jueves, 21 de diciembre de 2023

Pero no quiero

No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. 
Puedo vivir sin ti…
pero no quiero”

Fueron dos toques de nudillo en la puerta de la casa de Mark Ruffalo (Jeff en Dicen por ahí) los que le llevaron a darse de bruces con una Jennifer Aniston (Sarah) derruida, triste hasta la extenuación y con unos ojos henchidos de llorar que me recordaron mucho al amigo sobre el que va esta historia. Mark la dejó entrar, evidentemente, y comenzaron a recriminarse todo lo malo que había habido entre ellos, que era mucho. Es curioso que, casi siempre que una relación no avanza, hay que explotar para volver a recomponerla o, quizá, para decir lo que llevamos tan adentro que de cualquier otra forma es casi imposible sacar fuera de ti. Y ella, con el corazón destrozado, el alma partida y la voz temblorosa, le dice la frase que encabeza este texto y que me parece tan impresionante como para pararme a pensar sobre ella y, por qué no, darle forma a la idea recordando aquel tipo de ojos verdosos que un día me contó su historia. Una historia que narró, más o menos, así:


Puedo vivir sin ti, no te quepa duda. Nadie se muere de amor, a nadie se le parte el corazón más que de forma metafórica y ni mi aorta ni mi cava quedarán taponadas por la tristeza. Mañana, Dios mediante, seguiré respirando, mi rutina diaria no variará en exceso, mis obligaciones estarán ahí y, con el paso de los días, las lágrimas provocadas por tu partida se convertirán únicamente en pena. Después, al cabo de unas semanas, en un nudo en el estómago; más tarde en melancolía, luego en resentimiento y, por último, en un recuerdo borroso que será taponado por otros besos perdidos bajo algún edredón de pluma. En definitiva: No he venido a decirte que no puedo vivir sin ti. Puedo vivir sin ti…

…Pero no quiero. 

No quiero imaginar un futuro en el que no sea tu boca la última que bese antes de irme a dormir. No quiero otras manos que me acaricien el pelo ni otros ojos que me miren con la dulzura de una niña después de sudar como adultos. No quiero discusiones con nadie más que contigo porque me he dado cuenta que prefiero discutir contigo a hacer el amor con cualquier otra. No quiero nuevas primeras citas, no quiero el nerviosismo del primer beso ni conocer la película o el color favorito de nadie más; quiero saberlo todo de ti, quiero que llegue el punto en que nos comuniquemos con una mirada y quiero discutir tan violentamente que, luego, cuando todo pase, que pasará, no quede otra opción que perdonarnos de la manera más pasional posible. No quiero inventarle apelativos a otra mujer ni olvidarme del sabor de tus labios, no quiero planes en los que no aparezcas ni un futuro sin ti, arremangada a mi lado. No quiero pasarme el resto de mi vida pensando lo bonito que pudo ser algo que jamás comenzó ni lo estúpidos que fuimos por no intentarlo, por no darnos la oportunidad que merecíamos pero que, por miedo, nunca sucedió. No quiero quedarme con la duda porque no hay nada peor en esta vida que no poder pasar página por un renglón incompleto. No quiero perderte sin tener la seguridad de que no eres tú la que está destinada a pasar el resto de los dias que me queden deambulando por aquí a mi lado. No quiero dejar ir a quien me hizo tan feliz como no soy capaz de alcanzar a recordar. 

“¿Y si ella sí quiere?” - le pregunté yo.

- “Entonces me marcharé con la conciencia tranquila porque yo sí lo intenté todo, absolutamente todo… y esa es la única manera que existe para no regresar jamás”. 

lunes, 11 de diciembre de 2023

Un corazón podrido de latir

“A este ruido, tan huérfano de padre
no voy a permitirle que taladre
un corazón, podrido de latir
este pez ya no muere por tu boca
este loco se va con otra loca
estos ojos no lloran más por ti”.


Qué bonitos tenía los ojos cuando lloraba. Era una cosa que siempre le había causado honda impresión de sí mismo cuando se bañaba entre lágrimas y dolor, cosa que, por suerte, no solía ocurrir cada poco tiempo. Se le aclaraba más de lo normal y con una facilidad pasmosa la suave línea verdosa que cerraba su iris por la parte inferior, tornándose de un azul claro, casi cristalino. Cuanto más fea se ponía su alma, más bonitos lo hacían sus ojos. Una de tantas contradicciones de la vida, supuso.

