martes, 23 de abril de 2019

Ojalá

Ojalá llegue el día en que te des cuenta que tienes alma porque te arda de tanto amor, ojalá que rías mucho, disfrutes de baños de espuma, de noches largas y llores de emoción. Ojalá te bañes desnuda y escuches el sonido del mar, ojalá te digan cada día lo preciosa que eres, te abracen hasta que te duermas y te besen despacio en ese lunar. Ojalá te miren a los ojos con tanto cariño que no puedas respirar, ojalá encuentres a ese hombre al que tanto buscas y que estoy seguro de que se muere porque lo encuentres ya.

Ojalá destapes cien botellas de vino y hagas el amor en una playa; ojalá empieces a sentir fuerte, no tengas miedo al dolor, te quites el casco, el escudo y la cota de malla. Ojalá que te cojan la mano y no te la suelten jamás, ojalá que te hinches a dulces, que veas mil lluvias de estrellas, el cielo de color anaranjado y el turquesa del mar. Ojalá que seas tan feliz que llegue un día que, aunque no tengas de nada, no necesites nada más.
 


Ojalá que te despiertes desnuda, helada de frío y tengas a alguien que te arrope al verte temblar, ojalá que ese alguien prefiera quedarse él helado a verte a ti tiritar. Ojalá tengas largos paseos por el campo y viajes desde las montañas al mar, ojalá veas todo lo que siempre quisiste y te parezca todo un sueño del que no querer despertar. Ojalá que tu vida sea un cuento de hadas repleto de caballeros y torneos, batallas y armas... y un amor de esos con principio pero sin final.

Ojalá que te colmes de buenos libros, de cine y música de verdad, que te ericen la piel unos dedos surcando tu cuerpo, que te besen tan fuerte que apenas puedas respirar. Ojalá que pasen las horas muy rápido, casi tanto que no las puedas ni contar, porque cuando eso sucede, querida mía, es que estás viviendo de verdad. Ojalá la lluvia te moje ahí fuera y tengas que resguardarte bajo algún portal, ojalá que te arranquen la ropa con la pasión de un adolescente que está comenzando a amar. Ojalá también que te besen lento, concienzudamente y sin prisas por terminar, ojalá que en otras ocasiones lo hagan tan rápido y tan fuerte que te excites tanto que parezca que vas a explotar. Ojala que te quieran en cientos de lugares, a cualquier hora y sin importar quién te pueda observar, ojalá que te aprieten tan fuerte hacia un pecho henchido de pasión que creas que te van a destrozar.

Ojalá que todo te vaya bonito, ojalá que te hagan reír y también enojar, ojalá que te des cuenta de que la vida sin lo malo no es tan buena como nos cuentan o como a veces queremos aparentar: que necesitamos pena para valorar la alegría, que las lágrimas de tristeza sirven para depurar una realidad obstruida, que a veces hay que ceder un poco para que el otro se entere que realmente, y aunque quizá no lo demostrabas como debías… lo querías más que quieres a tu propia vida.

Ojalá llegue un día en que, como te decía al principio, te duela el alma de querer tanto; ojalá comprendas que entonces y sólo entonces, habrás encontrado lo que andabas buscando. Ojalá la vida te sonría, le devuelvas la sonrisa y la hagas tan feliz como todas las mañanas que veía yo la tuya y entendía que eso, y no otra cosa, era realmente vivir.

lunes, 8 de abril de 2019

Tendría que...

Aquel hombre entrado ya en la cincuentena, observaba cómo una maleta rosa se perdía por el final del pasillo de la que había sido su casa, para no volver jamás. Mientras la última lágrima de pena caía por su mejilla y se perdía entre los pelos de su poblada barba, pensó en todo lo que debería haber hecho, en todo lo que debería haber dicho y no hizo ni dijo jamás:

"Tendría que habérselo dicho más. Todo o casi todo. Tendría que habérselo dicho"


"Tendría que haberle dicho lo guapa que estaba todas y cada una de las mañanas que me despertaba a su lado y ella abría los ojos, clavaba su mirada en la mía y me sonreía después. Tendría que haberle dicho que ese y no cualquier otro, era mi momento favorito del día porque a buen seguro que lo era y, estoy seguro, nunca se lo hice saber. Tendría que haberla frenado más veces cuando se levantaba para ducharse e irse a trabajar y abrazarla más fuerte para que no se me escapase. Tendría que haber pasado más sábados por la mañana en la cama y no tantos viernes por ahí sin ella. Tendría que haber apagado el despertador, olvidarme del móvil, bajar las persianas y pasar mucho más tiempo bajo el edredón sin que importase nada de lo que ocurría afuera.

