martes, 21 de junio de 2022

La coleta dorada y el vestido celeste

Una de las cosas que más admiro de mi mente es la facilidad pasmosa que tiene para, de un rasgo femenino cualquiera, comenzar una historia que acaba, casi siempre, con cuatro o cinco niños correteando por el jardín de mi casa del futuro con una camiseta del Real Madrid. Me pasa, sobre todo, con las sonrisas; con las realmente bonitas. Esas blancas, pulcras, que nacen de unas comisuras finas y se alargan como el universo mismo, adornadas por unos labios carnosos y, a ser posibles, con rubor en las mejillas. Pero también ocurre con otras muchas cosas, con otros detalles, con los miles de pormenores que pudieseis imaginar: piernas, brazos, caderas, palabras, ojos y, por qué no, con un vestido celeste o una coleta dorada.

“Recuerdo aquel momento mejor que muchos años de mi vida” es una frase que me apasiona. La decía Ethan Hawke en aquella trilogía que habla de dos de las cosas que más meloso me ponen: el destino y el amor; y me ha parecido siempre acertada y que refleja bastante bien la memoria selectiva y desastrosa que tengo. Porque sí, amigos, igual soy incapaz de recordar dónde he dejado las llaves de casa cuando las llevo en el bolsillo que no se me va del pensamiento una falda roja que subía los escalones de Las Ventas hace tanto que parece que fue ayer.

Pero bueno, centrémonos un poco en lo que nos atañe.

Entraba al bar como tantas veces antes y, Dios mediante, tantas que vendrán después. No recuerdo (¿veis? Memoria selectiva)  a qué hora ni qué día, ni con quién iba ni el porqué de la visita, pero sí tengo grabado a fuego el momento en que la vi. Ahí estaba, con un vestido celeste, rodeada de hombres como siempre suele ocurrir cuando una chica de ese calado sale a descubrir los peligros de la noche. Lo segundo que me percaté es cómo caía por su espalda una coleta de caballo indomable del color de los mismos rayos de sol. Se movía por la pista tímida, como intentando entender qué la había llevado allí, por qué estaba en un lugar que no le correspondía con gente que no era la suya. Sonreía con la timidez de una colegiala y, estoy seguro, sentía decenas de ojos clavándose en su nuca, bajo ese pelo amarillento que se mecía con la delicadeza de una hamaca movida por la suave brisa de verano.  Su vestido cubría el decoro de quien tiene que dar buena imagen, de quien tiene una reputación y se mantiene firme en ella. Dejaba ver bajo él las piernas de una mujer ya curtida en media vida, que son las mismas que más gustan a quien sabe de mujeres, porque son las que ya lo saben casi todo y aún así esperan que les enseñes mucho más. Sonreía lo más parecido al concepto celestial que mi mente puede imaginar, dejando de ver unas leves arrugas en sus párpados y adornando el cuadro con unos ojos vidriosos que te dejaban absolutamente petrificado si tenías la suerte que se cruzaban con los tuyos. Creo que le dije lo preciosa que era como ciento cincuenta millones de veces y digo creo porque, de nuevo, mi memoria selectiva no me hace recordar más que unos pocos detalles que son, sin embargo, más nítidos que muchos años atrás.

Pasé junto a ella muy pocas horas que se antojaron mejores que los últimos recuerdos de una vida que últimamente se nutre más de éstos que de las nuevas vivencias. La vi bailar, comer, beber y sonreír, y me di por satisfecho con esos pocos verbos aunque bien sabe Dios que me habría gustado conocer algunos más. Pero si algo me ha quedado claro de la vida últimamente es que las cosas no se fuerzan y, como dice el poeta, “uno tiene que saber cuándo su tiempo ha pasado… y aprender a admirar otras victorias”.