Encontró de nuevo consuelo en un vaso de whisky con hielo y en la tinta de un bolígrafo emborronando la hoja del calendario de noviembre que aún nadie había arrancado de la pared. “Qué solo está uno” - pensó - “cuando a mediados de diciembre todavía quedan vestigios de un mes que hace tanto que terminó”.


Lloraba de pena, de una de esas que te anudan el corazón. Lo hacía intermitentemente y a diferente ritmo e intensidad. Rezaba en voz alta para que ese Dios todopoderoso en el que tan fervientemente creía le ayudase pronto a pasar el mal trago y secase cuanto antes sus ojos y ese corazón, que diría el poeta, “podrido de latir”. Había vuelto a cometer un fallo garrafal que, cada media década más o menos, se producía. Había vuelto a abrirse de la única forma que acostumbraba en las contadísimas ocasiones en que lo hacía: de par en par. Y la cosa no había acabado muy bien. De nuevo vislumbró un futuro con hamacas y niños correteando, con peleas por quién pondría la música en el coche, por veranos de piscina e inviernos de migas jugando a cualquier juego de mesa; por guerras bajo las sábanas y tantos besos como su boca fuese capaz de producir. Había pensado en un salón repleto de gente en Navidad, en conversaciones hasta el amanecer, en orgullo mutuo y amor eterno, en confianza y respeto, en encontrar a esa mejor amiga con la que compartir lo poco que tenía y crecer junto a ella hasta el final de sus días. Había vuelto, en definitiva, a hacer lo único que nunca debería hacer un hombre que peca de romántico y que vive el amor con tanta intensidad: enamorarse. 

Y todo, claro, se había ido al traste.

Se fue la primera tarde que ella le dijo que no sentía lo mismo pero él se empeñó en no creerla. “Cambiará” - se dijo para sí - “haré que cambie”. Pero no lo consiguió. Nunca entendió que él no era suficiente y que, cuado no eres suficiente para alguien, la batalla está perdida de antemano. No fueron suficientes sus besos cálidos ni sus abrazos largos, estrecharla junto a sí con la fuerza de un tifón pidiéndole al oído que, por favor, no se alejase ni un milímetro. No bastó intentar asentar desde el principio los tres pilares en lo que toda relación sana ha de basarse: respeto, sinceridad y amor. No alcanzaron los viajes a castillos centenarios ni las copas de vino, ni las palabras bonitas ni las caricias, ni los secretos ni la promesa de que haría todo lo posible para estar junto a ella cuanto antes. No sirvió darlo todo por la sencilla razón de que ella jamás quiso recibir nada. No fue suficiente volver a querer tanto tiempo después ni hacérselo saber, ni esforzarse por cumplir lo que pedía, ni los planes futuros ni los momentos presentes. Simplemente no bastó.

Y en ese momento de pena intensa y dolor punzante decidió que cumpliría la última promesa que le faltaba: dejar un recuerdo de todo lo que le hizo sentir, que fue tan grande como el mismo mundo. Siempre quedarán guardados en su mente sus dos ojos achinándose al sonreír, la dulzura con la que le acariciaba el pelo cuando se recostaba en su pecho, sus labios, sus manos, la forma en que se apartaba cuando le rozaba el ombligo o esa mirada que le atravesaba el puto corazón cada vez que se quedaba fija en la suya. Quedará grabado a fuego el recuerdo de los abrazos largos, de las carantoñas, de ese nombre de cuatro letras que inventó para ella y que algún afortunado hará suyo en no mucho tiempo. Permanecerá en la retina un futuro que no existió porque cuando uno no está dispuesto a intentar amar ningún amor es posible y porque el rechazo duele, pero lo que mata cualquier cosa mínimamente salvable, mínimamente importante en este mundo es la indiferencia. Así que él, que había vivido los días más felices en mucho tiempo, se juró que no sería indiferente con alguien que lo había hecho tan dichoso y con la mano manchada de tinta azul terminó de garabatear una hoja de calendario homenajeando a quien le volvió a abrir el corazón aunque luego, involuntariamente, lo derruyese como un castillo de naipes. No era el momento o simplemente no era él, quien sabe; lo que sí tenia claro es que el cielo le había obsequiado con un regalo de nombre de canción, mirada de otro mundo y que lo había hecho tan feliz como a duras penas alcanzaba a recordar. Así que en el silencio de una noche de diciembre, siempre diciembre, le dio las gracias por todo lo bueno y se disculpó por no haber sido suficientemente para lo que ella merecía.



