miércoles, 25 de mayo de 2022

Ámsterdam

Desde el primer instante en que el tren de aterrizaje se posó sobre suelo holandés supe que, a pesar de haber viajado no mucho más de mil quinientos kilómetros, estaba cruzando de una civilización a otra, de un mundo al de al lado y de todo lo que soy a lo que nunca seré.

El aeropuerto ya invitaba a analizarlo: pasillos enormes para desfilar frente a escaparates desiertos y morir en una salida que llevaba a la nada. El silencio haciéndose rey de un ambiente al cuál cinco íberos gritones ponían la falta de decoro. Miradas clavándose en tu nunca y que, a pesar de venir de un idioma totalmente diferente, sabías perfectamente qué significan: estos son españoles, por supuesto.


Las calles recuerdan novelas medievales, ciudades de cuento de los hermanos Grimm o de leyenda de Brunilda; tejados altos e inclinados, paredes de piedra, espacios reducidos y calles parcialmente adoquinadas que se pierden entre esquinas y zigzagueos para volver a aparecer después. Fachadas de colores y una cantidad ingente de caudales de esos maravillosos canales que le dan un toque mágico a lo que ya de por sí parece serlo. Una ciudad bañada por el agua, coloreada por los muros de los hogares y las tiendas y teñida de un cielo grisáceo que contrasta con lo que tiene debajo.

Miles de ciclistas correteando por las avenidas y el sonido de los timbres chirriando por cualquier lugar. Bicicletas viejas o clásicas, como quieran ustedes llamarlas, siempre llevadas con la elegancia protestante de enormes personas de cabellos dorados, anaranjados o color pastel. El caos absoluto reinando en una mentalidad que nos quieren vender como tranquila, serena y responsable; pero que en Ámsterdam parece ser todo lo contrario, es decir, un poco menos centroeuropea y bastante más mediterránea. Salvando las distancias, por supuesto.

Y cuando piensas que todo aquello es una historieta de tebeo o de cuento de Disney, de repente y casi sin darte cuenta, te adentras en un barrio bañado en luces de neón y te tele transportas al mismo infierno sin que nadie te avise de ello. Porque estás en el barrio rojo, así que prepárate.

Bombillas escarlatas luciendo sobre unos escaparates donde cientos de mujeres de cuerpos escandalosos te llaman para que peques con ellas. Te tocan el cristal con los nudillos y te piden que vayas, que negocies con ellas el cómo y, sobre todo, el cuánto. El rubor de alguien que creía que lo había perdido para siempre vuelve a impregnar las mejillas y casi no puedo ni aguantar la mirada más de dos segundos antes de huir de ahí. Pero es imposible huir del pecado si estás inmerso en ese barrio. Cabarets, clubes de striptease, decenas de personajes ofreciéndote todo tipo de drogas y todo lo que siempre creí que depararía la casa de Lucifer ahí metido, al alcance de la mano. Todo sale en las películas, todo se ha visto antes en las revistas o en los noticieros pero cuando estás allí, no das crédito a lo que tus ojos tienen delante.

La peor cerveza al precio del champagne francés, la dieta más nauseabunda posible, la inminente sensación de que te vas a hundir como llueva un poco más y el recuerdo de un cadáver saliendo a flote de los canales; pero también la textura de un mundo diferente, de una sociedad libre de complejos; la suave brisa del mar golpeándote la cara y el saber que ahí, en ese trocito de mundo, nadie te juzga por lo que eres ni por lo que fuiste o quisieras ser. Tan sólo existe el hoy porque mañana, muy probablemente, estés lejos de Ámsterdam y ya no le importe a absolutamente nadie lo que hicieses ayer.