miércoles, 16 de marzo de 2022

Guerra nuclear

Suenan sirenas y gritos en las calles, el cielo se tiñe de naranja y la desesperación se hace dueña de todo lo que nace fuera de esas cuatro paredes. La cuenta atrás ha comenzado, cuarenta y cinco minutos, nos dijeron, tres cuartos de hora desde que se presiona el botón hasta que todo desaparece. Y él acaba de contar cuatro. Quedan cuarenta y uno. Nada más.

Difícil llegar a cualquier sitio importante, prácticamente imposible terminar todo en los brazos de alguien que merezca la pena. “Qué curiosa la vida”, piensa él, “tantas veces rechazando el beso cálido de quien te lo quiso dar y hoy desearías un par de horas más para poder morir allí”. Pero no podrá ser. No queda tiempo suficiente.

Pasa los siguientes segundos en la quietud de una casa vacía, pensando en todo lo que queda por vivir y que ya no podrá ser, con una sensación difícil de explicar, mitad pena y mitad temor de si habrá sufrimiento o todo sucederá rápido.

Una lágrima resbala por su mejilla y es ahora, al borde del apocalipsis, cuando comienzan a surcar su mente recuerdos de un pasado mejor, las imágenes más bonitas de una vida que para algunos quizá fuese demasiado corta pero que, a estas alturas, parece plena… al menos todo lo completa que alguien de su edad pudiese desear. Faltaron cosas, por supuesto, algunas importantes y otras algo menos, pero en la balanza de la plenitud, esa que mide el nivel de felicidad que has experimentado, salimos bastante bien parados. “Porque sí”, piensa el chico, “podemos dar gracias a Dios por todo lo que hemos vivido, por tantos momentos buenos y otros tan increíbles que parece difícil de haber conseguido realizar”.

Se levanta del sofá y se dirige a las cinco botellas de vino que reposan sobre la estantería. Abre la mejor, claro, no habrá tiempo para descorchar otra. Enciende el reproductor de música para acallar los claxon de los vehículos que quieren huir allá a lo lejos y que aún no son conscientes de que no hay escapatoria posible, que todo va a terminar en un poco más de media hora. Se sirve la primera copa, relamiéndose en ese sonido que emana de la botella al caer y que siempre fue su favorito. Bebe un trago. “Delicioso” – se dice para sí antes de volver a sentarse y buscar una posición cómoda para acabar sus días. Se lleva de nuevo el cristal a los labios y vuelve a beber evadiéndose de allí a la velocidad del rayo, surcando océanos de tiempo, que diría Bram Stoker, para volver a encontrarse con ella, para vislumbrarla en su mente una última vez. Y allí aparece de nuevo.


Le sonríe con dulzura, con las mejillas sonrojadas y sus ojos vidriosos. Lo recibe con un abrazo y luego lo besa en la mejilla. El sonido de su voz se cuela en sus tímpanos como la más bonita composición musical  y el roce de su piel se hace el lugar perfecto para decirle adiós a esta vida que está por terminar. La besa y, sin estar ella presente, siente sus labios como lo hizo antaño, porque podrían pasar cien mil millones de años y ese sabor jamás se marcharía del todo de su boca. Le dice que la quiere, que siente haberla dejado ir, que ojalá todo hubiese sido distinto y que se arrepiente de todo lo que le ha llevado a tener que inventarse ese final en su mente, a que no pueda ser real, a que ahora, cuando la guerra toca a su fin y la corneta de los cuatro jinetes resuena con fuerza, no esté ahí viendo arder el mundo junto a él.

El cielo se ennegrece y el miedo se apodera de todo. La luz artificial desaparece y todo queda gris. Él rompe a llorar. Lo que parecía una lágrima perdida se convierte en un manantial sin final aparente que, sin embargo y aunque muchos no lo crean, no tiene nada que ver con el miedo a lo que vendrá, sino con la resignación de que ella está ahora en los brazos de otro que sí podrá acabar sus días con la mujer más maravillosa de cuantas existen mientras que él, ese pobre desdichado con la boca azulada por el vino, se tendrá que conformar con un recuerdo insulso que nunca se marchó del todo.

Vuelve a mirar el reloj antes de volverse a llenar la copa. Apenas unos segundos para que todo termine. Cierra los ojos, saborea de nuevo el líquido y piensa por última vez en ella. Y entonces, el sonido ensordecedor de un proyectil termina con todo cuanto conocimos y se lleva consigo el corazón roto de un chico empapado en vino y totalmente borracho de amor.


miércoles, 16 de febrero de 2022

Recuerdo

Recuerdo que no todo fue bonito, pero incluso lo más horrible, fue más bonito que todo lo que vino después de ti.

