jueves, 19 de septiembre de 2019

Tampoco quiero

No quiero que otros ojos se reflejen en los míos al amanecer, que otros labios me besen, que otra voz pronuncie mi nombre o que otras yemas me acaricien la piel. No quiero que otra mano me ayude a levantarme cuando me vuelva a caer, no quiero ni otra boca junto a la mía ni otro cuello que morder, no quiero que sean otros besos los que me hagan estremecer de placer y, sobre todo y ante todo, no quiero que ninguna otra persona en este universo sea la que me vea envejecer.


Tampoco quiero que mi cama se pueble con otras mujeres ni, como te dije hace algún tiempo, tu fragancia desaparezca de mi almohada. No quiero ni otra primera cita, ni el número en un bar de aquella chica ni masajear otros pies cuando llegues cansada. No quiero más bajas en guerras cuando tenía la tuya ganada, no quiero soldados heridos, ni disparos ni balas gastadas; no quiero más que ser tu maldito esclavo en la que una vez fue nuestra cruzada. No quiero más principios en esta historia que ya ha tenido muchos finales, no quiero más primeros besos noches que parecen que nunca van a terminar, lo único que le pido a esta vida que comenzó hace tiempo pero no parece que vaya a pasar es tenerte para siempre, desde esta misma noche, hasta el momento en que deje de respirar.

Porque prefiero pelearme contigo a hacer el amor con cualquier otra, prefiero una tarde sin hacer nada a tu lado que dar la vuelta al mundo si tú no te vienes, me conformo con una cena en casa, con una manta tapándonos o un cine los viernes. No pido más que la quietud de una vida sencilla a la de una vida repleta de todo pero en donde tú no me beses. Que pasen los días y pasen los meses, que venga lo bueno y también lo malo, que pare la tierra o el sol comience a moverse, que se vaya todo al carajo pero necesito que regreses.

No quiero un cuento de hadas si no eres tú mi princesa, no quiero que suene la canción perfecta si no la escucho contigo, no quiero guirnaldas, luces, velas ni tartas de fresa. No quiero más días de lluvia si está mi sofá tan vacío, no quiero que salga el sol mañana si, por mucho que caliente, no siento nada más que frío. No quiero otra vida que no sea la que era contigo, no quiero darle el corazón a nadie porque ya es imposible, porque no tiene sentido, porque no le puedo regalar a otra lo que ya no tengo porque lo he perdido. Y es que, querida mía, la unica que puede regalarlo eres tú... porque tienes el mío.

martes, 6 de agosto de 2019

Te llevaste

Te llevaste lo mejor de mí aquella fría noche de invierno y tantos años después, aún espero que me lo devuelvas, que te sientas un poco culpable por habérmelo arrebatado todo y, un día de estos, aparezcas en mi puerta para compensarme.

Mis ganas de reír se fueron con el último coletazo de esa sonrisa tuya que tanto me gustaba y que pareció perderse en los meses finales de aquel tiempo maravilloso que vivimos juntos. El tacto de mi piel desapareció cuando tus manos dejaron de entrelazarse con las mías, cuando tu espalda desnuda comenzó a ser surcada por otras bocas y tus piernas no se amarraban con fuerza a mi cadera cuando no había nadie más en el planeta que tú, yo y una cama para guarecernos. El mundo dejó de tener tonalidades el día en que te marchaste por esa puerta, el día en que dejamos de hablar, el día en que todo lo que parecía eterno comenzó a volverse tan efímero que, desde entonces, parece que nada ha vuelto a pasar con realidad manifiesta.

 
Te llevaste los colores de una paleta que ahora es blanca y negra. El sonido de tu voz, que era la banda sonora de toda mi existencia, se fue contigo convirtiendo la película en muda, como si fuera de esas de principios de siglo que ya nadie quiere ver. Te llevaste tu ropa y mi armario sigue mustio, trise y decaído desde entonces. Te fuiste con todo lo material, con todo lo banal, lo que menos importancia tiene pero que, curiosamente, es lo que más me recuerda lo importante que fuiste. Porque sigo viendo aquellos zapatos de tacón, tus colgantes, tu secador de pelo y los mil potingues que adornaban el mismo cuarto de baño que ahora te llora como un crío pequeño y me pregunta cada mañana dónde estás, cuándo vuelves o cuándo volveremos a llenar la bañera de agua, espuma y vino otra vez. 
Te llevaste tantas cosas que todavía me pregunto si me dejaste algo que tener. Te llevaste todo lo que no valía para nada, lo que lo valía todo y lo que ya no volverá a valer.