Así que, como Celine (Julie Delpy) con el cielo de Viena azulándose en la primera de las películas de esa trilogía de lasque hablábamos al principio, se marchó de buena mañana con la intención de no volver jamás. Y como tantas otras veces, quedó de ella el recuerdo, que es algo que, con el tiempo, la hará mejor de lo que en realidad es. Porque al final mi mente obviará los detalles intrascendentes, las discusiones por el fútbol, las parejas que vinieron, las que ya se marcharon y los besos que debieron llegar y, sin embargo, se quedaron por el camino. Tan sólo quedará, mucho tiempo después, un vestido celeste con una coleta dorada, la sonrisa preciosa que lo acompañaba y el abrazo sincero de quienes quizá pudieron serlo todo y al final  se conformaron con el recuerdo de una noche que pasará a la eternidad.

martes, 7 de junio de 2022

El amor que no se va

Charlaba el otro día con un amigo, sentados frente a la barra del bar y con dos quintos de cerveza en la mano, que es como se producen el noventa por ciento de las conversaciones interesantes de esta vida, sobre el amor que no se va. Ahí estábamos los dos, en paralelo, mirando el cristal de la botella, arrancando poco a poco la etiqueta, creyéndonos griegos de la antigüedad, divagando del afecto, filosofando sobre la efímera existencia y abriéndonos en canal una vez más ante otra voz quebradiza y una lengua que se trastabillaba un poco más con cada nuevo viaje al botellero del barman.

Le definí ese concepto, el del amor que no se va, a mí manera; y lo hice como un conjunto de recuerdos que se quedan ahí, perennes en la memoria y que la vida, el destino, Dios, el universo o como queráis llamarlo, te los va devolviendo a cuentagotas cuando menos lo esperas y, sobre todo, cuando menos lo necesitas. Ya lo dice Second en esa famosa canción: hay alguien ahí arriba que se lo está pasando en grande a mi costa.

Una camiseta estampada, un café solo sin azúcar que alguien pide en la misma barra de ese mismo bar; la foto de una coleta dorada en la fiesta de graduación, un pañuelo de flores en la cabeza, un gol en Copa de Europa o la enésima noche que se aparece en sueños sin saber tú muy bien porqué, son sólo algunos ejemplos. Aquel vestido amarillo, los zapatos de tacón de Zara, el achinar de unos ojos al sonreír, las manos más bonitas que recuerdas, el sonido de tu nombre resonando en tu memoria como sólo ella lo decía o, quizá, el saber que aunque pasen los años no volverás a amar igual; son algunos otros.

Esos pequeños detalles inconfundibles, los que no se borran, los que querrías, en ocasiones, poder eliminar pero ya eres incapaz por muchos años que pasen; forman ese amor que no se va y que ya no es tangible, ni material ni tan siquiera pudiera parecer que real; pero sigue existiendo con tanta fuerza dentro de ti que se hace más real que muchas de las cosas que te rodean en la vida. Todo eso, que podría resumirse con esa frase de película que rezaba algo así como “recuerdo aquella noche mejor que muchos años de mi vida”, es el amor que no se va o, si quieren hacerlo un poco más cursi, la certeza de que podrías recordar, después de tanto tiempo, dónde se hallaba cada puto lunar de su pecho aunque seas absolutamente incapaz de acordarte qué has desayunado esta mañana.

Es el argumento definitivo para los que piensan que el amor verdadero no existe, que un clavo saca otro clavo y que cualquier otra persona que venga después tendrá la misma trascendencia en tu vida que la que te la puso patas arriba cuando se cruzó en tu camino. Todo patrañas, todo embustes, todo falacias. Porque tan bien sabes, querido lector, como lo sabía aquel amigo en la barra y como lo sé también yo, que poca gente pasará por tu lado causándote un amor tan puro, grandioso e imperecedero como lo pueden hacer dos o tres personas en el tiempo que te toque rodearte de mortales. Y esa gente, la que no se va nunca aunque esté ya en la otra punta del mundo, es a la que en el fondo, hay que estarle agradecidos, porque te han dado algo que casi nadie más te dará en todos los días que te queden por aquí: el haber expuesto tu corazón tanto y a la vez con tanta fuerza que, cuando marches a la otra vida y te pregunten qué valió la pena de ésta, le dirás con una sonrisa y el alma henchida de pasión a quien quiera recibirte allí: "ella, el amor que nunca se terminó de marchar del todo aunque hace ya demasiado que se me fue de al lado".

miércoles, 25 de mayo de 2022

Ámsterdam

Desde el primer instante en que el tren de aterrizaje se posó sobre suelo holandés supe que, a pesar de haber viajado no mucho más de mil quinientos kilómetros, estaba cruzando de una civilización a otra, de un mundo al de al lado y de todo lo que soy a lo que nunca seré.