Tendría que haberme mordido más la lengua y, sobre todo, tendría que habérsela mordido más a ella. Tendría que haberle dado muchísimos más besos de los millones que tiene grabados en sus labios por los míos. Tendría que haber callado más y haberla hecho callar más a ella con caricias sanadoras, abrazos apaciguadores y palabras que pusieran calma en la tempestad. Tendría que haber cedido posiciones en las trincheras, negociar más tratados de paz y haber declarado menos guerras. Tendría que haber pretendido menos conquistas y haber abierto más fronteras, tendría que haber intentado conseguir una tregua porque es ahora cuando me doy cuenta de que he perdido la guerra.

Tendría que haberle dicho todo lo que la quería porque quererla más es absolutamente imposible. Tendría que haberle dedicado más tiempo que a cualquier libro, disco, escultura, lienzo o pintura porque tenía frente a mí la mayor obra de arte de la historia de la humanidad y yo gastaba mi vida en burdas imitaciones. Tendría que haber ahorrado para comprarle la luna o, al menos, alguna estrella del cielo porque ahora cualquiera que tenga dos dedos de frente se matará por regalarle todo el puto firmamento. Tendría que haber visto más amaneceres a su lado y también haber bebido más vino mientras el vaho del baño nos elevaba la temperatura del cuerpo. Tendría que haberle gritado menos y haber aguantado mejor sus gritos, tendría que haber encajado mejor todos los golpes que me dio la vida para compensar lo más bonito que jamás me ha regalado. Tendría que haber sido más agradecido y quizá no se me hubiera marchado.

Tendría que haberla frenado cuando salió por la puerta o haber evitado que recogiera su ropa. Tendría que haber explorado mejor su cuerpo o, quizá, no haberlo memorizado tan a la perfección para tener ahora la seguridad de que no se me irá de la mente mientras viva. Tendría que haberla querido menos para que ahora esto no doliese tanto. Tendríamos que haber vivido en otra época, en otro universo, en otro tiempo o en otro lugar para haber estado condenados a intentarlo de nuevo. Tendría que poder viajar en el tiempo para decirle que no la cagase y para darme un par de bofetones cada vez que la cagaba yo. Tendríamos que haber empezado, quizá, con mejor pie. Pero lo único que tengo claro después de tanta lágrima derramada, tanta impotencia que duele y tanta noche sin poder conciliar el sueño es que por mucho que duela no puedo arrepentirme de nada porque jamás nada me hizo tan feliz y nunca nadie volverá a hacerlo"

jueves, 4 de abril de 2019

Matar de amor


Siempre he creído que el destino último de cualquier poeta es morir de amor, desfallecer para no levantarse más por un sentimiento tan inconmensurable, para bien o para mal, que no le permita a tu corazón seguir latiendo. Morir de amor es la batalla final a la que todo hombre de arte aspira, pero, matar de amor o, como realmente se dice, matar por amor... eso ya es otra historia.


Hoy me despertaba con la historia de Ángel y su esposa, María, y de cómo el primero había resultado detenido por darle a la segunda un veneno que había acabado con su vida. Una historia a todas luces terrible pero que, tras una capa de barniz mediático, escondía algo mucho más profundo.
Resulta que María llevaba treinta años postrada en una silla de ruedas y le había pedido insistentemente a su incansable y fiel esposo que acabase con su vida. En el vídeo que se ve a continuación y que la propia pareja habría grabado para paliar la condena del hombre, se entiende un poco mejor de qué va todo esto.


