La anciana sujetaba la mano de su
esposo mientras le leía con voz suave y dulce las últimas páginas de su libro
preferido. Él languidecía postrado en la cama sabiendo que su enfermedad le impedía más que esperar junto a su amada, la mujer con la que había
pasado los últimos cuarenta y cinco años de su vida, a que el terrible momento
de la partida final llegase.
Las palabras de sus mujer salían a cuentagotas de sus labios, pronunciando hasta la última de las ‘eses’ que rara
vez alguien decía en aquella región española. En ese momento la interrumpió:
"Mi amor, mientras tú mano no me suelte y tus palabras calmen mi dolor, yo no me moriré".
Ella, emocionada por aquel
comentario, tuvo que hacer un esfiuerzo titánico para aguantar un llanto que
tantas y tantas noches atrás había brotado de sus ojos cuando él no la veía. El
dolor que soportaba su marido, brutal y absolutamente físico, no podía compararse con el que
ella llevaba en lo más profundo de su corazón y que, según creía, quintuplicaba
al que cualquier cuerpo enfermo y dolorido puede llegar a sentir.
Las horas pasaron y las palabras
se iban acabando como los copos de nieve de aquel invierno tortuoso que daría
en pocas semanas paso a una primavera tremandamente colorida. El ciclo de la vida
se completaba una vez más, sin importarle quien o quienes tuvieran que sufrir
sus consecuencias.
El cansancio fue haciendo mella
en los dos y él le rogó que le alcanzase un vaso de agua para saciar su sed, a lo que su fiel
compañera no pudo negarse. Anduvo hasta la cocina de la casa con la jarra en la
mano y abrió entonces el grifo para llenarla. Cuando hubo terminado se dio media vuelta para
regresa a su labor y fue en ese preciso instante cuando un escalofrío de terror invadió su cuerpo agotado. La jarra se
destrozó en mil pedazos en el frío suelo de adoquines y ella, a sus ochenta y
siete años, corrió hacia su marido ahora sí, con los ojos empapados en lágrimas
del más romántico dolor. Recordó esa frase que su marido había dicho hacía pocas horas y cómo ella, agotada y servicial, había soltado la
mano tal y como él le dijo que no hiciera y ahora ya era demasiado tarde.
El cuerpo yacente de aquel hombre
sin vida seguía encima de aquella colcha que tantas noches de pasión había
presenciado y el destino quiso que esa noche se enterraran en la misma tumba el
corazón de un hombre enfermo y el de una mujer que no aguantó la vida sin él.