El aeropuerto ya invitaba a analizarlo: pasillos enormes para desfilar frente a escaparates desiertos y morir en una salida que llevaba a la nada. El silencio haciéndose rey de un ambiente al cuál cinco íberos gritones ponían la falta de decoro. Miradas clavándose en tu nunca y que, a pesar de venir de un idioma totalmente diferente, sabías perfectamente qué significan: estos son españoles, por supuesto.


Las calles recuerdan novelas medievales, ciudades de cuento de los hermanos Grimm o de leyenda de Brunilda; tejados altos e inclinados, paredes de piedra, espacios reducidos y calles parcialmente adoquinadas que se pierden entre esquinas y zigzagueos para volver a aparecer después. Fachadas de colores y una cantidad ingente de caudales de esos maravillosos canales que le dan un toque mágico a lo que ya de por sí parece serlo. Una ciudad bañada por el agua, coloreada por los muros de los hogares y las tiendas y teñida de un cielo grisáceo que contrasta con lo que tiene debajo.

Miles de ciclistas correteando por las avenidas y el sonido de los timbres chirriando por cualquier lugar. Bicicletas viejas o clásicas, como quieran ustedes llamarlas, siempre llevadas con la elegancia protestante de enormes personas de cabellos dorados, anaranjados o color pastel. El caos absoluto reinando en una mentalidad que nos quieren vender como tranquila, serena y responsable; pero que en Ámsterdam parece ser todo lo contrario, es decir, un poco menos centroeuropea y bastante más mediterránea. Salvando las distancias, por supuesto.

Y cuando piensas que todo aquello es una historieta de tebeo o de cuento de Disney, de repente y casi sin darte cuenta, te adentras en un barrio bañado en luces de neón y te tele transportas al mismo infierno sin que nadie te avise de ello. Porque estás en el barrio rojo, así que prepárate.

Bombillas escarlatas luciendo sobre unos escaparates donde cientos de mujeres de cuerpos escandalosos te llaman para que peques con ellas. Te tocan el cristal con los nudillos y te piden que vayas, que negocies con ellas el cómo y, sobre todo, el cuánto. El rubor de alguien que creía que lo había perdido para siempre vuelve a impregnar las mejillas y casi no puedo ni aguantar la mirada más de dos segundos antes de huir de ahí. Pero es imposible huir del pecado si estás inmerso en ese barrio. Cabarets, clubes de striptease, decenas de personajes ofreciéndote todo tipo de drogas y todo lo que siempre creí que depararía la casa de Lucifer ahí metido, al alcance de la mano. Todo sale en las películas, todo se ha visto antes en las revistas o en los noticieros pero cuando estás allí, no das crédito a lo que tus ojos tienen delante.

La peor cerveza al precio del champagne francés, la dieta más nauseabunda posible, la inminente sensación de que te vas a hundir como llueva un poco más y el recuerdo de un cadáver saliendo a flote de los canales; pero también la textura de un mundo diferente, de una sociedad libre de complejos; la suave brisa del mar golpeándote la cara y el saber que ahí, en ese trocito de mundo, nadie te juzga por lo que eres ni por lo que fuiste o quisieras ser. Tan sólo existe el hoy porque mañana, muy probablemente, estés lejos de Ámsterdam y ya no le importe a absolutamente nadie lo que hicieses ayer.

martes, 29 de marzo de 2022

A la guerra por amor

Qué difícil se antoja abordar un tema tan delicado como el del que hoy vengo a opinar. Sí, porque qué sería de esta sociedad moderna si no hubiera quien, como yo, tuviese la necesidad imperante de opinar de todo, seguramente sin tener idea de nada, y pretendiese emprender, encima, un asunto tan farragoso en poco más de folio y medio.

Así que, como no creo que salga demasiado bien, vayamos cuanto antes al lío. Y que sea lo que Dios quiera.

 

El tortazo que antes de anoche Will Smith propina a Chris Rock. La excusa perfecta para hacer mi enésimo alegato al amor tradicional y, por qué no decirlo, incondicional; sentimiento en extinción en estos tiempos que corren. Tristemente para todos. 

