sábado, 18 de mayo de 2019

Ocho copas

Ocho copas de vino perfectamente alineadas en dos filas de a cuatro. Una pared de ladrillo y una ventana al fondo. Una carta y una tapa, una chupa de cuero y la certeza de que no existe un cuadro más bonito en todo el puto planeta tierra porque ella, en medio, lo hace absolutamente perfecto.
Viste de negro y mira a la cámara como una modelo a la que no le gustan las fotos, como una niña guapa a la que no le gusta que se lo digan, como una mujer que sabe perfectamente que tiene el mundo a sus pies. Y bien sabe Dios que lo tiene.


Recuerdo que bebía vino hace ya años, cuando no estaba de moda. Tomaba café solo sin azúcar ni edulcorante. Caminaba como quien intenta no destacar pero jamás lo conseguía. Sonreía achinando los ojos y muchas veces, por cualquier gilipollez, lloraba de la risa. Se le está empezando a aclarar el pelo porque el sol empieza ya a calentar en el cielo. Era una de las cosas que más me gustaba de ella, esas puntas doradas contrastando con su piel tostada, eso no se me va a ir de la mente ni aunque mañana mismo me borren la memoria por completo.

La miras y te sientes seguro, en casa, a cobijo y en paz. Te habla y el mundo pasa de ser una guarida de locos a convertirse en el paraíso del que hablan las escrituras. Te besa lento y notas cómo, poco a poco, las agujas del reloj se detienen, como si el universo te diese la oportunidad de disfrutar un poquito más del momento. Si sus manos se pierden en tu pelo te puedes dar por jodido, porque ya has caído en su embrujo y te aseguro que no vas a poder escapar jamás... ni aunque pasen trescientos millones de años.

La fotografía se queda ahí, guardada para los ojos de poco más de ciento cuarenta afortunados que podrán presenciarla siempre que gusten. Yo soy uno de ellos y ya la tengo desgastada de tanto mirar. Me encanta esa foto, me encanta lo que ven mis ojos cuando la miran y adoro cómo ella la hace mejor, como solía hacer todo lo que hacía. Me gusta el cuadro en sí, me fascina el contexto y el orden de cada cosa, desde esas ocho copas de vino hasta cómo te mira con esa media sonrisa. Me quedo prendado cada vez que la veo, perplejo al pensar que una vez pasó por mi vida y melancólico cuando caigo en la cuenta de que ya no está. Me place ver que sonríe más que nunca, me complace pensar que es feliz y me deleito con cada una de las veces que así lo compruebo. Lo único que no me gusta de esa fotografía, lo que más odio de ella, de hecho, y además lo hago con todo el dolor de mi corazón, es saber que esa obra de arte perfecta captada con un teléfono móvil no la he hecho yo.