Es al verlo cuando la cabeza deja de dar vueltas y el corazón comienza a latir. Ahí lo tienes a él, intentado explicarle a la cámara de un móvil que ella, el amor de su vida, le está pidiendo que la mate, que no puede ni quiere seguir, que no tiene más fuerzas para levantarse otro día más. Ponerse en la piel de ella es lo más natural del mundo, imaginarse una vida postrada en una silla casi sin movilidad y deseando no despertar más. Todos, creo, lo hemos hecho en alguna ocasión y en todos queda, finalmente, la decisión o el pensamiento de lo que haríamos si llegásemos a esa situación. Sin embargo, a mí hoy me ha dado por pensar en él.


Imagino o, mejor dicho, intento imaginar la vida Ángel, sus últimas tres décadas de dedicación absoluta a la mujer que una vez le robó el corazón para no devolvérselo jamás. Imagino cómo debe ser acordarse de cuando corrían juntos por los campos, cuando hacían en al amor en el coche, cuando paseaban por el centro o iban juntos al cine y verla ahora sin vitalidad, casi sin poder hablar y sumergida en una tristeza tan profunda como continuada y sí, se me parte el alma entera. Me imagino la impotencia de ese hombre al escuchar a su mujer pidiéndole entre lágrimas que le quite la vida y él negándose a hacerlo una y otra vez porque no quiere perderla, porque prefiere tenerla en una silla de ruedas a dejarla ir para siempre. Lo veo llorando junto a ella, acariciándole el pelo e intentando consolar una pena que no tiene consuelo posible. Así noche tras noche, durante muchos meses, durante muchos muchos años.
Lo veo llevándola a la cama y limpiándole el cuerpo, ese cuerpo que un día hizo suyo y ahora no pertenece a nadie, ni siquiera a su mujer. Vislumbro como buenamente puedo miles de noches de pena y congoja, de peleas y discusiones, de maldecir a Dios por la vida que les ha dado y no puedo dejar de sentir cómo un pinchazo de rabia, dolor y lástima me perfora el corazón. Vuelven a mí interrogantes demasiado profundos para poder responderlos como siempre que un tema tan trascendental como este surge, pero me apasiona la idea de que todavía, en un mundo donde las parejas se rompen por cualquier estupidez, hay gente que está dispuesta a dar la vida por aquello que más ama. No creo que jamás conozca en persona a Ángel o que ni tan siquiera pueda hacerle llegar estas palabras, pero más allá de que su acción sea correcta o no, lo que no tengo duda alguna es de que ese hombre amaba a su mujer.

Y de esta noticia que hoy media España leía se abre el debate sobre eutanasias, abortos, muertes dignas o suicidios. Hoy los bares, las calles, los comercios y las oficinas de todo el país juzgan a Ángel y a María para bien o para mal, recriminándoles cobardía o alabando su valor, pero a mí no se me ocurre hacer una cosa ni la otra, no creo que pueda ni deba. Muchas veces juzgamos las cosas sin saber absolutamente nada de lo que pasa, sin tener ni puta idea de qué sucede, siente, quiere o busca el otro y nos subimos en la poltrona moral del que se ve conocedor de la verdad absoluta para sentirnos los reyes del mambo… sin ser más que una panda de imbéciles que no saben nada de nada. Por eso hoy lo único que quería al escribir estas líneas es pedirle a los cielos que acojan a esa mujer que ya no sufre más y que le dé todas las fuerzas del mundo a ese hombre que, desde ayer, con todo el amor que es capaz de albergar un corazón humano, hizo feliz a la mujer que quería arrebatándole la vida y consiguió, sin quererlo, arrebatarse la suya también. Y sólo por eso, por preferir destrozar su existencia para darle la felicidad que buscaba a su ser más querido, ya merece todo mi respeto. Y lo tienes, querido Ángel... lo tienes para siempre.

martes, 26 de marzo de 2019

Pecado

Todo había comenzado mucho tiempo atrás en un bar de luces tenues y música estridente. Allí había surgido la primera conversación que, aunque había quedado tapada por cientos de días sin saber el uno del otro, seguía volviendo a la cabeza de aquellos dos amantes que hoy se reencontraban en una habitación vacía que pronto iban a llenar de besos y de pasión.
“Estás preciosa” le dijo él de repente. Ella, poco acostumbrada a los piropos, se sonrojó como una quinceañera a la que agasajan por primera vez. 

