al que ni conozco ni, probablemente, jamás conoceré.

Así que, desde un cuarto con vistas a la montaña, te mando toda la fuerza del mundo, amigo mío; toda la que puedo albergar. Que tu tristeza encuentre consuelo en esas dos niñas que te necesitan ahora más que nunca y gracias, de corazón, por un tuit que me ha devuelto a la realidad, que me ha recordado lo efímera que es esta vida y la necesidad apremiante de disfrutar cada momento. Ojalá algún día puedas volver a sonreír, te lo deseo de todo corazón y estoy seguro de que el ángel que tienes cuidando de ti y de tus hijas te ayudará a hacerlo pronto. Yo, por mi parte, volveré a la pelea y gastaré los 'te quiero' con quien más lo merezca, y lo haré, no te quepa duda, gracias a ti y a ese tuit tuyo que me ha dejado helado pero que, también, me ha vuelto a hacer sentir calor cuando más lo necesitaba.

jueves, 4 de abril de 2019

Matar de amor


Siempre he creído que el destino último de cualquier poeta es morir de amor, desfallecer para no levantarse más por un sentimiento tan inconmensurable, para bien o para mal, que no le permita a tu corazón seguir latiendo. Morir de amor es la batalla final a la que todo hombre de arte aspira, pero, matar de amor o, como realmente se dice, matar por amor... eso ya es otra historia.


Hoy me despertaba con la historia de Ángel y su esposa, María, y de cómo el primero había resultado detenido por darle a la segunda un veneno que había acabado con su vida. Una historia a todas luces terrible pero que, tras una capa de barniz mediático, escondía algo mucho más profundo.
Resulta que María llevaba treinta años postrada en una silla de ruedas y le había pedido insistentemente a su incansable y fiel esposo que acabase con su vida. En el vídeo que se ve a continuación y que la propia pareja habría grabado para paliar la condena del hombre, se entiende un poco mejor de qué va todo esto.


Es al verlo cuando la cabeza deja de dar vueltas y el corazón comienza a latir. Ahí lo tienes a él, intentado explicarle a la cámara de un móvil que ella, el amor de su vida, le está pidiendo que la mate, que no puede ni quiere seguir, que no tiene más fuerzas para levantarse otro día más. Ponerse en la piel de ella es lo más natural del mundo, imaginarse una vida postrada en una silla casi sin movilidad y deseando no despertar más. Todos, creo, lo hemos hecho en alguna ocasión y en todos queda, finalmente, la decisión o el pensamiento de lo que haríamos si llegásemos a esa situación. Sin embargo, a mí hoy me ha dado por pensar en él.


Imagino o, mejor dicho, intento imaginar la vida Ángel, sus últimas tres décadas de dedicación absoluta a la mujer que una vez le robó el corazón para no devolvérselo jamás. Imagino cómo debe ser acordarse de cuando corrían juntos por los campos, cuando hacían en al amor en el coche, cuando paseaban por el centro o iban juntos al cine y verla ahora sin vitalidad, casi sin poder hablar y sumergida en una tristeza tan profunda como continuada y sí, se me parte el alma entera. Me imagino la impotencia de ese hombre al escuchar a su mujer pidiéndole entre lágrimas que le quite la vida y él negándose a hacerlo una y otra vez porque no quiere perderla, porque prefiere tenerla en una silla de ruedas a dejarla ir para siempre. Lo veo llorando junto a ella, acariciándole el pelo e intentando consolar una pena que no tiene consuelo posible. Así noche tras noche, durante muchos meses, durante muchos muchos años.
Lo veo llevándola a la cama y limpiándole el cuerpo, ese cuerpo que un día hizo suyo y ahora no pertenece a nadie, ni siquiera a su mujer. Vislumbro como buenamente puedo miles de noches de pena y congoja, de peleas y discusiones, de maldecir a Dios por la vida que les ha dado y no puedo dejar de sentir cómo un pinchazo de rabia, dolor y lástima me perfora el corazón. Vuelven a mí interrogantes demasiado profundos para poder responderlos como siempre que un tema tan trascendental como este surge, pero me apasiona la idea de que todavía, en un mundo donde las parejas se rompen por cualquier estupidez, hay gente que está dispuesta a dar la vida por aquello que más ama. No creo que jamás conozca en persona a Ángel o que ni tan siquiera pueda hacerle llegar estas palabras, pero más allá de que su acción sea correcta o no, lo que no tengo duda alguna es de que ese hombre amaba a su mujer.