Urge empezar el escrito diciendo una obviedad que, sin embargo, hay que recalcar bien desde el principio para no llevar a error: la violencia está mal. Este eslogan, tan lógico como real, tan cursi y lleno de matices, debería, por otro lado, ser el inicio de toda ponencia sobre cualquier tema que se hiciera en el mundo. Sin embargo, esperando que el coeficiente intelectual de mis lectores sea algo mayor que el del usuario tipo de Twitter y demás redes sociales, me gustaría sobreentender que eso es compartido por todos. Sí, Will Smith tuvo mejores opciones ante el ataque gratuito a su esposa que subir a darle un guantazo a quien se metía con ella. Sí, podría haber dado un discurso ejemplar y haber dejado mal a su compañero de profesión delante de trescientos millones de persona y el planeta tierra en su totalidad (seguramente en su totalidad no porque siempre hay un roto para un descosido) lo habría llevado en volandas hacia el cielo del bienquedismo. Sí, actuó mal. Sí, pudo hacerlo mejor… PERO (¡ay! esa maldita preposición) ni siquiera WIll Smith es perfecto y, por el contrario, sí es humano. Porque ahí radica todo el secreto del debate: en que su reacción es totalmente humana y es por eso por lo que debería encontrar entendimiento por parte de todos nosotros.

Porque aunque el ser humano es racional no deja de tener un componente animal que, por mucha estupidez que nos quieran hacer creer, nunca se nos irá del todo. Hay un instinto de protección innato en él, una fuerza superior que te lleva a enfrentar situaciones límites cuando uno de los tuyos es atacado, cuando tu gente se ve en peligro o cuando alguien intenta hacerles daño. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con el machismo, por mucho que las retrasadas de corazones púrpuras nos lo quieran meter con calzador, sino con un instinto de protección inherente a la especie, no sólo al género masculino. Porque al igual que es encomiable que Will saliese a defender a su esposa, lo habría sido que ella saliese a defenderlo a él de un ataque. O a sus hijos. O a sus padres. O a sus amigos. No se trata de hombre a mujer, sino de ser querido a ser querido, de ese equipo que formas con (en este caso) tu alma gemela y que te hace ir a la guerra en cualquier momento si ella (o él) se ve envuelto en un follón. Sea con quien sea, dure lo que dure y cueste lo que cueste. En mi idea del amor, no hay muestra más grande de ello que jugártelo todo, aunque sea de la manera errónea en que Will actuó, por quien quieres más que a nada. 

Por otro lado, la libertad de expresión, que es uno de los bienes más sagrados en los que creo y firmemente pienso que cualquiera puede decir lo que quiera sin ningún tipo de restricción. Creo que la basura puede demostrar que lo es haciendo chistes sobre ETA, sobre la enfermedad de otra persona o, como en este caso, sobre un complejo que puede tener totalmente turbada a una mujer. Lo que también creo es que no soy quién para juzgar si la madre de una víctima del terrorismo pierde los papeles cuando alguien cuenta un chiste sobre su hijo asesinado, si el hermano de un chico con cáncer le parte la cara a quien se ríe de éste o si Will Smith sube al escenario a abofetear a quien, ante media humanidad, ha abochornado a la madre de sus hijos. Y lo digo porque quizá yo no tuviera el valor para hacerlo, pero me sentiría totalmente orgulloso de mi esposa si ella lo hiciese por mí.

Y, por último, en un tema de tal calado hay que hablar también de quien intenta sacar rédito político de ello. Ya no es racismo, pues son dos negros los que están inmersos; no puede ser clasismo, ya que son dos multimillonarios; así que sólo nos queda recurrir al machismo para volver a meter en la cabeza de los anormales que nos votan que todo esto viene dado porque los hombres somos malísimos, las mujeres se pueden defender solitas, el heteropatriarcado lo copa todo y toda esa sarta de soplapolleces que, por desgracia, van calando cada día más. Y no, ni los hombres somos malísimos ni las mujeres (ni los hombres) nos podemos defender solos. Porque cuando la situación te supera, cuando te atacan sin esperarlo o simplemente cuando te hieren de tal forma que no eres capaz de reaccionar, siempre es bueno saber que tienes alguien al lado que está esperando para salir en tu defensa. Sin importar su sexo, sin importar su edad, religión o raza; sólo que te quiere y está aguardando que el enemigo pegue el primer tiro para salir de la trinchera a comenzar a disparar también. Y, tened claro una cosa: si alguien está dispuesto hacer eso por ti, no lo dejes ir muy lejos.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Guerra nuclear

Suenan sirenas y gritos en las calles, el cielo se tiñe de naranja y la desesperación se hace dueña de todo lo que nace fuera de esas cuatro paredes. La cuenta atrás ha comenzado, cuarenta y cinco minutos, nos dijeron, tres cuartos de hora desde que se presiona el botón hasta que todo desaparece. Y él acaba de contar cuatro. Quedan cuarenta y uno. Nada más.