Te llevaste los momentos y me dejaste los recuerdos, te llevaste las palabras y me dejaste los silencios, te llevaste los besos y me dejaste el sabor de tu boca impregnado para siempre en mis labios. Te llevaste todo lo bueno que tenía, que era mucho; y me dejaste con la imagen de una vida que ya no volverá a ser igual, que ya nada tiene que ver con lo que fue, que nunca será como era y como siempre quise que fuera y pensé que sería como tuvo que ser. Te lo llevaste todo y me dejaste aquí, recordándote cada puñetero día, cada hora, cada minuto. Te fuiste y te llevaste tus cosas, tu cuerpo, tu mente, tu espíritu, tu alma y tu ser y, sin darte cuenta y aunque quizá no lo sepas, metiste en tu maleta todo lo mejor que tenía yo también.

jueves, 27 de junio de 2019

Veintisiete de junio

El calor irrumpe en cada rincón de la vieja Europa y los rayos de sol pegan con toda su fuerza en los tejados de las casas y sobre los campos de trigo. El cielo es más azul y los termómetros están al borde del colapso. Mientras todo eso ocurre, las gotas de sudor empapan las sábanas de una cama triste, mustia y abandonada por un amor que, en alguna ocasión no tan lejana, se hacía patente en ella con la fuerza de un tifón.
No había estaciones en ese tiempo pretérito porque no había ni horas, ni días, meses o minutos, sólo estábamos ella y yo, como parecía que siempre había sido y siempre, por los siglos de los siglos, iba a seguir siendo. Lástima que la vida no te deje siempre elegir cómo acaban las historias, lástima que todos los veintisiete de junio lo tenga que recordar.

Ahora todo ha cambiado aunque, contradictoriamente, todo siga igual. El mismo armario de pino y la misma mesa adornan esa habitación que tantas caricias vio, que tantos besos escuchó y de la que tantas y tantas noches de pasión fue testigo. La pared sigue blanca, a la ventana le cuesta cerrarse como antaño y la maldita cisterna del baño sigue dejando escapar el agua. “A ver si la arreglo de una puta vez”, repito una noche tras otra… pero al final jamás lo hago porque quizá, y sólo quizá, ese ruido que tanto aborrece sea ya lo único que me queda de ella.


Todo sigue igual que cuando aquella mujer de ojos verdes y piel oscura moraba por aquí, sin embargo, ya nada es lo mismo. Su ropa no puebla el armario ni su fragancia se huele en los pasillos. Aquellos zapatos talla treinta y ocho de Zara hace tiempo que desaparecieron como lo hizo ella en una fría noche de diciembre: para no volver nunca más. Ya no queda rastro de sus vestidos ni del maquillaje o el secador del pelo, ni del cepillo de dientes rosa o las manchas de carmín en mis labios. Ya no hay baños de espuma en el cuarto de aseo, ni copas de vino ni sonrisas cómplices. Ya nadie me dice que me levante a cerrar la ventana porque la despierta el frío de la mañana, ni me pide por favor que la abrace porque si no es imposible dormir. Todo quedó tan lejano que seguro que ella, este veintisiete de junio, no se acuerda de nada aunque yo no pueda pensar en nada más. Y esa es, probablemente, la peor condena a la que estoy sometido durante el resto de los días de mi vida y, muy especialmente, los días como hoy: a rememorar los mejores años que tuve, el tiempo en que mi corazón con más fuerza retumbó, los meses y los días más felices y la forma en que todo se terminó. Roma nunca volverá a ser la capital de Italia ni yo un simple enamorado más, porque al final los recuerdos te transforman el alma y el amor que se fue, aquel que fue tan grande que tu pecho a duras penas lo soportaba, te hizo un hombre nuevo aunque infinitamente peor.

sábado, 18 de mayo de 2019

Ocho copas

Ocho copas de vino perfectamente alineadas en dos filas de a cuatro. Una pared de ladrillo y una ventana al fondo. Una carta y una tapa, una chupa de cuero y la certeza de que no existe un cuadro más bonito en todo el puto planeta tierra porque ella, en medio, lo hace absolutamente perfecto.
Viste de negro y mira a la cámara como una modelo a la que no le gustan las fotos, como una niña guapa a la que no le gusta que se lo digan, como una mujer que sabe perfectamente que tiene el mundo a sus pies. Y bien sabe Dios que lo tiene.


Recuerdo que bebía vino hace ya años, cuando no estaba de moda. Tomaba café solo sin azúcar ni edulcorante. Caminaba como quien intenta no destacar pero jamás lo conseguía. Sonreía achinando los ojos y muchas veces, por cualquier gilipollez, lloraba de la risa. Se le está empezando a aclarar el pelo porque el sol empieza ya a calentar en el cielo. Era una de las cosas que más me gustaba de ella, esas puntas doradas contrastando con su piel tostada, eso no se me va a ir de la mente ni aunque mañana mismo me borren la memoria por completo.

La miras y te sientes seguro, en casa, a cobijo y en paz. Te habla y el mundo pasa de ser una guarida de locos a convertirse en el paraíso del que hablan las escrituras. Te besa lento y notas cómo, poco a poco, las agujas del reloj se detienen, como si el universo te diese la oportunidad de disfrutar un poquito más del momento. Si sus manos se pierden en tu pelo te puedes dar por jodido, porque ya has caído en su embrujo y te aseguro que no vas a poder escapar jamás... ni aunque pasen trescientos millones de años.