miércoles, 29 de noviembre de 2023

Patagonia

Si no hubiese sido por el acento anglosajón de media docena de rubias paseándose por el hall del hotel, el amargor de una cerveza distinta a la que su paladar estaba acostumbrado a saborear y la cantidad de billetes naranjas que tuvo que depositar en recepción para pagar la cuenta, la postal bien podría parecerse a la de cualquier punto del norte de su España natal. Chopos, encinas, pinos, aire fresco, tierra húmeda, tejados de piedra, ajetreo en las calles, rayos de sol rompiendo contra su piel, curtida ya en tantos años que le costaba enumerar y los mismos pensamientos de siempre, esta vez, a diez mil kilómetros de distancia.

A lo lejos, un lago tan azul como sus ojos jamás habían visto. Un tono flúor, cristalino, transparente; vertido del agua de las montañas nevadas que nacían sobre él y que próximamente, Dios mediante, visitaría. A eso mismo había venido. A eso y a algo más.



La tarde comenzó a languidecer y él volvió a encontrarse sólo. Pensó en eso durante un tiempo prudencial llegando a preguntarse, seriamente, si en algún momento de su vida no lo había estado. Recordó apenas un par de ellos, un puñado de instantes fugaces dónde sí se sintió en compañía: una infancia maravillosa con una familia que creyó eterna y la sensación, años después, de que podría guarecerse en unos ojos verdes por el resto de su vida y que ahí, en el calor de dos iris color aceituna, encontraría a la única persona con la que se había sentido querido, seguro y en paz. Y nada más. Después de eso, la nada.


El viento helado de la montaña comenzó a endurecerse, cambiando las caricias iniciales de una delicada brisa por una guerra abierta de la que era consciente que no saldría vencedor. Se guareció bajo un gorro azabache y un polar que había traído consigo al país que, no hacía ni veinticuatro horas, lo había hecho arder hasta enrojecer su piel. Volvió a llenar de cerveza el vaso en un ritual que ya se le hacia más sagrado, recurrente y sanador que la propia misa de doce y siguió filosofando sobre el amor, sobre lo difícil que es amar y lo complicado que es hallar un equilibrio en esa balanza que nunca se mantiene nivelada.


“No hay nada más triste que mendigar amor” fue el eslogan que se había apropiado para aleccionar, no hacía demasiado, a un buen amigo. “Si le dejaste de hablar y no intentó encontrarte, hiciste bien” había leído ni cuarenta y ocho horas atrás en un vallado publicitario en la ciudad de los tangos y el asado. Ambos, muy ciertos. Los dos, tremendamente duros de encajar. “Qué difícil” - pensó - “llegar a este punto de la vida buscando a alguien que busca lo mismo que tú. Qué complicado encontrar a quien quiera matar y morir por ti en un mundo en el que prima con tanto ahínco el hedonismo y la creencia de que es más importante cubrir tu espalda antes que la de la persona a la que amas.. Qué difícil hallar a quien estaría dispuesto a dejarlo todo y a aquella que, lejos de tenerte como segundo plato, podría dejar de comer durante un par de días si se sienta contigo en la mesa. Cuántas veces - siguió con la reflexión - había tenido que aguantar a sus amigos más cercanos envidiando su infinita libertad y él, que es de esos que nunca estuvo acostumbrado a callar, les tenía que recriminar ser tan desagradecidos con la vida: “cambiaría toda esa libertad por estar anclado, como lo estás tú, a la mujer a la que estabas predestinado”.


Pero, al final, los caminos del destino (o como lo quieran ustedes llamar) son inescrutables. Desear que alguien que no te ama lo haga es como querer no pasar frío frente al precioso glaciar que se postra frente a mí en estos momentos. Y hay veces, como decía el poeta, que afrontar la realidad es el único camino posible, entender que si no te priorizan es mejor huir y dejar de dar lecciones a los demás para comenzar a aplicárselas uno mismo. Y todo eso que se ha dicho, que se ha escrito y que se ha filosofado, es fruto de una tarde cualquiera en un lugar recóndito de la Patagonia argentina, bebiendo cerveza del mismo nombre y comprendiendo que por muy lejos que uno viaje el corazón sigue queriendo las mismas cosas… por muy imposible que sean.

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Don Luis Molina

La vida es tan maquiavélicamente curiosa que uno no deja de sorprenderse cada día: la misma mañana que te dan la noticia de un nacimiento esperado te enteras que un gran amigo se va. Qué cosas, la verdad. 

