jueves, 6 de octubre de 2022

Amar

Amar siempre es el paso
con el que se hace el camino.
Querer nunca es un fracaso,
jamás es en vano,
ni es tiempo perdido.
Sea o no correspondido,
sea eterno o pasajero,
el hombre no se completa,
no rebosa ni está entero,
si no da su corazón a quien ama,
aunque a quien ama no lo merezca.
Porque si quieres con todo el alma 
y amas aunque padezcas,
habrás vivido más intensamente 
con más sentido y con más razón,
que quien nunca derramó una lágrima
por quien le rompió el corazón. 


martes, 2 de agosto de 2022

Hogar

El sol calentaba tan fuerte en lo más alto del cielo que, incluso en el interior del coche y con el aire acondicionado puesto, uno sentía cómo las gotas de sudor resbalaban por su espalda, una a una, empapando una camisa blanca que, más pronto que tarde, dejaría de serlo.

“Hogar es una palabra que me encanta” se escuchó a través de un micrófono no mucho después. La voz, la de un amigo de esos de siempre, de los que ves poco pero con los que has vivido mucho, de los de anécdotas, cerveza, sonrisas y fiesta; de los que cuando echas la vista atrás aparecen, de repente, en casi todos tus recuerdos. “Tiene connotaciones y significados que me encantan” – proseguía él con su discurso de boda - “evoca recuerdos, olores, visiones y sensaciones que me hacen sentir bien”.

Me dio para pensar, claro, como siempre que una frase se me hace bonita y alegremente novedosa, sea donde sea que la escuche. Esta vez, frente a aquel caserón de grandes balcones blanquecinos que recordaba a las de los campos de algodón norteamericanos y mientras intentaba elegir una foto decente que adornase alguna red social.

Hogar evoca, como bien decía él, demasiadas cosas y ninguna de ellas es mala. Es de esas pocas palabras que suenan bien y significan aún mejor, de esas que te sugieren bonitos futuros y que, por qué no decirlo, te hacen volver a pasados que casi siempre se antojan más plácidos.

Hogar. Allá donde los abrazos son sinceros, donde te cobijas de todo lo malo, donde todo es natural, real, verdadero. El lugar donde eres tú, donde no tienes que fingir, donde te esperan, si tienes suerte, con un “hola, cariño, ¿Qué tal el día?” y una taza de chocolate caliente si hace fío en la calle. Hogar. El trocito de vida que creas con la persona a la que le has regalado lo más importante que tienes: tu corazón. El sitio donde la calma se hace eterna, donde los problemas se solucionan a grito pelado y, luego, se terminan de enmendar sudando como animales en el colchón. El oasis donde pacen los labios que más veces te susurran un ‘te quiero’, la guarida donde todo sabe mejor, donde te asilas cuando el mundo te odia, te desprecia o, simplemente, te trata como a uno más. La colmena que produce la más dulce de las mieles. Allá donde el tiempo se detiene, donde la confortabilidad es rutina y el sitio al que quieres retornar siempre que llevas mucho en cualquier otra parte. Hogar. Donde eres importante, fundamental me atrevería a decir. Junto a quien te quiere a pesar de tus defectos, junto a esos ojos que, quizá, pasan desapercibidos muchas veces pero que luego echas tanto de menos que no sabes si volverás a querer igual. Allá donde dos se hacen uno para luego formar algo mayor que cualquiera por separado. Hogar. Donde todo es sosiego, libertad, serenidad, paz y confianza; el sitio más maravilloso que existe en el mundo, el único lugar del universo donde eres realmente tú.