La fotografía se queda ahí, guardada para los ojos de poco más de ciento cuarenta afortunados que podrán presenciarla siempre que gusten. Yo soy uno de ellos y ya la tengo desgastada de tanto mirar. Me encanta esa foto, me encanta lo que ven mis ojos cuando la miran y adoro cómo ella la hace mejor, como solía hacer todo lo que hacía. Me gusta el cuadro en sí, me fascina el contexto y el orden de cada cosa, desde esas ocho copas de vino hasta cómo te mira con esa media sonrisa. Me quedo prendado cada vez que la veo, perplejo al pensar que una vez pasó por mi vida y melancólico cuando caigo en la cuenta de que ya no está. Me place ver que sonríe más que nunca, me complace pensar que es feliz y me deleito con cada una de las veces que así lo compruebo. Lo único que no me gusta de esa fotografía, lo que más odio de ella, de hecho, y además lo hago con todo el dolor de mi corazón, es saber que esa obra de arte perfecta captada con un teléfono móvil no la he hecho yo.

lunes, 13 de mayo de 2019

Loca

No recordaba muchas cosas de la noche en que la conoció, tan sólo una escalera estrecha, su pelo aclarado por los rayos del sol, el sabor a whisky barato en su boca y la sensación, desde el primer momento en que la tuvo delante, de que estaba total y absolutamente loca. De remate.

Tenía una voz estridente y no se podía estar quieta ni un segundo. Se quedó con él a solas pesar de que se acaban de conocer y hablaron de libros y textos, de amor y de la vida, de desayunar juntos aunque no eran todavía ni las cinco de la mañana. Se quedaron los dos solos aunque no debieron haberlo hecho y, aunque se separaron esa misma noche, realmente nunca volvieron a estar lejos el uno del otro... y eso que no se volvieron a ver.

Ella se marchó con la certeza de haber encontrado a un buen amigo y él sabiendo a ciencia cierta que se había topado con la chica más maravillosamente chiflada que la vida le había puesto jamás delante. A veces une más una conversación de madrugada con una desconocida que muchos años de amistad y más si es con una persona de esas que te trastocan los esquemas, de esas que sabes que es única y que no vas a volver a encontrar otra igual.

Porque si de algo estaba seguro es de que ella estaba loca… loca de atar.


Estaba loca por amar y que la amasen con tanta fuerza que la dejasen sin aliento. Necesitaba tantos abrazos que perdiera la cuenta y tantos besos que, al día siguiente, le dolieran los labios de tanto haberlos usado. Necesitaba cariño como el velero necesita del viento para navegar. Lo necesitaba tanto que era incapaz de pedirlo y, cuando lo hacía y por vicisitudes de la vida no lo recibía en ese momento, se enfadaba como una niña de tres años. Necesitaba que le dijeran lo guapa que era aunque siempre te decía que no le gustaba que se lo recordaran. Quería que la quisieran, quería que le cambiase la suerte aunque ella no era capaz de comprender que la suerte era de todo aquel que se la encontraba. Quizá por eso le habían salido tantas cosas mal, porque era el amuleto de todos los demás.

Estaba loca de amor y dudo mucho que exista una locura más peligrosa que esa porque era de las personas que cuando le demuestras que la quieres es capaz de matar por ti. Y a esas son las que realmente merecen la pena, las que nunca deberías dejar ir.

Pero había mucho más que simple locura.

Porque era de esas chicas que chilla o canta en cualquier momento, de las que te llama por teléfono sin esperar a que tú la llames, de las que se pinta la cara y bebe cerveza hasta caer rendida. Era de las que lo mismo se saca una foto dejando fea a la mismísima Granada que luego se mete el dedo en la nariz. Un despropósito en sí misma, una maravillosa y constante contradicción. Se pelea con todos, se molesta cuando no le das la razón o le dices que no puedes irte con ella a la otra punta del país. Se moja por todos y no hay charco de barro que no haya pisado, quizá por eso es de esas mujeres que asusta a los cobardes que pasan por su vida y no tienen el valor de quererla como se merece.

Salta y baila en cualquier festival, ríe como una adolecente y enamora a todos cuando lo hace. Era un torbellino, un remolino de emociones que se mezclaban en un cóctel dulce pero terriblemente fuerte, de esos que te engatusa con el primer sorbo pero de los que sabes a ciencia cierta que te van a traer una resaca del carajo. Era un cúmulo de dislates en metro sesenta de estatura, el consuelo en las noches más tristes, la tempestad que llega cuando más calma necesitas y un par ojos cansados de llorar que todavía te miran suplicando que la quieras de verdad. Era tan increíble que muchas veces parecía que no fuera real, que viniese de otro mundo o de algún lejano lugar y, aunque siempre se estaba moviendo, los que alguna vez la tuvieron delante aseguran que no era un ángel caído del cielo, sino una persona terrenal.

Siempre que charlo con aquel chico sobre ella me cuenta la historia de la escalera de aquel apartamento y siempre, sin excepción, termina diciéndome lo mismo: no hay nada más bello en esta vida que encontrarte a una persona que esté tan loca que te haga replantearte tu cordura y, quizá, consiga hacerte perder la cabeza por ella hasta el límite de no volver a estar cuerdo nunca más.