Y aquí estoy, a diez mil kilómetros tuyo bebiendo cerveza, acordándome de ti como lo llevo haciendo durante todo el día paseando por una de las siete maravillas naturales del mundo y escribiendo, ahora, con bolígrafo en una mantel de bar todo lo que me gustaría decirte. Así que allá vamos. Empecemos por el principio:

Te voy a echar de menos, amigo.



Hablaré de ti siempre que surja la ocasión porque como te dije la última vez: “nadie se va del todo mientras haya quien lo recuerde” y si hay algo que tú dejas en mí será precisamente eso: recuerdos.

Se me va el hedonista perfecto, el hombre que mejor entendió de qué va esto de vivir. Luis entró de lleno y hace mucho tiempo en ese selecto grupo de gente a la que considero igual que yo: amantes de la vida, enamorados de la cultura, el vino, las mujeres, de España, la naturaleza, el buen comer y el rodearse de la gente que hace que valga la pena esto de estar vivo. Él, su hijo Javier, Alguacil y dos o tres más. Y para de contar. Especímenes diferentes, gente que se apasiona por los gustos sencillos, los placeres triviales, las compañías gratas, las sonrisas bonitas, las piernas largas y la incombustible necesidad de amar. “No sé cómo siendo así de grande, Luis, no eres del Madrid” le dije en una ocasión. “Es que si lo fuese sería perfecto y el único tío perfecto que conozco eres tú” me contestó el cabrón con un peloteo tal que ni yo te lo habría firmado. Reí, rió y volvimos a beber.


Bebía Jack Daniel’s y siempre que me veía me invitaba a alguno sin que jamás, en todos los años que lo hizo, me dejase devolverle la invitación. Me mandaba fotos con todas las chicas que sabía que me gustaban, me llamaba de vez en cuando para poner verde a toda la casta política, me aconsejaba sobre vinos y me decía que nunca vendería El Entredicho pero que, si tuviese que hacerlo, sólo me lo vendería a mí. Me encanta ese cortijo, hablando de todo un poco. Me fascinaba verlo recostado en una silla con una copa en la mano mirando el infinito y solía jurarme que, algún día, yo haría lo mismo cuando tuviese su edad. Cómo me gustaría parecerme a ti, Luis, dentro de unos cuantos años; sería todo un orgullo y la constatación de que mi vida ha ido por el buen cuace.


Cuatro hijos maravillosos de los que supo despedirse, cosa que no todo el mundo puede decir. Una mujer a la que idolatraba y tanto cariño hacia todo el mundo que hoy, al entrar a navegar en las redes, no me ha extrañado verlo devuelto por toda su gente querida. Con su “el cielo existe” y ese “AE” característico, corriendo por la montaña o vestido con un chaleco, Luis siempre tenía una sonrisa en la boca, siempre la sacaba y siempre, siempre, hacía que su compañía valiese la pena. No creo que haya mucha gente que pueda presumir de esas tres cosas.


“Espero que el cielo exista” le leía a una niña de ojos azules hace un rato, frase que me parece preciosa para su epitafio. Yo sé que existe y tengo tan claro que ahí arriba hace falta gente como don Luis Molina, como lo tengo agendado y como siempre lo llamaba yo, que ahora me da un poco de vergüenza pelotearlo de esta manera porque sé que me estará mirando y pensando: “las palabricas déjatelas para las nenetas”. 


Hoy se ha marchado un hombre que hacía de este mundo un sitio mejor, un tipo que entendió rápido que la vida es disfrutar de los pequeños placeres que, no os quepa duda, son los más grande que existen. Se va un buen tío, un caballero de los que escasean, un amigo leal, un compañero generoso y un referente al que muchos deberían mirar. Se va alguien que entendió pronto que vida, de momento, hay una y que ese Dios que nos observa querría que la viviésemos tan apasionadamente como fuese posible. Yo, querido amigo, te prometo que lo seguiré haciendo hasta que Él me llame a filas y querré, o al menos lo intentaré, con tanta fuerza que me arda el corazón. Te echaré de menos, pensaré en ti y te rezaré de vez en cuando. No te olvides de mí porque yo prometo no hacerlo de ti. Ve preparando buen vino allá arriba y búscame un hueco bonito en alguna nube con vistas al mar. Te quiero, te extrañaré y te estaré eternamente agradecido siempre por todo lo que me has enseñado y lo mucho que me has dado. Te veo en tu cielo y gracias, de corazón, por cruzarte en mi vida.


lunes, 23 de octubre de 2023

Recuerdo aquella noche…

“I am not the only traveler

Who has not repaid his debt

I've been searching for a trail to follow again

Take me back to the night we met”


Nueve años después de prometer encontrarse en Viena y faltar a su palabra, Ethan Hawke le decía, henchido de amor y nostalgia a Julie Delpy en Antes del Amanecer, una de las frases más bonitas que he escuchado nunca frente a una pantalla: “recuerdo la noche que nos conocimos mejor que algunos años de mi vida”.


