miércoles, 9 de octubre de 2019

Recordar

No sé muy bien si ha pasado un año o diez de aquella tarde en la que esperaba a mis amigos en la cola de un puesto de café de la feria y quiso Dios que te viera... O al menos creer que te había visto.

Tantos años sin saber de ti y, de repente, ahí estabas: a lo lejos, mirándome extrañada como lo hacía yo también. No duró nada más que un segundo, el suficiente para que nuestras miradas se cruzasen y mi corazón se detuviese. Todavía hoy no estoy seguro de que fueras tú y, sin embargo, nunca he deseado más que lo fueras.

Te diste la vuelta y desapareciste como llevas haciendo desde hace demasiado: sin dejar huella ni rastro que me permita llegar a ti. Me dejaste solo, con cuatro vasos de café caliente y la mirada perdida en un horizonte que nunca ha vuelto a ser lo mismo, que ya no me calma igual, que ya no tiene forma, ni color ni sentido. Ya nada me sabe igual desde hace tanto que me pregunto cada puto día de mi vida si algo alguna vez llegó a tener sabor.


Y fue entonces, cuando te perdiste entre la multitud, cuando comencé a recordar:

Aquella cama de noventa y el momento en que te giraste para besarme por primera vez. El cielo estrellado y el sabor de tu boca; tus ojos verdes y cómo nunca ha salido de mis labios un ‘te quiero’ más real. Ese turbante en tu pelo y la forma en que me llamabas por mi nombre; el momento en que comprendí que nunca querría ni tan siquiera parecido y cómo todo acabó aquella fría noche de diciembre. Tus piernas desnudas, tus manos heladas, las cinco horas que tardabas en arreglarte aunque siempre me dijeras que eras la que menos tardaba de todas tus amigas. Cómo se achinaban tus ojos con el alcohol y cómo me besabas cuando te dabas cuenta de que nunca, jamás, volverías a amar igual. Porque nunca volveremos a querer como lo hicimos en aquellos días, por mucho que nos empeñemos en pensar que sí. Eso lo puedes ir asimilando porque no te he dicho jamás nada más cierto.

La camiseta del Madrid y aquella remontada en Lisboa. Los paseos de la mano y el clic de tu sujetador cada vez que mis dedos lo desabrochaban. Los besos en el cuello, en el pecho, en el ombligo y en el centro del alma. Las caricias en el cine, los enfados y los puñetazos al armario también; los celos, las discusiones y el saber que si te hubiera conocido hoy, mañana mismo estaríamos casados.
Las fotos que tengo guardadas en el cajón de la mesita, los domingos por la mañana y la música saliendo del baño cuando te duchabas. Tu olor, que es el último que recuerdo, no hay nada después de eso. Es como si mi cabeza no quisiera empezar de cero, como si mi puto corazón hubiese sentido algo tan fuerte que estuviera seguro de que nada, absolutamente nada, lo hará sentir igual de nuevo. Y es probable que lleve razón.

Porque sí, es más que posible que nada vuelva a ser igual. De hecho, ya no lo es… hace demasiado que no.
Ya no es mi boca la que te besa ni mis manos las que te levantan para que encajes perfectamente a mí en la cama. Ya no es mi voz la que susurra esas dos letras para que vengas, ni son mis ojos los que lloran cuando nos decimos cosas que ni pensamos ni sentimos. No son mis pies los que abrazan a los tuyos para que entres en calor ni es mi pecho el que se abre para que te acurruques en él, pero sigue siendo, vida mía, mi corazón el que piensa en ti cada día de los que paso en este mundo y es hoy, cuando creo que no hay más fondo que tocar, cuando quería que volvieras a recordar que ni te olvido, ni tengo intención de hacerlo jamás.

jueves, 3 de octubre de 2019

Gastar los 'te quiero'

Había estacionado el coche en el arcén de la carretera para inmortalizar un precioso paisaje otoñal en la sierra de Albacete mientras me preguntaba si alguna vez en mi vida había tenido un buen comienzo de octubre, cosa que me parecía, en ese momento, imposible que hubiese ocurrido. 
El sol brillaba en lo más alto de un maravilloso cielo azul y sus rayos se entremezclaban con el amarillento color de las hojas que, a su vez, lo hacían con el verdor de otras que se negaban a dejar escapar un verano del que casi no quedan resquicios. Intenté plasmar ese instante con una fotografía que, por mucho que la miro ahora, no es ni la décima parte de lo bonito que me pareció todo aquello entonces. Y ese es, a veces, uno de los grandes problemas que tenemos: no darnos cuenta que nunca una pantalla de móvil será mejor que lo que tenemos cuando levantamos la mirada de ella.