Una fotografía del Madrid del siglo pasado adornaba la habitación y bajo ella una cama coronada por dos almohadas individuales y cubierta por una sábana tan blanca como la nieve los esperaba. Sin embargo, el miedo se hacía demasiado grande como para que pudieran intentarlo, como para que se animaran siquiera a acercarse un poquito más.

Dudaron un segundo y luego otro más, y mientras uno se decidía a dar el primer paso y la otra aguardaba a que él lo diera, los banales temas de conversación que habían ido surgiendo con el paso de los minutos se iban acabando poco a poco como los granos de arena de un reloj que pronto habrá que voltear de nuevo.

“Me tengo que ir” dijo ella, después de un rato en silencio, mirando su reloj  – “Mi vida sigue ahí afuera”. Él la miró sin decir nada en primera instancia y luego bajó la cabeza al suelo, apenado, frustrado y consciente de que su única oportunidad se le escapaba de entre las manos. La chica se acercó y lo besó en la mejilla antes de marcharse para siempre. “Es lo mejor” sentenció. Y entonces se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta principal mientras él se quedaba obnubilado en aquella camisa nívea y semi transparente que le habría arrancado allí mismo.


Y fue entonces cuando se animó a hacerlo.


La cogió de la mano antes de que diera un paso más y la atrajo hacia sí con tanta vehemencia que ni el mismo Dios se la podría haber arrebatado. Sin mediar palabra la besó con tanta pasión que ella sintió que las piernas le fallaban, que podría caer el suelo de repente si él la soltaba en ese preciso momento. Notó cómo su corazón se encogía y su piel se erizaba y cómo absolutamente todo su cuerpo se contraía en un segundo para, uno más tarde, soltarse como los resortes de un colchón y devolverle ese beso con el que llevaba soñando tantos días, tantos meses y tantos años que ya había perdido la cuenta.


Se fundieron en uno, guerrearon con sus lenguas unos minutos hasta que la ropa comenzó a molestar. Él le quitó la blusa y ella le desabrochó el cinturón. Cinco minutos después el sudor había pasado de sus cuerpos a las sábanas y éstas estaban tan mojadas que la humedad había atravesado el colchón. Él la besaba sin parar, con un miedo irracional a que se fuera y no volviera jamás. Le había agrietado los labios de tanto besarla y las mejillas estaban tan coloradas por lo mismo que parecían fruta madura. Ahora surcaba su cuello consiguiendo que los gemidos de la mujer se esparcieran por la habitación como el eco en un precipicio. La apretaba contra su cuerpo una y otra vez, le acariciaba los muslos y cada cierto tiempo le suplicaba que no se fuera, que aguantase un segundo más allí con él. Y luego otro más. Y luego otro. Y ella, tan extasiada de pasión que apenas podía respirar, le juró por lo más sagrado de su vida que no se iría jamás de allí aunque ambos sabían que esa era la mayor mentira que se habían dicho hasta la fecha.

Quedaron desnudos en el cuarto, abrazados y mirando al techo después de horas y horas de desgastarse mutuamente. Luego ella se vistió mientras él miraba cómo lo hacía. Cuando estuvo lista se acercó y buscó su boca por última vez. Sus ojos se encontraron antes de que sus labios lo hicieran también y todo acabase para siempre. Nadie dijo nada. Ella se dio la vuelta y se marchó de allí para no volver y él hizo lo mismo, media hora más tarde, después de tomar una ducha bien fría.
No se volvieron a encontrar jamás, al menos en la vida real, porque cada cierto tiempo y durante el resto de sus vidas los dos se hallaban en los más pecaminosos sueños y en las más febriles fantasías que sus mentes podían imaginar. Y eso les bastaba a ambos para saber que todo aquello había merecido la pena.

martes, 19 de marzo de 2019

Mándame una señal

Se sentó frente a la ventana de su habitación a rezarle a cualquier dios que pudiera escucharle una plegaria que tenía tintes de amargura, desesperación, tristeza y de un amor que no acababa de marchitarse jamás. Les pedía a esas estrellas que ocupaban el vasto y ennegrecido firmamento que la apremiaran a ella a que tampoco se olvidase de él y que le mandase una señal de que seguía ahí, estuviera donde estuviera, esperándolo un poquito más. 