Y de esta noticia que hoy media España leía se abre el debate sobre eutanasias, abortos, muertes dignas o suicidios. Hoy los bares, las calles, los comercios y las oficinas de todo el país juzgan a Ángel y a María para bien o para mal, recriminándoles cobardía o alabando su valor, pero a mí no se me ocurre hacer una cosa ni la otra, no creo que pueda ni deba. Muchas veces juzgamos las cosas sin saber absolutamente nada de lo que pasa, sin tener ni puta idea de qué sucede, siente, quiere o busca el otro y nos subimos en la poltrona moral del que se ve conocedor de la verdad absoluta para sentirnos los reyes del mambo… sin ser más que una panda de imbéciles que no saben nada de nada. Por eso hoy lo único que quería al escribir estas líneas es pedirle a los cielos que acojan a esa mujer que ya no sufre más y que le dé todas las fuerzas del mundo a ese hombre que, desde ayer, con todo el amor que es capaz de albergar un corazón humano, hizo feliz a la mujer que quería arrebatándole la vida y consiguió, sin quererlo, arrebatarse la suya también. Y sólo por eso, por preferir destrozar su existencia para darle la felicidad que buscaba a su ser más querido, ya merece todo mi respeto. Y lo tienes, querido Ángel... lo tienes para siempre.

viernes, 2 de marzo de 2018

Crecer

Hoy me acordaba de una de las primeras mentiras que le decía a mi madre en aquella infancia maravillosa que quedó tan atrás que casi se me ha borrado por completo de la mente. Me obligaba la tipa a lavarme los dientes cada noche, cosa que a mí me tocaba mucho las narices. La mentira en cuestión venía cuando ella asomaba la cabeza por la puerta de mi habitación y me preguntaba si me los había lavado a lo que yo, un día y sin saber muy bien porqué, contesté que sí cuando en realidad no lo había hecho. Recuerdo que, para consolidar el engaño y que no me pillase, me echaba pasta dental con los dedos y la esparcía por mis dientes para que, si se le ocurría olerme el aliento, pensase que efectivamente me los había cepillado. Hoy, como os cuento, recordaba esa época en la que era tan sumamente imbécil que gastaba más tiempo en encubrir una mentira que hacer las cosas bien, todo por orgullo, todo por cabezonería, todo por, efectivamente, esa imbecilidad infantiloide que todos conocemos. Y hoy, recordando aquello, me he dado cuenta de que cuando tus padres te decían que eras un auténtico tonto del culo, no se equivocaban lo más mínimo.
 
Cuando creces empiezas a pensar y, sobre todo, empiezas a comprender. Comprendes la preocupación de tus progenitores, el toque de queda, el “lávate los dientes” y todo lo demás. Empiezas a entender lo que es quitarte tú para dar al que tienes al lado porque has comprendido que si todavía sigue a tu lado es que realmente merece la pena. Te das cuenta de que todo aquello que decían era verdad y que, aunque vas teniendo una idea de lo que va siendo la vida, todavía no tienes puta idea de lo que realmente es. Empiezas a valorar más un domingo comiendo guarrerías en la cama que un sábado por la noche bebiendo alcohol en una discoteca. Te jode perder tiempo viendo una mala película y ya ni prestas atención a los comentarios de gente que hace tanto tiempo que dejó de merecer la pena que, por supuesto, no merece la pena hacerle el caso que no merece.

