Suenan sirenas y gritos en las calles, el cielo se tiñe de naranja y la desesperación se hace dueña de todo lo que nace fuera de esas cuatro paredes. La cuenta atrás ha comenzado, cuarenta y cinco minutos, nos dijeron, tres cuartos de hora desde que se presiona el botón hasta que todo desaparece. Y él acaba de contar cuatro. Quedan cuarenta y uno. Nada más.
Difícil llegar a cualquier sitio importante, prácticamente imposible terminar todo en los brazos de alguien que merezca la pena. “Qué curiosa la vida”, piensa él, “tantas veces rechazando el beso cálido de quien te lo quiso dar y hoy desearías un par de horas más para poder morir allí”. Pero no podrá ser. No queda tiempo suficiente.
Pasa los siguientes segundos en la quietud de una casa vacía, pensando en todo lo que queda por vivir y que ya no podrá ser, con una sensación difícil de explicar, mitad pena y mitad temor de si habrá sufrimiento o todo sucederá rápido.
Una lágrima resbala por su mejilla y es ahora, al borde del apocalipsis, cuando comienzan a surcar su mente recuerdos de un pasado mejor, las imágenes más bonitas de una vida que para algunos quizá fuese demasiado corta pero que, a estas alturas, parece plena… al menos todo lo completa que alguien de su edad pudiese desear. Faltaron cosas, por supuesto, algunas importantes y otras algo menos, pero en la balanza de la plenitud, esa que mide el nivel de felicidad que has experimentado, salimos bastante bien parados. “Porque sí”, piensa el chico, “podemos dar gracias a Dios por todo lo que hemos vivido, por tantos momentos buenos y otros tan increíbles que parece difícil de haber conseguido realizar”.
Se levanta del sofá y se dirige a las cinco botellas de vino que reposan sobre la estantería. Abre la mejor, claro, no habrá tiempo para descorchar otra. Enciende el reproductor de música para acallar los claxon de los vehículos que quieren huir allá a lo lejos y que aún no son conscientes de que no hay escapatoria posible, que todo va a terminar en un poco más de media hora. Se sirve la primera copa, relamiéndose en ese sonido que emana de la botella al caer y que siempre fue su favorito. Bebe un trago. “Delicioso” – se dice para sí antes de volver a sentarse y buscar una posición cómoda para acabar sus días. Se lleva de nuevo el cristal a los labios y vuelve a beber evadiéndose de allí a la velocidad del rayo, surcando océanos de tiempo, que diría Bram Stoker, para volver a encontrarse con ella, para vislumbrarla en su mente una última vez. Y allí aparece de nuevo.
Le sonríe con dulzura, con las mejillas sonrojadas y sus ojos vidriosos. Lo recibe con un abrazo y luego lo besa en la mejilla. El sonido de su voz se cuela en sus tímpanos como la más bonita composición musical y el roce de su piel se hace el lugar perfecto para decirle adiós a esta vida que está por terminar. La besa y, sin estar ella presente, siente sus labios como lo hizo antaño, porque podrían pasar cien mil millones de años y ese sabor jamás se marcharía del todo de su boca. Le dice que la quiere, que siente haberla dejado ir, que ojalá todo hubiese sido distinto y que se arrepiente de todo lo que le ha llevado a tener que inventarse ese final en su mente, a que no pueda ser real, a que ahora, cuando la guerra toca a su fin y la corneta de los cuatro jinetes resuena con fuerza, no esté ahí viendo arder el mundo junto a él.
El cielo se ennegrece y el miedo se apodera de todo. La luz artificial desaparece y todo queda gris. Él rompe a llorar. Lo que parecía una lágrima perdida se convierte en un manantial sin final aparente que, sin embargo y aunque muchos no lo crean, no tiene nada que ver con el miedo a lo que vendrá, sino con la resignación de que ella está ahora en los brazos de otro que sí podrá acabar sus días con la mujer más maravillosa de cuantas existen mientras que él, ese pobre desdichado con la boca azulada por el vino, se tendrá que conformar con un recuerdo insulso que nunca se marchó del todo.
Vuelve a mirar el reloj antes de volverse a llenar la copa. Apenas unos segundos para que todo termine. Cierra los ojos, saborea de nuevo el líquido y piensa por última vez en ella. Y entonces, el sonido ensordecedor de un proyectil termina con todo cuanto conocimos y se lleva consigo el corazón roto de un chico empapado en vino y totalmente borracho de amor.