El sabor de tu lengua guerreando con la mía, el roce de tus dedos en mi piel, el primer ‘te quiero’ y todos los que llegaron después. Pasear de la mano por aquel paseo marítimo desierto, el vino robado del restaurante que nos tomamos más tarde en la playa, los baños de agua caliente mientras te besaba los tobillos y te decía que, aunque pasasen mil millones de años, jamás volvería a querer igual. Y ya ves que no mentía.

El mechón castaño que caía por tu cara ocultando levemente el color aceitunado de tus ojos, el rosáceo de tus mejillas cuando las sonrojaba con un piropo, el carmín de tus labios en el cuello de mis camisas, el colorete en las sábanas o el rímel corrido cuando llorabas después de una discusión.

Aquella Copa de Europa que vivimos con la misma intensidad que si nos hubiesen dicho que el mundo terminaba esa noche. El suelo adoquinado de la Ciudad Eterna bajo nuestros pies y esa foto en la reina de las fuentes que yo te tomé y que aún sigue siendo una de las mejores cosas que he hecho. Tus bolsos de colores y tus zapatos de Zara, lo bien que quedaba tu cepillo de dientes al lado del mío, el sonido de tu risa, que es la cosa más maravillosa que he escuchado en mi vida. Mis manos apretando tu cuerpo, atrayéndolo hacia mí temeroso de que algún día, tal y como sucedió, se fuera para no regresar. Tus vaqueros ajustados, tu miedo al futuro incierto, las quejas y los malos humores, los celos y todo lo demás. Te he hecho tan perfecta con el paso de los años que todo lo malo que tenías ha dejado de serlo para convertirse en recuerdos que no quiero borrar de mi mente jamás.

Los domingos de no querer levantarnos de la cama, las miradas furtivas, el sexo en los cuartos de baño, la curva maravillosa de tus caderas y cómo las yemas de mis dedos no se cansaban de surcarlas una y otra vez. El sabor de tus pechos en mi boca y la extraordinaria sensación de sentir cómo gemías con la pasión de un volcán en erupción cuando te besaba como si mañana no fuese amanecer. Aquel pueblo de la Mancha, la luz entrando a cuentagotas por la persiana, el mar a lo lejos, las palabras bonitas y los días de hacernos tanto daño que los dos llegábamos a casa maldiciéndonos por haber odiado tanto a quien queríamos más que a nadie. Porque, tú lo sabes bien, nos quisimos con tanta fuerza que el resto del mundo jamás podrá entender y tan profundo como nunca volveremos a querer.

Odiar el catorce de febrero pero celebrarlo sin que nadie se enterase, las fiestas hawaianas donde me regalaste una segunda familia, los planes de futuro y un presente que debió llegar más tarde, porque el amor no es complicado (que también) porque haya que encontrar a la persona perfecta para ti, sino porque, además, la tienes que encontrar en el momento idóneo. Y el nuestro, querida mía, no era aquel. Tristemente para los dos. Y, quizá, por eso te marchaste y por eso yo siga aquí, aporreando una vez más las teclas de un ordenador cansado de escuchar mis penas y aburrido de que vuelva a recordarle, una y otra vez, que cuando uno ha amado con toda la fuerza que podía albergar su corazón, ya sólo puede esperar a que pasen los días y relamerse de unos recuerdos que probablemente no fueron tan perfectos como recuerdo, pero que son lo único que quiero recordar. 

martes, 18 de enero de 2022

Pequeñas grandes cosas

Las sábanas planchadas, sin una sola arruga y recién puestas en la cama; el chocolate con leche, la brisa rompiendo en la cara, el mar de fondo o la cerveza fría en una tarde de verano. El primer beso que tanto anhelabas, una derrota del Barça, despertarte asustado porque llegas tarde al trabajo y darte cuenta de que aún te quedan unas cuantas horas por dormir. Los partidos de Champions, sonrojar con un piropo, una abrazo cálido cuando rompes a llorar o un cruce de piernas de una chica con minifalda. Las pieles tostadas, mojar pan en el huevo frito, meterte en una piscina helada en pleno julio o cruzar la línea de meta de un maratón.

Un té con leche muy caliente en una fría tarde de invierno, el vacío que te deja en el estómago terminar un buen libro, o una serie mítica o, por qué no, esa película maravillosa que no te cansas de ver. La sonrisa de Desiré Cordero, un regate de Vinicius, comprarte una camisa bonita o el azul de un cielo totalmente descubierto contrastando con el verde del campo en una primavera que comienza a nacer. 

Pisar charcos con botas de agua, la noche anterior a un viaje, lanza piedras para que reboten sobre un lago, un mensaje que ya no esperabas o, quizá, ese que llevas años esperando y que acaba de llegar. El vino tinto, el carmín en los labios, la satisfacción del trabajo bien hecho o una noche entera sin dormir de tanto amar. Las manzanas jugosas, las olas rompiendo contra las rocas, la tarta de la abuela, la adrenalina de una final, cruzarte con una chica preciosa por la calle o que alguien se acerque a decirte algo bonito al oído.