A mí me pasa exactamente lo mismo.


Recuerdo un pasillo largo que se extendía de este a oeste en un descampado casi deshabitado del sureste peninsular. El silencio lo copaba casi todo pues las horas a la que sucedieron los hechos eran altas y, al día siguiente, la gente responsable madrugaba para afrontar con fuerza su rutina diaria. Yo no era demasiado responsable por aquel entonces y venía de esconder cebollas en una de las habitaciones que solía frecuentar en el que fue, a todas luces, uno de los mejores años de mi vida en una de las mejores ciudades de cuantas he conocido. 



El silencio, repito, se hacía prácticamente total. Llegaba sudoroso, extasiado y con el corazón a mil revoluciones después de huir del pobre diablo que había sufrido la ira de un universitario aburrido, con todo el tiempo del mundo en su maleta y la desfachatez de quien conoció la vergüenza muy temprano pero la abandonó a su suerte poco después. No había nadie en aquel pasillo, nadie excepto ella.

Podría enunciar cada detalle del cuadro con tanta veracidad, con tal fehaciente precisión que, a día de hoy, me sigue maravillando que mi mente sea capaz de rememorar así la escena. Me cuesta recordar qué comí ayer y, sin embargo, mi cabeza tiene tan grabado a fuego todos los detalles de la escena que podría recomponer, sin ayuda ninguna, durante los treinta segundos que duró. Así que empecemos:


Comenzaba a hacer frío en una ciudad donde casi nunca lo hace. La luna brillaba con fuerza en un cuarto creciente precioso y un manto de estrellas acompañaban la postal. Las chicharras habían dejado de cantar pocos días antes, así que afuera reinaba la quietud interrumpida, de vez en cuando, por el sonido de algún vehículo despistado que surcaba ese asfalto enfriado por la noche. La vi aparecer a lo lejos, cruzándose en mi vida por obra y gracia de Dios, algo que tengo tan por seguro que nadie me podrá hacer cambiar de idea jamás. Sólo pudo ser un ser celestial, omnipotente y todopoderoso el que hizo aparecer a quien consiguió arrancarme el corazón y no devolvérmelo jamás.


Vestía de rosa, un color que, curiosamente casi nunca utilizó después. Su melena castaña caía un poco más abajo de sus hombros y sus piernas delicadas se entrecruzaban a cada paso con la elegancia de un felino. El ruido de sus zapatillas deportiva se mecía en el ambiente a cada paso mientras la suela de goma se agarraba a unas baldosas sucias y amarillentas. Nos miramos a lo lejos y ella esquivó pronto la mirada. Nos fuimos acercando el uno al otro después sin saber, sin tener la menor idea, de que era el primer momento del resto de nuestra vida. Segundo más tarde, sacó del bolsillo la llave de la habitación y la introdujo en el bombín justo en el momento en que nos cruzamos. Nos saludamos con un ‘hola’ mutuo, seco, formal y yo seguí de largo, maravillándome con su belleza de inmediato, con esa cara risueña, con esos ojos verdes, con esa piel tostada y con esa sensualidad que pocas veces he vuelto a ver jamás. No sé si ella me vio alejarme, sin tan siquiera se fijó en mí después, lo que sí tengo claro es que, meses más tarde, surgió una pasión tal que no creo posible que mi corazón vuelva a experimentar jamás. Nos quisimos tanto que, a veces, me entristece; y lo hace porque me destroza saber que no volverá a ocurrir nada parecido, que pasarán cincuenta, sesenta o setenta años y seguiré comparando todo mi amor con algo que fue excelso, irreal, místico y, tristemente, efímero. Y aunque probablemente la hice más perfecta con el tiempo de lo que jamás fue el castigo que ese mismo Dios me propinó por hacerme tan feliz como sólo se puede ser en las películas, fue recordarme cada día de lo que me quede entre ustedes que nunca, jamás, volveré a amar igual.