Después de que mi mente surcara cielo y tierra, presente, pasado y futuro, y decidiese que ya era de hora de volver a casa, entré, casi sin quererlo, en Twitter para ver qué se contaba esa panda de energúmenos que tanto quiero y que tanto me hace reír. Jamás podré comprender, hablando de todo un poco, hasta qué punto da consuelo esa red social cuando uno se siente solo y el cariño que se le puede llegar a coger a esos desconocidos a los que uno tiene ya más cerca que a muchos de los que se encuentra por las calles de su ciudad.


Noticias, chistes, bromas, memes, enlaces curiosos, hilos y, de repente, Edu. Eduardo Morey, para más inri. Cuarenta y ocho palabras que hielan el corazón.


No conozco a Edu, ni lo sigo, ni me sigue ni jamás había oído hablar de él. Por lo que veo, es un abogado no mucho mayor que yo, residente en Palma. Por lo poco que he investigado, le gusta el deporte, es abonado del Mallorca y bucea en los artículos más trascendentales de la prensa cada mañana. Pero la realidad, la verdadera e importante realidad, es que es padre de Lucía y de Paula y se acaba de quedar viudo. Esa es la puta verdad de toda la historia y es la realidad, la suya, la que me ha devuelto a la mía.

No conozco los detalles ni me importan en absoluto. Con ese tuit me basta, con ese tuit me sobra. “Hay que gastar mucho la palabra ‘te quiero’” es la frase que hoy, con su permiso, haré mía, porque no puedo ponerme en el lugar de un tipo que ha perdido al amor de su vida, a la madre de sus hijos y aún así es capaz de aleccionarnos a todos con un par de palabras, de devolvernos a la senda, de recordarnos que esta existencia nuestra es tan fugaz como un soplo de aire o como este otoño que ha empezado pero que no tardará en terminar. Pero sí puedo (y quiero) aprender de él. Aprender que quejarse por lo que no pasa no es la solución, luchar por lo que ya no es posible no es la manera y llorar porque lo que no vale la pena, una tarea estúpida. Que hay tantas cosas por las que dar las gracias que uno no debería perder el tiempo en preocuparse por otras; que hay tanta gente a la que querer, que no merece la pena gastar un segundo en la que no y que hay tan poco tiempo para abrazar, para besar, para amar y para disfrutar de todo lo que tenemos, que estar corriendo hacia ninguna parte se hace el ejercicio más dañino de cuantos puedan existir. Y todo eso me lo ha recordado un tipo con el corazón roto al que ni conozco ni, probablemente, jamás conoceré.

Así que, desde un cuarto con vistas a la montaña, te mando toda la fuerza del mundo, amigo mío; toda la que puedo albergar. Que tu tristeza encuentre consuelo en esas dos niñas que te necesitan ahora más que nunca y gracias, de corazón, por un tuit que me ha devuelto a la realidad, que me ha recordado lo efímera que es esta vida y la necesidad apremiante de disfrutar cada momento. Ojalá algún día puedas volver a sonreír, te lo deseo de todo corazón y estoy seguro de que el ángel que tienes cuidando de ti y de tus hijas te ayudará a hacerlo pronto. Yo, por mi parte, volveré a la pelea y gastaré los 'te quiero' con quien más lo merezca, y lo haré, no te quepa duda, gracias a ti y a ese tuit tuyo que me ha dejado helado pero que, también, me ha vuelto a hacer sentir calor cuando más lo necesitaba.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Tampoco quiero

No quiero que otros ojos se reflejen en los míos al amanecer, que otros labios me besen, que otra voz pronuncie mi nombre o que otras yemas me acaricien la piel. No quiero que otra mano me ayude a levantarme cuando me vuelva a caer, no quiero ni otra boca junto a la mía ni otro cuello que morder, no quiero que sean otros besos los que me hagan estremecer de placer y, sobre todo y ante todo, no quiero que ninguna otra persona en este universo sea la que me vea envejecer.


