lunes, 29 de diciembre de 2014

La chica de la sonrisa perpetua

De nuevo la noche se había apoderado de su vida y el sonido estridente de la música comercial inundaba un ambiente festivo que evocaba tiempos pasados, épocas pretéritas o mundos que parecían haber quedado atrás.
Fue entre la intermitencia del neón cuando sus ojos encontraron una cara conocida entre la multitud. Su pelo, dorado como el mismo oro, se mecía en el ambiente como la cuna de un bebé. Su cuerpo se posaba sobre dos tacones negros que hacían juego con una falda del mismo tono, que dejaba ver dos piernas en las que tantas veces se había perdido, de punta a punta, en los sueños de la última década.
Sus miradas se cruzaron y se mantuvieron fijas durante un segundo que se alargó más de la cuenta. Finalmente ella cedió y volvió a dirigirla a la pista de baile mientras él, obnubilado, siguió inamovible ante la visión que le presentaba aquel pub que hacía tanto que no frecuentaba. Sus recuerdos volvieron a años atrás, cuando ese mismo chico oteaba desde lo alto de la pasarela a cuantas mujeres entraban en ese local como lo hacía también en ese instante. La música del Dj volvía a recordar esa época de botellones, veranos y fiestas de guardar. Volvía a evadirlo del presente para trasladarlo a un tiempo que había intentado exprimir como un naranja madura. Se vio en el mismo lugar, con la misma compañía y las mismas melodías que diez años antes resonando en sus oídos y recordó que entonces también ella seguía presente en sus más hondas ensoñaciones, en sus más lujuriosos sueños, en sus más pecaminosas fantasías.

El perfume de su cuello inundó sus fosas nasales cuando, por fin, consiguió acercarse a charlar con ella. El “Hola, ¿cómo estás?” quedó pronto desterrado por un “Estás preciosa” que la sonrojó. Se armó de valor para que la superficialidad de una charla coloquial no fuera la tónica de una noche que él intuyó de pasión y romanticismo, y pronto comenzó a agasajarla con palabras subidas de tono y piropos sobre cualquier punto de su cuerpo. Ella comenzó a reír y él se dio cuenta de que no podía recordarla de otra manera. Era la rubia de sonrisa perpetua, fija, perenne e imperecedera. Siempre estaba así, feliz, sonriente, llena de dicha y alegría. Sus ojos se achinaban con cada preciosa mueca que su boca sacaba a relucir y el muchacho comprendió que junto a su bonita cara y ese cuerpo que tantas veces había ansiado desnudar, lo que más le atraía de ella era precisamente eso, su vitalidad constante y su felicidad permanente.

La noche se fue consumiendo como una vela en la penumbra y él regresó una vez más a casa solo y desamparado. Los primeros rayos de sol de un domingo de resaca anunciaban que ya era hora de marchar a la cama: “el rico a su riqueza y el pobre a su miseria” como en la ‘Fiesta’ de Serrat. El astro sol volvía a encontrar a los amantes empañando los cristales de algún viejo automóvil, a los viejos cotilleando en las puertas de los bares y a un chaval de aspecto cansado y el corazón sobrecogido por una chica de cabellos abrillantados que soñó por un momento que sería suya y que ahora, para su desgracia, volvía a despedirse de ella para dejarla viajar a los brazos de algún afortunado que pronto hundiría su lengua en la boca que el tanto deseaba besar.