Crecer es cambiar la noche por el día, el garrafón por un buen vino tinto e imaginarte con una chica por el resto de los amaneceres que te queden por aquí. Crecer es intentar por todos los medios que el Madrid no te joda un fin de semana si pierde aunque, muchas veces, no puedas conseguirlo. Crecer es abrirte el corazón de par en par aún a riesgo de que vengan a apuñalártelo sin piedad. Es aprovechar más el tiempo, degustar más las cosas buenas, inspirar más hondo y más frecuentemente de lo que lo hacías antes porque ya empiezas a darte cuenta de lo afortunado que eres por el simple hecho de estar aquí, en esta maravillosa vida, respirando aire puro. Crecer es dejar de creer que eres fundamental para la existencia del universo y comenzar a asimilar que no eres más que un peón descabezado en la caja de un tablero de ajedrez que no te necesita para jugar la partida. Disfrutar de las vivencias y recordarlas en cada reunión, añorar a los que ya se fueron y empezar a ir a más entierros que bodas. Verte cambiando pañales o suplicarle a los cielos que aparezca de la nada la mujer que esté dispuesta a morir por ti, a matar por ti, a quitarse todo para que a ti no te falte de nada y a entregarte su corazón, su vida y su alma por el mero hecho de que esté tan enamorada que no le importe lo que tú hagas con ellos. 


Crecer es el trabajo que todos hemos venido a hacer en esta vida, nuestra tarea final, nuestro sino o razón de ser. Crecer física, mental y, sobre todo, espiritualmente. Dejar de ser los imbéciles que engañaban a su madre con la pasta de dientes para aportar a esta obra de teatro llamada vida el mejor papel que podamos hacer, aunque no nos dejen más que levantar el telón y permanecer calladitos entre bambalinas. Crecer, queridos míos, es lo más increíble que nos puede ocurrir y de eso no te das cuenta hasta que ya has crecido lo suficiente como para entender que, por muchas cagadas que vayas cometiendo día a día, por muchas que hayan venido y otras que estén por llegar, nada merece más la pena que cagarla una y otra vez, porque es señal inequívoca de que todavía te queda mucho por hacer aquí... aunque sea seguir cagándola hasta el día del juicio final.

lunes, 18 de diciembre de 2017

La culpa es tuya

La estupidez humana ha sido un elemento de estudio desde que el hombre es hombre. Aunque no ha tenido la consideración de ciencia, todos y cada uno de los grandes pensadores de la historia se han parado a reflexionar sobre ella porque, esto es algo que no podemos obviar, todos y cada uno de ellos ha tenido que convivir, a su manera, con sus más acérrimos seguidores.

Durante siglos, desde la antigua Grecia hasta nuestros tiempos, la imbecilidad ha sido una rama fundamental de debate para filósofos, científicos o escritores. Desde Einstein con su celebérrima “sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana… y de la primera no estoy muy seguro” hasta Albert Camus pasando por Goethe, Voltaire o Quevedo. En nuestros días, tengo a Pérez Reverte como el estudioso (o el soportador, más bien) más docto de la bobería, que es, aunque a veces parezca lo contrario, universal e inmutable. Y es que a veces, en un ataque de patriotismo, tiendo a creer que la mayor tasa de tontos por metro cuadrado está bajo las fronteras de este país, pero por suerte para mí, internet me demuestra a diario que la simpleza supina está bien repartida por el mundo y que, si me apuran, a nosotros, los españoles, nos ha tocado ‘solamente’ una ínfima cantidad de la misma.

Esta reflexión que encabeza el texto viene dada por la gran cantidad de ejemplos que, a diario, me vengo encontrando sobre esa misma estupidez de la que os hablo, la mala baba, la envidia o un conjunto peligrosa de todas ellas. Nunca antes el ser humano había progresado tanto, jamás la especie tuvo tanto poder, tanta información al alcance de la mano y tanto conocimiento desparramado como en la época que nos ha tocado vivir y, estoy seguro que a pesar de ello, el planeta tierra no ha visto más cantidad de anormales por metro cuadrado que los que hoy lo pueblan. La analfabetización de antaño ha ido degenerando en algo mucho peor, en una especie de subnormalidad profunda, enquistada y parece ser que incurable, que se da sobre todo en jóvenes nacidos en los años 90 y 2000 y en la progresía bienquedista que los ha traído al mundo. Ellos son el verdadero mal de una sociedad occidental que lo mismo consigue mandar una sonda espacial a Marte que generar un debate sobre si una persona se puede disfrazar de indio para carnaval sin ofender a ningún colectivo. 


