La fecha había llegado: doce del doce del doce… era el
momento. Salió de su casa y miró el reloj: las doce y doce minutos, tal y como
había acordado con su docente que sería. Comenzó a recorrer las doce calles
que separaban su hogar, una antigua iglesia docética, del barrio donde algunos
comerciantes ya preparaban las uvas que se venderían a docenas pocos días
después… concretamente… doce.
Doce pasos más allá, una doncella doceañista relataba en voz alta El
doce, aquel poema de un tal Aleksander Blok, a doce alumnos del instituto bilingüe Docce. La Europa de los doce había pasado a la historia al igual que
el mito artúrico, aquel que reunía a sus doce caballeros a la mesa con el rey. Y
sin embargo, ya únicamente el Rey de Reyes, el que fuera traicionado por uno
de los doce, podría impedir que su plan se viniera abajo justo al dar las doce…pero
para eso quedaban todavía doce largas horas por delante.
Pasó
el tiempo y la docena de segundos que restaban para el
fin del mundo le pareció apenas una duodécima parte de lo que había
imaginado.
El reloj seguía incansable, como los aficionados de La Doce en día de
partido, avanzaba presto hacia la medianoche y, las posteriores doce
campanadas que marcarían el
principio del apocalipsis, estaban a punto de resonar sobre los doce
millones de
personas de la ciudad, la doceava en número de población. Y entonces,
cuando todo parecía perdido, el último resonar trajo consigo la calma,
una calma que ella no entendió hasta que recordó que los Mayas habían
dicho el
21 no el 12, no le había dado la vuelta al calendario y lo había leído
al revés. Un error que le tiraba al traste todas las cuentas que había
hecho durante todo aquel tiempo y la ponía, por qué no decirlo, de un
humor de doce pares de cojones.