Hogar. La fortaleza que quise erigir contigo, el camino que comenzaba con un felpudo de Ikea, muebles color caoba y la ilusión de dos niños que se hicieron mayores demasiado rápido. El recuerdo de aquel turbante, la sensación de que teníamos el mundo a nuestros pies y el resto del tiempo para querernos mucho y para querernos bien. Hogar. La remembranza de lo que pudo ser y no será o, peor aún, de lo que me hubiese encantado que fuera y jamás se dio la oportunidad. Hogar. Donde te espero aunque estés lejos, donde siempre te esperaré tal y como prometí en su día. Así que ya sabes dónde estoy y dónde, si quieres, puedes venir a buscarme si alguna vez te despistas. Sigue las baldosas amarillas, las miguitas de pan, las flechas doradas o las palabras que todavía están en tu memoria y llegarás, te aseguro que lo harás. Y allí, en ese preciso momento, en ese lugar, todo volverá a empezar, será como si nunca te hubieses ido, será el primer ladrillo del que siempre fue nuestro hogar.

martes, 21 de junio de 2022

La coleta dorada y el vestido celeste

Una de las cosas que más admiro de mi mente es la facilidad pasmosa que tiene para, de un rasgo femenino cualquiera, comenzar una historia que acaba, casi siempre, con cuatro o cinco niños correteando por el jardín de mi casa del futuro con una camiseta del Real Madrid. Me pasa, sobre todo, con las sonrisas; con las realmente bonitas. Esas blancas, pulcras, que nacen de unas comisuras finas y se alargan como el universo mismo, adornadas por unos labios carnosos y, a ser posibles, con rubor en las mejillas. Pero también ocurre con otras muchas cosas, con otros detalles, con los miles de pormenores que pudieseis imaginar: piernas, brazos, caderas, palabras, ojos y, por qué no, con un vestido celeste o una coleta dorada.

“Recuerdo aquel momento mejor que muchos años de mi vida” es una frase que me apasiona. La decía Ethan Hawke en aquella trilogía que habla de dos de las cosas que más meloso me ponen: el destino y el amor; y me ha parecido siempre acertada y que refleja bastante bien la memoria selectiva y desastrosa que tengo. Porque sí, amigos, igual soy incapaz de recordar dónde he dejado las llaves de casa cuando las llevo en el bolsillo que no se me va del pensamiento una falda roja que subía los escalones de Las Ventas hace tanto que parece que fue ayer.

Pero bueno, centrémonos un poco en lo que nos atañe.

Entraba al bar como tantas veces antes y, Dios mediante, tantas que vendrán después. No recuerdo (¿veis? Memoria selectiva)  a qué hora ni qué día, ni con quién iba ni el porqué de la visita, pero sí tengo grabado a fuego el momento en que la vi. Ahí estaba, con un vestido celeste, rodeada de hombres como siempre suele ocurrir cuando una chica de ese calado sale a descubrir los peligros de la noche. Lo segundo que me percaté es cómo caía por su espalda una coleta de caballo indomable del color de los mismos rayos de sol. Se movía por la pista tímida, como intentando entender qué la había llevado allí, por qué estaba en un lugar que no le correspondía con gente que no era la suya. Sonreía con la timidez de una colegiala y, estoy seguro, sentía decenas de ojos clavándose en su nuca, bajo ese pelo amarillento que se mecía con la delicadeza de una hamaca movida por la suave brisa de verano.  Su vestido cubría el decoro de quien tiene que dar buena imagen, de quien tiene una reputación y se mantiene firme en ella. Dejaba ver bajo él las piernas de una mujer ya curtida en media vida, que son las mismas que más gustan a quien sabe de mujeres, porque son las que ya lo saben casi todo y aún así esperan que les enseñes mucho más. Sonreía lo más parecido al concepto celestial que mi mente puede imaginar, dejando de ver unas leves arrugas en sus párpados y adornando el cuadro con unos ojos vidriosos que te dejaban absolutamente petrificado si tenías la suerte que se cruzaban con los tuyos. Creo que le dije lo preciosa que era como ciento cincuenta millones de veces y digo creo porque, de nuevo, mi memoria selectiva no me hace recordar más que unos pocos detalles que son, sin embargo, más nítidos que muchos años atrás.

Pasé junto a ella muy pocas horas que se antojaron mejores que los últimos recuerdos de una vida que últimamente se nutre más de éstos que de las nuevas vivencias. La vi bailar, comer, beber y sonreír, y me di por satisfecho con esos pocos verbos aunque bien sabe Dios que me habría gustado conocer algunos más. Pero si algo me ha quedado claro de la vida últimamente es que las cosas no se fuerzan y, como dice el poeta, “uno tiene que saber cuándo su tiempo ha pasado… y aprender a admirar otras victorias”.