En la gala de Los Goya de 2017, Dani Rovira, que había sido de nuevo designado presentador, apareció con tacones para homenajear a todas las mujeres de la industria cinematográfica nacional. La idea, para mí hortera y superficial, fue absolutamente criticada por el feminismo rancio de este país como también lo fue, meses después, un tuit que escribió acerca de la lencería de Intimissimi. Más tarde, no tardaron en caer en las garras de ese movimiento que una vez fue loable pero que hoy en día está regido por auténticas déspotas, otras mujeres como Concha Velasco, Paula Echevarría o Blanca Suárez. Asistíamos ante la primera gran contradicción de este mundo gobernado por la opinión pública: el feminismo atacando a las propias mujeres por tener una concepción distinta del propio feminismo. Y así nos encontrábamos con la paradoja de que el movimiento que intenta proteger al sexo femenino acorrala a mujeres trabajadoras, que han llegado donde están por méritos propios y sin darle cuentas a nadie, y las dejaba en manos de la majadería pijoprogre de un mundo donde uno ya no puede opinar sin ofender a nadie o sin que nadie se sienta ofendido por la opinión de uno.

Otro de los episodios que más me han llamado la atención, fue el que protagonizó el marido de la actriz israelí Gal Gadot, que ha interpretado a Wonder Woman en la última película de la Warner, y que daba a conocer al mundo un conocido activista LGBT. El hombre subía a las redes esta fotografía donde el esposo salía con una camiseta muy divertida al lado de su mujer.

Pocas horas más tarde, cientos de mujeres clamaban contra ella por utilizar un lenguaje sexista y que minusvaloraba al resto del sexo femenino. El tuitero, con más de cien mil seguidores, tuvo que borrar la imagen y pedir perdón.

He tenido que ver decenas de ejemplos similares a lo largo de este 2017 que termina, el último, ayer mismo. Antoine Griezmann compartía en su cuenta de Instagram esta fotografía disfrazado de GlobelTrotter. ¿Un jugador de baloncesto negro? Qué ofensa más grande, debieron pensar el atajo de borregos que, como lobos cubiertos por el manto del anonimato, se lanzaron sobre él para tacharlo de racista. Pocas horas después, el jugador del Atlético de Madrid borraba la fotografía y también pedía perdón.


Lo que realmente me fastidia de todas estas historias que os cuento, no es que haya en este mundo un par de decenas de millones de subnormales repartidos a lo largo y ancho de la geografía. No me enervo por pensar que puede haber tanto retrasado mental de bolsillo lleno y cabeza vacía, de esos que únicamente se tienen por preocupar por tuitear desde casa o jugar a la Play Station, de la hoz y el martillo en la habitación y el Iphone X en el bolsillo o de los que dan lecciones de feminismo a mujeres que llevan cincuenta años dejándose los cuernos encima de un escenario. No me molesta eso en absoluto. Lo que realmente me toca la moral, lo que hace que me cabree hasta extremos insospechados es que Rovira, Suárez, Etura, Velasco o Griezmann caigan en el juego de esa caterva de cerriles que los acosan, que los insultan y los desprestigian. Me destroza pensar que la recua sea más fuerte que el individuo y consiga que todos ellos borren sus fotografías o reculen en sus declaraciones para contentarla, eso es lo que me enfada de verdad. Porque un mentecato de dieciséis años (raramente encontrarás anormales de ese tipo con setenta) tiene todo el derecho a decir tonterías desde la habitación de la casa de sus padres, pero no podemos consentir que esas necedades que suelta se conviertan en el único credo posible. No debemos y no podemos. Que el feminismo del “machete al machote” le gane la batalla al que lucha por equiparar salarios es una aberración que no podemos tolerar, que no podemos aguantar. Que la lucha por los derechos de los negros que lideraron los Malcom X o los Luther King de turno degenere en que Griezmann no pueda disfrazarse de jugador de baloncesto me parece un insulto abrumador a gente que se dejó la vida por lo que realmente importaba. Y ahí todos tenemos culpa, todos y cada uno de los que callamos ante esa gentuza para no quedar mal, para caerle bien a todo el mundo y no crear crispación. Así que dejémonos de buenismo y plantémosle cara de una vez y para siempre a esa corriente estúpida que quiere llevar la razón absoluta y que oprime a los que no piensan como ellos, que no siente como ellos y que no actúa como ellos. Porque si al final la anormalidad se impone no habrá sido culpa de los millones de anormales que pueblan las calles, habrá sido del noventa y nueve por cien de gente normal que, aún sabiendo que tenían razón, no hicieron nada para remediarlo.