Tampoco quiero que mi cama se pueble con otras mujeres ni, como te dije hace algún tiempo, tu fragancia desaparezca de mi almohada. No quiero ni otra primera cita, ni el número en un bar de aquella chica ni masajear otros pies cuando llegues cansada. No quiero más bajas en guerras cuando tenía la tuya ganada, no quiero soldados heridos, ni disparos ni balas gastadas; no quiero más que ser tu maldito esclavo en la que una vez fue nuestra cruzada. No quiero más principios en esta historia que ya ha tenido muchos finales, no quiero más primeros besos noches que parecen que nunca van a terminar, lo único que le pido a esta vida que comenzó hace tiempo pero no parece que vaya a pasar es tenerte para siempre, desde esta misma noche, hasta el momento en que deje de respirar.

Porque prefiero pelearme contigo a hacer el amor con cualquier otra, prefiero una tarde sin hacer nada a tu lado que dar la vuelta al mundo si tú no te vienes, me conformo con una cena en casa, con una manta tapándonos o un cine los viernes. No pido más que la quietud de una vida sencilla a la de una vida repleta de todo pero en donde tú no me beses. Que pasen los días y pasen los meses, que venga lo bueno y también lo malo, que pare la tierra o el sol comience a moverse, que se vaya todo al carajo pero necesito que regreses.

No quiero un cuento de hadas si no eres tú mi princesa, no quiero que suene la canción perfecta si no la escucho contigo, no quiero guirnaldas, luces, velas ni tartas de fresa. No quiero más días de lluvia si está mi sofá tan vacío, no quiero que salga el sol mañana si, por mucho que caliente, no siento nada más que frío. No quiero otra vida que no sea la que era contigo, no quiero darle el corazón a nadie porque ya es imposible, porque no tiene sentido, porque no le puedo regalar a otra lo que ya no tengo porque lo he perdido. Y es que, querida mía, la unica que puede regalarlo eres tú... porque tienes el mío.

martes, 6 de agosto de 2019

Te llevaste

Te llevaste lo mejor de mí aquella fría noche de invierno y tantos años después, aún espero que me lo devuelvas, que te sientas un poco culpable por habérmelo arrebatado todo y, un día de estos, aparezcas en mi puerta para compensarme.

Mis ganas de reír se fueron con el último coletazo de esa sonrisa tuya que tanto me gustaba y que pareció perderse en los meses finales de aquel tiempo maravilloso que vivimos juntos. El tacto de mi piel desapareció cuando tus manos dejaron de entrelazarse con las mías, cuando tu espalda desnuda comenzó a ser surcada por otras bocas y tus piernas no se amarraban con fuerza a mi cadera cuando no había nadie más en el planeta que tú, yo y una cama para guarecernos. El mundo dejó de tener tonalidades el día en que te marchaste por esa puerta, el día en que dejamos de hablar, el día en que todo lo que parecía eterno comenzó a volverse tan efímero que, desde entonces, parece que nada ha vuelto a pasar con realidad manifiesta.

 
Te llevaste los colores de una paleta que ahora es blanca y negra. El sonido de tu voz, que era la banda sonora de toda mi existencia, se fue contigo convirtiendo la película en muda, como si fuera de esas de principios de siglo que ya nadie quiere ver. Te llevaste tu ropa y mi armario sigue mustio, trise y decaído desde entonces. Te fuiste con todo lo material, con todo lo banal, lo que menos importancia tiene pero que, curiosamente, es lo que más me recuerda lo importante que fuiste. Porque sigo viendo aquellos zapatos de tacón, tus colgantes, tu secador de pelo y los mil potingues que adornaban el mismo cuarto de baño que ahora te llora como un crío pequeño y me pregunta cada mañana dónde estás, cuándo vuelves o cuándo volveremos a llenar la bañera de agua, espuma y vino otra vez. 
Te llevaste tantas cosas que todavía me pregunto si me dejaste algo que tener. Te llevaste todo lo que no valía para nada, lo que lo valía todo y lo que ya no volverá a valer.