Así que, como Celine (Julie Delpy) con el cielo de Viena azulándose en la primera de las películas de esa trilogía de lasque hablábamos al principio, se marchó de buena mañana con la intención de no volver jamás. Y como tantas otras veces, quedó de ella el recuerdo, que es algo que, con el tiempo, la hará mejor de lo que en realidad es. Porque al final mi mente obviará los detalles intrascendentes, las discusiones por el fútbol, las parejas que vinieron, las que ya se marcharon y los besos que debieron llegar y, sin embargo, se quedaron por el camino. Tan sólo quedará, mucho tiempo después, un vestido celeste con una coleta dorada, la sonrisa preciosa que lo acompañaba y el abrazo sincero de quienes quizá pudieron serlo todo y al final  se conformaron con el recuerdo de una noche que pasará a la eternidad.

martes, 7 de junio de 2022

El amor que no se va

Charlaba el otro día con un amigo, sentados frente a la barra del bar y con dos quintos de cerveza en la mano, que es como se producen el noventa por ciento de las conversaciones interesantes de esta vida, sobre el amor que no se va. Ahí estábamos los dos, en paralelo, mirando el cristal de la botella, arrancando poco a poco la etiqueta, creyéndonos griegos de la antigüedad, divagando del afecto, filosofando sobre la efímera existencia y abriéndonos en canal una vez más ante otra voz quebradiza y una lengua que se trastabillaba un poco más con cada nuevo viaje al botellero del barman.

Le definí ese concepto, el del amor que no se va, a mí manera; y lo hice como un conjunto de recuerdos que se quedan ahí, perennes en la memoria y que la vida, el destino, Dios, el universo o como queráis llamarlo, te los va devolviendo a cuentagotas cuando menos lo esperas y, sobre todo, cuando menos lo necesitas. Ya lo dice Second en esa famosa canción: hay alguien ahí arriba que se lo está pasando en grande a mi costa.

Una camiseta estampada, un café solo sin azúcar que alguien pide en la misma barra de ese mismo bar; la foto de una coleta dorada en la fiesta de graduación, un pañuelo de flores en la cabeza, un gol en Copa de Europa o la enésima noche que se aparece en sueños sin saber tú muy bien porqué, son sólo algunos ejemplos. Aquel vestido amarillo, los zapatos de tacón de Zara, el achinar de unos ojos al sonreír, las manos más bonitas que recuerdas, el sonido de tu nombre resonando en tu memoria como sólo ella lo decía o, quizá, el saber que aunque pasen los años no volverás a amar igual; son algunos otros.

Esos pequeños detalles inconfundibles, los que no se borran, los que querrías, en ocasiones, poder eliminar pero ya eres incapaz por muchos años que pasen; forman ese amor que no se va y que ya no es tangible, ni material ni tan siquiera pudiera parecer que real; pero sigue existiendo con tanta fuerza dentro de ti que se hace más real que muchas de las cosas que te rodean en la vida. Todo eso, que podría resumirse con esa frase de película que rezaba algo así como “recuerdo aquella noche mejor que muchos años de mi vida”, es el amor que no se va o, si quieren hacerlo un poco más cursi, la certeza de que podrías recordar, después de tanto tiempo, dónde se hallaba cada puto lunar de su pecho aunque seas absolutamente incapaz de acordarte qué has desayunado esta mañana.

Es el argumento definitivo para los que piensan que el amor verdadero no existe, que un clavo saca otro clavo y que cualquier otra persona que venga después tendrá la misma trascendencia en tu vida que la que te la puso patas arriba cuando se cruzó en tu camino. Todo patrañas, todo embustes, todo falacias. Porque tan bien sabes, querido lector, como lo sabía aquel amigo en la barra y como lo sé también yo, que poca gente pasará por tu lado causándote un amor tan puro, grandioso e imperecedero como lo pueden hacer dos o tres personas en el tiempo que te toque rodearte de mortales. Y esa gente, la que no se va nunca aunque esté ya en la otra punta del mundo, es a la que en el fondo, hay que estarle agradecidos, porque te han dado algo que casi nadie más te dará en todos los días que te queden por aquí: el haber expuesto tu corazón tanto y a la vez con tanta fuerza que, cuando marches a la otra vida y te pregunten qué valió la pena de ésta, le dirás con una sonrisa y el alma henchida de pasión a quien quiera recibirte allí: "ella, el amor que nunca se terminó de marchar del todo aunque hace ya demasiado que se me fue de al lado".