Cerraba los ojos y todavía podía sentir el tacto de sus manos surcando su espalda, el olor de su cuello perforando sus fosas nasales, el escalofrío que le producía el momento en que sus ojos se cruzaban y la sensación absoluta de paz que le daban sus labios. “Mándame una señal”, susurró, “recuérdame que no te has ido”.

La suave brisa de la noche despeinó su cabello y él buscó refugio en la calidez del edredón. Se tapó hasta el cuello y sus pupilas quedaron mirando ahora el techo blanquecino de su habitación que contrastaba con el opaco universo que había vislumbrado segundos atrás. Pasó un par de horas despierto, hundido en la soledad de un cuarto vacío que bramaba por ella, porque regresara de aquel destierro al que ella misma se había sometido y que parecía no tener fin. Se había marchado de cruzada a los brazos de otro tipo, a refugiarse en otras manos que ahora no la querían soltar, en otra boca, en otro cuerpo y, en definitiva, en otra vida; y él no podía más que maldecirse por ese día, ya muy lejano, en que la dejó escapar.

Las manecillas del reloj seguían su curso y junto al sonido de algún coche que surcaba el asfalto de las calles cada cierto tiempo, era lo único que se podía escuchar. Su mente no se apartaba de ella y sus plegarías salían por la ventana de la alcoba para morir en el infinito espacio donde él esperaba que encontrasen respuesta. “Recuérdame que sigues ahí, no te vayas del todo… por favor”. Las palabras se comenzaron a mezclar con lágrimas de tristeza y desasosiego que resbalaban por sus mejillas. La pena se acrecentaba en su pecho y su corazón latía al ritmo de un tambor de guerra cuando imaginaba que no la volvería a ver más, que el sonido de su risa y sus ojos achinándose con ella únicamente iban a quedar relegados a un bonito recuerdo guardado en su imaginación. Notaba cómo le faltaba el aire cuando pensaba que no volvía a verla más bajo su pecho, resoplando con pasión cuando pasaban toda la noche haciéndose uno solo. Se sentía profundamente apenado cuando se vislumbraba con cualquier otra mujer que no fuese ella paseando años después de la mano y, por último, sintió que se le desgarraba el alma en el momento en que se hizo a la idea de que la había perdido para siempre. “Por favor, no te vayas” volvió a decir una vez más.


Y entonces quedó profundamente dormido de un segundo para otro. Sus sueños le transportaron a ese momento donde creyó que no podía ser más feliz: a esa habitación iluminada por velas y con olor a incienso donde un día la tuvo y donde creyó que jamás podría tener a otra. Se encontró una noche de verano acariciándole su cabello, aclarado por los rayos de un sol que, de paso, había tostado el resto de su cuerpo haciéndola, sin duda, la mujer más bonita sobre la faz de la tierra. Ahí estaban los dos, en un mundo onírico e irreal donde nada más importaba, donde jamás se habían separado y donde ni el rencor ni el orgullo habían existido jamás. No había hueco para reproches ni peleas, para mentiras ni engaños, para recordar todo lo malo que ambos habían hecho y tantas veces se habían recriminado. No había lugar para otras personas que no fueran ellos dos, para otra música que la de sus palabras de amor profundo, para otros cuentos que los que ellos habían ido escribiendo. De nuevo estaban juntos los dos y él no podía pedir nada más. Así que en ese mismo instante deseó que no se acabase aquel momento mágico y lo hizo con tanta fuerza que los mismos dioses a los que había rezado horas atrás, conmovidos por aquel amor irracional e imperecedero, le concedieron el deseo que tanto ansiaba. Y el chico quedó inmóvil en su cama, pálido y frío como la misma noche para nunca más despertar. Permaneció vagando en un sueño que se había hecho realidad junto a la mujer de su vida aunque ella dormía a muchos kilómetros de distancia sin tener conocimiento de lo que ocurría. Y así ambos ganaron sin saberlo… y así el universo hizo justicia una vez más.