Te llevaste los momentos y me dejaste los recuerdos, te llevaste las palabras y me dejaste los silencios, te llevaste los besos y me dejaste el sabor de tu boca impregnado para siempre en mis labios. Te llevaste todo lo bueno que tenía, que era mucho; y me dejaste con la imagen de una vida que ya no volverá a ser igual, que ya nada tiene que ver con lo que fue, que nunca será como era y como siempre quise que fuera y pensé que sería como tuvo que ser. Te lo llevaste todo y me dejaste aquí, recordándote cada puñetero día, cada hora, cada minuto. Te fuiste y te llevaste tus cosas, tu cuerpo, tu mente, tu espíritu, tu alma y tu ser y, sin darte cuenta y aunque quizá no lo sepas, metiste en tu maleta todo lo mejor que tenía yo también.

jueves, 27 de junio de 2019

Veintisiete de junio

El calor irrumpe en cada rincón de la vieja Europa y los rayos de sol pegan con toda su fuerza en los tejados de las casas y sobre los campos de trigo. El cielo es más azul y los termómetros están al borde del colapso. Mientras todo eso ocurre, las gotas de sudor empapan las sábanas de una cama triste, mustia y abandonada por un amor que, en alguna ocasión no tan lejana, se hacía patente en ella con la fuerza de un tifón.
No había estaciones en ese tiempo pretérito porque no había ni horas, ni días, meses o minutos, sólo estábamos ella y yo, como parecía que siempre había sido y siempre, por los siglos de los siglos, iba a seguir siendo. Lástima que la vida no te deje siempre elegir cómo acaban las historias, lástima que todos los veintisiete de junio lo tenga que recordar.

Ahora todo ha cambiado aunque, contradictoriamente, todo siga igual. El mismo armario de pino y la misma mesa adornan esa habitación que tantas caricias vio, que tantos besos escuchó y de la que tantas y tantas noches de pasión fue testigo. La pared sigue blanca, a la ventana le cuesta cerrarse como antaño y la maldita cisterna del baño sigue dejando escapar el agua. “A ver si la arreglo de una puta vez”, repito una noche tras otra… pero al final jamás lo hago porque quizá, y sólo quizá, ese ruido que tanto aborrece sea ya lo único que me queda de ella.


Todo sigue igual que cuando aquella mujer de ojos verdes y piel oscura moraba por aquí, sin embargo, ya nada es lo mismo. Su ropa no puebla el armario ni su fragancia se huele en los pasillos. Aquellos zapatos talla treinta y ocho de Zara hace tiempo que desaparecieron como lo hizo ella en una fría noche de diciembre: para no volver nunca más. Ya no queda rastro de sus vestidos ni del maquillaje o el secador del pelo, ni del cepillo de dientes rosa o las manchas de carmín en mis labios. Ya no hay baños de espuma en el cuarto de aseo, ni copas de vino ni sonrisas cómplices. Ya nadie me dice que me levante a cerrar la ventana porque la despierta el frío de la mañana, ni me pide por favor que la abrace porque si no es imposible dormir. Todo quedó tan lejano que seguro que ella, este veintisiete de junio, no se acuerda de nada aunque yo no pueda pensar en nada más. Y esa es, probablemente, la peor condena a la que estoy sometido durante el resto de los días de mi vida y, muy especialmente, los días como hoy: a rememorar los mejores años que tuve, el tiempo en que mi corazón con más fuerza retumbó, los meses y los días más felices y la forma en que todo se terminó. Roma nunca volverá a ser la capital de Italia ni yo un simple enamorado más, porque al final los recuerdos te transforman el alma y el amor que se fue, aquel que fue tan grande que tu pecho a duras penas lo soportaba, te hizo un hombre nuevo aunque infinitamente peor.