jueves, 23 de junio de 2011

Pulgarcito versión 'de Mora'

Como a cualquier niño, mi padre también me contaba cuentos a la hora de la siesta o antes de dormir por las noches. En mi casa no somos muy normales, todo hay que decirlo, así que digamos que los cuentos clásicos, los de toda la vida, quedaban algo distantes de los que me contaban a mí con apenas seis o siete años.

A mi padre, un educador nato, le importan un carajo los conceptos psicológicos, los traumas infantiles y las doctrinas de la pedagogía moderna (como, por otra parte, nos pasa a la mayoría). Es un hombre de los de toda la vida, de esos que saben que la tontería infantil se quita con un par de hostias, y que el diálogo padre-hijo está muy bien... siempre y cuando no te pases de la raya. Cosas que, por desgracia, se están perdiendo.

Bueno, a lo que íbamos.

Como decía, mi padre nunca ha sido de contar las historias como manda el guión preestablecido. Él encontraba los cuentos clásicos una mariconada de cuidado, y por eso los cambiaba a su gusto: bien para no dormirse contándolos, bien para sacarnos una sonrisa, o bien porque le salía de sus santos cojones.

Hoy, por tanto, os voy a contar la historia —la curiosa historia, más bien— de Pulgarcito. Vamos allá:


Pulgarcito, como su nombre indica, era un niño muy pequeño, muy pequeño, que había nacido poco después de que el espermatozoide de su papá fecundara el óvulo de su mamá. Exactamente dos semanas después.

Como era tan pequeño, su madre lo tenía muy mimado y no permitía que saliera nunca a la calle. Su diminuto tamaño siempre le había impedido jugar con otros niños por miedo a que lo pisaran. El chaval, que apenas medía ocho centímetros de altura, se limitaba a luchar con palillos contra las moscas que se colaban en casa o a hacer castillos con los terrones de azúcar.

Un día, su madre se fue a la compra y dejó una ventana abierta. Pulgarcito, que era muy curioso (a la vez que muy gilipollas), decidió salir al jardín de su casa a explorar el mundo que desconocía por completo. Paseó entre los hierbajos, olisqueó las enormes flores y se divirtió embarrándose en la tierra mojada.

Sin embargo, de repente, un gigante con cuernos (conózcase como una vaca) que pastaba por allí se lo comió sin querer.
Pulgarcito entró por la boca del animal, bajó por el esófago hasta llegar al estómago. Allí, intentando no ser devorado por los jugos gástricos, consiguió colarse por el intestino... hasta que por fin salió del animal enjugado en un montón de mier...”


Bueno, pues ya conocéis el resto de la historia.

Aquí mi padre, con un estilo sutil y un enfoque docente digno de elogio, le explicaba a su hijo, camuflado entre un cuento, todo el proceso digestivo de un animal. Si eso no es matar dos pájaros de un tiro, que baje Dios y lo vea.