Dormir en un avión, guarecerse bajo el edredón, amanecer en la playa aunque esté prohibido o cómo ella se pasea únicamente con unas bragas y tu camisa por el parqué de la habitación. El sirope de chocolate o las palomitas en el cine; visualizar un jaque mate con tres jugadas de antelación. Ludovico Einaudi, el sonido del primer líquido saliendo de la botella, un labrador que se acerca a que lo acaricies o que te despierten a besos una mañana de domingo.  

La nueva de Bond o preguntarse cómo lo hace Mónica Bellucci para seguir igual tantos años después. La noche estrellada, los cuellos vueltos o la imagen que tengo grabada a fuego en la mente de ella con la camiseta del Madrid. Un moscoso en medio de un puente, beber leche directamente del tetrabrik, un bocadillo de jamón con tomate con el pan recién tostado, el olor a su perfume o unos ojos azules clavándose en los tuyos. Un paseo bajo la luna llena, dormir al sol en una hamaca y que te digan que te quieren tanto que están dispuestos a morir por ti.

El gol de Ramos en Lisboa, Toledo de noche, Buenos Aires de día y cualquier día del año perdido en Madrid. Una falda con flores, las medias negras, un ‘te he echado de menos’ o arreglarse a conciencia para ir a una boda. El norte de España, el sur de Albacete, la semana de las fiestas del pueblo o soñar que besabas a alguien al que jamás podrás besar. Querer con tanta fuerza que pienses que no puedes querer más, la pizza de mamá, el “nene, ponte más lentejas que no me has comido nada” de la abuela y el llanto de un bebé recién nacido retumbando en el hospital. La puerta de llegadas del aeropuerto, una buhardilla en  Montmartre, la fontana Di Trevi, las calles de Praga o el cielo anaranjado por un sol que se marcha a dormir. Tu pelo aclarándose en verano, ese vestido amarillo, lo bien que te queda la albiceleste que te regalé, una partida de Trivial o la certeza de que aunque pasen los años y parezca que lo has vivido todo, aun queda mucho por vivir y, sobre todo, por aprender.

miércoles, 5 de enero de 2022

Porque no eran ella

La luz relampagueante de un lugar al que yo no pertenecía se vislumbraba justo encima de mi cabeza, a unos pasos tan sólo de donde me encontraba en ese momento incierto. Subí por una escalera de marfil y nácar posando mis pies, intermitentemente, en cada uno de los peldaños de algodón que nacían de ninguna parte y morían junto a una verja de barrotes de oro y piedras preciosas donde todo comenzaba y todo se dejaba atrás. El sonido mudo del vacío se hacía dueño de todo, como si estuviésemos en una cápsula espacial flotando a la deriva por un universo desconocido.

Me vio llegar y frunció el ceño como el padre disgustado al que acaban de entregar las notas de un mal trimestre. Y entonces, comenzó la regañina:

Te puse tanto amor en el camino que me es imposible entender cómo has llegado solo hasta aquí. Te di manos frágiles que acariciaron tu pelo con tanta ternura que te quedabas durmiendo en ellas. Te di labios carnosos para que te perdieras en un millón de besos de pasión, de cariño, de locura o de simple afecto. Tuviste ojos vidriosos suplicándote amor, miradas lascivas, profundas y en algunas, incluso, me pareció sentir cómo se te encogía por un instante el corazón. Tuviste rizos azabaches, melenas doradas, cabellos caoba, ocres, anaranjados y plata; cinturas de infarto, pechos turgentes, piernas infinitas y tantas palabras de amor que poca gente pudiera creer posible. Te abrazaron con la delicadeza de un niño y también con la pasión de un huracán; te quisieron mucho, casi todas ellas, alguna hasta la extenuación. Viviste días felices, sonreíste y bebiste vino, acariciaste pieles del color del champagne y del sabor del mismo cielo y, sin embargo, aquí estás… totalmente solo.

Paseaste de su mano, viste ponerse el sol y volver a renacer, anduviste por la orilla del mar sintiendo la arena fría en tus pies y un manto de estrellas sirviendo de telón a tus propios piropos. Las viste dormir y despertar, notaste sus pieles desnudas, comiste de sus bocas y te engalanaste con sus gemidos; las sentiste tristes, dichosas, risueñas, preciosas y vivas… y aquí estás tan sólo como nunca. ¿Por qué?

Porque no eran ella – respondí.