Difícil llegar a cualquier sitio importante, prácticamente imposible terminar todo en los brazos de alguien que merezca la pena. “Qué curiosa la vida”, piensa él, “tantas veces rechazando el beso cálido de quien te lo quiso dar y hoy desearías un par de horas más para poder morir allí”. Pero no podrá ser. No queda tiempo suficiente.

Pasa los siguientes segundos en la quietud de una casa vacía, pensando en todo lo que queda por vivir y que ya no podrá ser, con una sensación difícil de explicar, mitad pena y mitad temor de si habrá sufrimiento o todo sucederá rápido.

Una lágrima resbala por su mejilla y es ahora, al borde del apocalipsis, cuando comienzan a surcar su mente recuerdos de un pasado mejor, las imágenes más bonitas de una vida que para algunos quizá fuese demasiado corta pero que, a estas alturas, parece plena… al menos todo lo completa que alguien de su edad pudiese desear. Faltaron cosas, por supuesto, algunas importantes y otras algo menos, pero en la balanza de la plenitud, esa que mide el nivel de felicidad que has experimentado, salimos bastante bien parados. “Porque sí”, piensa el chico, “podemos dar gracias a Dios por todo lo que hemos vivido, por tantos momentos buenos y otros tan increíbles que parece difícil de haber conseguido realizar”.

Se levanta del sofá y se dirige a las cinco botellas de vino que reposan sobre la estantería. Abre la mejor, claro, no habrá tiempo para descorchar otra. Enciende el reproductor de música para acallar los claxon de los vehículos que quieren huir allá a lo lejos y que aún no son conscientes de que no hay escapatoria posible, que todo va a terminar en un poco más de media hora. Se sirve la primera copa, relamiéndose en ese sonido que emana de la botella al caer y que siempre fue su favorito. Bebe un trago. “Delicioso” – se dice para sí antes de volver a sentarse y buscar una posición cómoda para acabar sus días. Se lleva de nuevo el cristal a los labios y vuelve a beber evadiéndose de allí a la velocidad del rayo, surcando océanos de tiempo, que diría Bram Stoker, para volver a encontrarse con ella, para vislumbrarla en su mente una última vez. Y allí aparece de nuevo.


Le sonríe con dulzura, con las mejillas sonrojadas y sus ojos vidriosos. Lo recibe con un abrazo y luego lo besa en la mejilla. El sonido de su voz se cuela en sus tímpanos como la más bonita composición musical  y el roce de su piel se hace el lugar perfecto para decirle adiós a esta vida que está por terminar. La besa y, sin estar ella presente, siente sus labios como lo hizo antaño, porque podrían pasar cien mil millones de años y ese sabor jamás se marcharía del todo de su boca. Le dice que la quiere, que siente haberla dejado ir, que ojalá todo hubiese sido distinto y que se arrepiente de todo lo que le ha llevado a tener que inventarse ese final en su mente, a que no pueda ser real, a que ahora, cuando la guerra toca a su fin y la corneta de los cuatro jinetes resuena con fuerza, no esté ahí viendo arder el mundo junto a él.

El cielo se ennegrece y el miedo se apodera de todo. La luz artificial desaparece y todo queda gris. Él rompe a llorar. Lo que parecía una lágrima perdida se convierte en un manantial sin final aparente que, sin embargo y aunque muchos no lo crean, no tiene nada que ver con el miedo a lo que vendrá, sino con la resignación de que ella está ahora en los brazos de otro que sí podrá acabar sus días con la mujer más maravillosa de cuantas existen mientras que él, ese pobre desdichado con la boca azulada por el vino, se tendrá que conformar con un recuerdo insulso que nunca se marchó del todo.

Vuelve a mirar el reloj antes de volverse a llenar la copa. Apenas unos segundos para que todo termine. Cierra los ojos, saborea de nuevo el líquido y piensa por última vez en ella. Y entonces, el sonido ensordecedor de un proyectil termina con todo cuanto conocimos y se lleva consigo el corazón roto de un chico empapado en vino y totalmente borracho de amor.