lunes, 1 de febrero de 2016

56 años y 2 días


El sábado 30 de enero mis abuelos celebraron su quincuagésimo sexto aniversario de bodas. Cincuenta y seis años casados. Repito: cincuenta y seis.

El año en que ellos se desposaron, España todavía no había acudido a ningún festival de Eurovisión, se estrenaba en los cines La dolce vita de Fellini, el hombre todavía seguía soñando con pisar la luna y el último entrenador despedido por el Real Madrid, Rafa Benítez, aún no había nacido.

Hace más de medio siglo que mis abuelos se conocieron y, si lo pensáis bien, que empezaron a crearme a mí. Sí, ya lo sé, algo pretensioso y narcisista por mi parte pensar en eso, sin embargo, así es. Es en estos momentos, en estos instantes ceremoniosos, remarcables y festejables cuando uno se empieza a dar cuenta de los inescrutables caminos que toma la vida. Es ahora cuando pienso qué hubiese pasado si no se hubieran encontrado en aquella fiesta de la que tanto presumen o si, tras la primera discusión, hubiesen decidido seguir caminos opuestos. No lo hicieron, por suerte, y ahí siguen, queriéndose como el primer día. Y aquí sigo yo, dedicándoles estas palabras. 

Cincuenta y seis años de besos y caricias, de amor incondicional, de matrimonio inquebrantable en las duras y en las maduras. Cinco décadas y media también de enfados y broncas, de rencillas y noches sin dormir, de riñas y momentos críticos… y seguro que de mucho más. Sin embargo, siguen juntos, el uno al lado del otro desde que mi memoria alcanza a recordar.

Hace poco me hablaban de mi, hasta el momento, única novela publicada. Me preguntaba una chica si todavía creía en ese amor que comencé a narrar con diecisiete años y yo, pensativo, le contestaba que no. “Era un adolescente enamoradizo… de eso hace mucho” le respondía con un sorna y desdén. Hoy me doy cuenta de que mentía, quizá no voluntariamente, pero sí, en el fondo le estaba diciendo una realidad de la que quiero apoderarme pero que no termina de ser cierta. Ni mucho menos. 
Porque la verdad es que que creo en ese amor inconmensurable y de película americana, aunque a veces trate de aferrarme a la idea de que no es así. Mi ser, mi yo más íntimo y mi forma de vivir esta vida, me llevan a hacerme jurar que es posible que alguien pueda pasar el ochenta por ciento de su vida amando a la misma persona un día tras otro; sin cansarse, sin aburrirse, sin hartarse y sin darse por vencido. En un mundo en el que uno de cada dos matrimonios acaba en fracaso es difícil de comprender, en una sociedad que tira tan rápidamente la toalla estas palabras no tienen mucho sentido pero, de repente, aparecen al lado tuyo alguien que te hace ver que el sentimiento más maravilloso que la naturaleza ha creado, el amor, sigue estando hoy más vigente que nunca. Y ahí tienen a mis abuelos para demostrarlo.

Cincuenta y seis años después Nélida y Roberto se siguen queriendo y, creo, ese es el legado más importante que dejarán a sus dos hijos y sus cinco nietos: que con constancia, valor, templanza y mucha mucha paciencia, el amor verdadero se hace eterno e imperecedero. Hay que regarlo todos los días, abonarlo de vez en cuando y cortarle las ramas que sobran, pero si te esfuerzas un poquito nunca se marchita, nunca se acaba, nunca, si es de verdad, se termina de ir. Jamás.

Así que desde la distancia de un ciberespacio infinito os mando mi más sincera enhorabuena, le grito al universo que estoy orgulloso de vosotros y os deseo otros cincuenta y seis años más demostrándole al mundo que el amor no se ha ido ni tiene intención alguna de marcharse. Y seguro que lo conseguís. Os quiero. Mucho. Muchísimo.

jueves, 7 de enero de 2016

Ella

Taconea como si las calles fuesen maderas de un tablao flamenco, avisando con el sonido de la aguja en el suelo que va a pasar, que se aparte el mundo, que ella tiene prioridad. Se echa el pelo atrás con una o las dos manos, dependiendo de su grado de enfado, de su ansiedad, de si tiene ganas de besarte o de matarte. Se ríe como si no le importase nada, achinando los ojos y, casi siempre, derramando alguna lágrima de felicidad. Y uno, claro, se enamora de ella al instante y para siempre... para toda la eternidad.

Ella es lo mejor que hay en el mundo, objetivamente hablando. No se han hecho estudios ni encuestas al respecto porque no hace falta, es una verdad tan palpable que la mera duda ya parece un insulto, una bobada sin sentido, una tremenda falta de respeto hacia el universo.
Se le aclara el pelo en verano y se le oscurece la piel. Cuando su falda ondea al viento dejando ver sus piernas, el mundo se vuelve un lugar mejor. Pasa, de la noche a la mañana, de ser una chica castaña clara a la rubia más despampanante del hemisferio norte. Toma café solo, bebe cerveza en primavera y vino en otoño, como toda persona de bien.


Ella es la prueba de que todo merece la pena, porque en sí misma ya es una razón más que suficiente para levantarte un día más, para andar pendiente por la calle por si, por obra y gracia del destino, te la cruzas en algún lugar. Hace tanto tiempo que la conozco y, sin embargo, no se me acaba de olvidar jamás.

Es del Madrid, como no podía ser de otra forma. La camiseta blanca le sienta como a Gilda el guante o a Audrey el Moon River en aquel balcón. Se enerva cuando no marcamos y disfruta como un niño cuando canta ‘gol’. Es una preciosidad con el diez a la espalda, cuando lleva el siete se me hace una bendición.

Duerme con los ojos entreabiertos y respirando muy muy flojo. A veces, en las horas más intempestivas de la noche, he tenido que pegar mi oreja a su boca para ver si respiraba o no. Se acurruca en mi pecho y, a traición, busca el calor de mi pies para calentar los dos cubitos de hielo en los que se convierten los suyos. No se duerme si no le doy un beso y, extrañamente y desde hace poco, yo tampoco lo consigo si no se lo doy. Hasta ese punto me ha enganchado, imagínense ustedes lo que es esa mujer.

Ella hace buena la frase: “prefiero discutir contigo a hacer el amor con cualquier otra” que Dermot Mulroney popularizó y Maxi Iglesias le robó años después. La verdad es que hace buena todas las frases, todos los textos, todos los libros, películas o canciones. Ella hace bueno un día lluvioso de otoño o el primer lunes después de haber perdido un clásico. Ella es así, lo mismo te cambia de un día de mierda por uno de caricias en el sofá que te hace, al día siguiente y durante el resto de los que te queden, el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Así es ella, así como se lo cuento: bonita, lista, buena, sencilla, brutalmente bella. Ella es así... perfecta.