Y yo ansiaba que fueran sus manos las que me acunaran en su pecho como antaño lo hicieron, que su pelo castaño se quedara preso en las sábanas de mi cama y su sonrisa iluminase la habitación como aquellos domingos donde no había más sol que ella. Que sus pies descalzos cruzasen de punta a punta el apartamento para saltar sobre mí cuando llegase a casa y mis hijos, esos que nunca tuve, tuvieran sus apellidos. No quería más imagen en mi mente que el momento en que se puso la camiseta de fútbol que le regalé ni más olor que el de su cuello, que es el último que recuerdo. No quise otro futuro que el de idealizar una etapa que nunca regresó y, por ello, por perfeccionar hasta lo irracional lo que seguramente no fue tan perfecto, no pude querer jamás tanto como la quise a ella. Mi corazón se agotó de amar con esa fuerza y se declaró en huelga indefinida.

Así que gracias por todo lo que la vida me proporcionó – Le dije - Jamás fui merecedor de tanto halago aunque sí plenamente consciente de lo que tenía, de lo que me vino, de lo que gané yo y, por supuesto, también de todo lo que perdí. Pero aunque perdí mucho, quizá demasiado, jamás fue comparable a aquella mañana en que todo terminó y nada volvió a ser igual, porque fue allí, ese frío primero de diciembre donde comprendí que cuando uno ha amado con todas sus fuerzas no tiene fuerzas para volver a amar igual.

lunes, 20 de diciembre de 2021

Tardes pasadas

Paseaban entre murallas centenarias y atalayas escondidas, discurriendo por unas calles empedradas con tanta historia como el mismo mundo, con tanto vivido en ellas que sería imposible describir, narrar o, tan siquiera, imaginar. Ella lo hacía por la izquierda por una extraña manía de esas que no tienen explicación racional. Él, a su derecha, como el ángel custodio que se preocupa más por salvaguardarla que por su propio bien. “Y así” pensó “podría ser para siempre”.

Toledo se erigía hermosa y las luces artificiales de cien mil faroles la engalanaban todavía más. El debate sobre si la ciudad estaba más bonita de día o de noche parecía tan eterno como el mismo tiempo, así que decidieron aplazarlo para más adelante. Las calles se iban sucediendo una tras otra, mientras los dos vagaban por ellas entremezclándose entre una marabunta de gente enmascarada y temerosa en mundo tan deseoso de vivir con miedo que, por momentos, asusta demasiado. Pero ese es otro tema del que ya trataremos.

Él la miraba de soslayo, como quien observa algo sin saber muy bien cómo ha llegado ahí. Desgranaba cualquier detalle: sus pantalones acampanados, sus zapatos negros, la bufanda que no trajo nunca consigo o esa sonrisa que, tímidamente, salía a relucir de vez en cuando. Su media melena cayendo sobre el abrigo azabache y esos ojos preciosos en los que, pensó, se podría perfectamente bucear una noche entera de luna llena como aquella.

Caminaron guiados por el instinto y sin saber muy bien a dónde ir, que es como se hace siempre que uno está bien, que se siente a gusto, libre y alegre. Se vislumbraba al fondo la catedral, guarecida por una campana de la que todavía se duda si es tan grande como se dice o, quizá, más aún. Una ventana diminuta, azulejos secretos, el Alcázar iluminado, murales, portones y, sobre todo, mucha cerveza. Lo que fueron horas se antojaron segundos y lo que parecía una tarde entera al final no fue más que un leve suspiro de tiempo tan corto que, a la mañana siguiente, pareció haber sido un sueño en vez de una realidad. Y es que, según dicen, el tiempo pasa más rápido cuando uno está feliz y, por qué no decirlo, durante esas horas, él pareció volver a serlo.

¿Y por qué? Se preguntó durante muchos días después sin querer creer del todo lo que a todas luces parecía una certeza, la de que aquello se debió a una niña perdida en un mundo de adultos, a la ternura empezando a hacerse mujer y a todo un universo de ensoñaciones con futuros improbables y comidas en familia los domingos. A unos labios maravillosos que no se atrevió a besar, a un par de manos congeladas, el sonrojo de una pedida de matrimonio improvisada, el ruido de coches y campanas, un mercadillo navideño y el sabor picante de una hamburguesa enorme que no se pudo terminar.

Y fue ahí donde volvió a quedar demostrado que la vida no es más que una sucesión de pequeños momentos en los que uno ha de ser feliz o, al menos, rodearse de gente que haga que sea más probable serlo. Porque son los instantes donde uno se siente pleno los que hacen que lo seas, y son los días en los que te acuestas con una sonrisa en la boca los que sirven para que, muchos años después, eches la vista atrás y pienses: “joder, qué días más buenos fueron aquellos”. Así que, bien pensando, una tarde por una ciudad de cuento de hadas acompañado por una chica que bien podría ser protagonista de cualquiera de ellos, es todo lo que uno necesita para sentirse pleno y darse cuenta de que esta vida, con muy poco, es más maravillosa de lo que se puede llegar a creer.