miércoles, 25 de mayo de 2022

Ámsterdam

Desde el primer instante en que el tren de aterrizaje se posó sobre suelo holandés supe que, a pesar de haber viajado no mucho más de mil quinientos kilómetros, estaba cruzando de una civilización a otra, de un mundo al de al lado y de todo lo que soy a lo que nunca seré.

El aeropuerto ya invitaba a analizarlo: pasillos enormes para desfilar frente a escaparates desiertos y morir en una salida que llevaba a la nada. El silencio haciéndose rey de un ambiente al cuál cinco íberos gritones ponían la falta de decoro. Miradas clavándose en tu nunca y que, a pesar de venir de un idioma totalmente diferente, sabías perfectamente qué significan: estos son españoles, por supuesto.


Las calles recuerdan novelas medievales, ciudades de cuento de los hermanos Grimm o de leyenda de Brunilda; tejados altos e inclinados, paredes de piedra, espacios reducidos y calles parcialmente adoquinadas que se pierden entre esquinas y zigzagueos para volver a aparecer después. Fachadas de colores y una cantidad ingente de caudales de esos maravillosos canales que le dan un toque mágico a lo que ya de por sí parece serlo. Una ciudad bañada por el agua, coloreada por los muros de los hogares y las tiendas y teñida de un cielo grisáceo que contrasta con lo que tiene debajo.

Miles de ciclistas correteando por las avenidas y el sonido de los timbres chirriando por cualquier lugar. Bicicletas viejas o clásicas, como quieran ustedes llamarlas, siempre llevadas con la elegancia protestante de enormes personas de cabellos dorados, anaranjados o color pastel. El caos absoluto reinando en una mentalidad que nos quieren vender como tranquila, serena y responsable; pero que en Ámsterdam parece ser todo lo contrario, es decir, un poco menos centroeuropea y bastante más mediterránea. Salvando las distancias, por supuesto.

Y cuando piensas que todo aquello es una historieta de tebeo o de cuento de Disney, de repente y casi sin darte cuenta, te adentras en un barrio bañado en luces de neón y te tele transportas al mismo infierno sin que nadie te avise de ello. Porque estás en el barrio rojo, así que prepárate.

Bombillas escarlatas luciendo sobre unos escaparates donde cientos de mujeres de cuerpos escandalosos te llaman para que peques con ellas. Te tocan el cristal con los nudillos y te piden que vayas, que negocies con ellas el cómo y, sobre todo, el cuánto. El rubor de alguien que creía que lo había perdido para siempre vuelve a impregnar las mejillas y casi no puedo ni aguantar la mirada más de dos segundos antes de huir de ahí. Pero es imposible huir del pecado si estás inmerso en ese barrio. Cabarets, clubes de striptease, decenas de personajes ofreciéndote todo tipo de drogas y todo lo que siempre creí que depararía la casa de Lucifer ahí metido, al alcance de la mano. Todo sale en las películas, todo se ha visto antes en las revistas o en los noticieros pero cuando estás allí, no das crédito a lo que tus ojos tienen delante.

La peor cerveza al precio del champagne francés, la dieta más nauseabunda posible, la inminente sensación de que te vas a hundir como llueva un poco más y el recuerdo de un cadáver saliendo a flote de los canales; pero también la textura de un mundo diferente, de una sociedad libre de complejos; la suave brisa del mar golpeándote la cara y el saber que ahí, en ese trocito de mundo, nadie te juzga por lo que eres ni por lo que fuiste o quisieras ser. Tan sólo existe el hoy porque mañana, muy probablemente, estés lejos de Ámsterdam y ya no le importe a absolutamente nadie lo que hicieses ayer.