Una de las mayores mentiras que
se pueden oír por ahí, es la de esa expresión que viene a decir que una imagen vale más que mil palabras. No
estoy para nada de acuerdo.
Se postra frente a mí, una vez
más, una mujer sentada en una silla tapizada en tonos rosáceos. Su mirada está
fija en una cámara fotográfica que la inmortaliza mientras ella, con una
sonrisa que encandila y unos ojos marrones que miran al objetivo con un brillo
que te hace estar seguro de que no puede existir persona más buena sobre la faz
de la tierra, se deja perpetuar. Viste de amarillo porque no le tiene miedo a
la mala suerte y sus piernas se cruzan a lo Sharon Stone en Instinto básico. Eso le decía hace tanto
tiempo que parece que fue ayer.
Nunca supe dónde se la hizo, ni
cuándo ni cómo ni en qué situación. Jamás le pregunté sobre esa foto, quién la
sacó o si era de día o de noche; pero estoy seguro que es la instantánea que
más veces me ha dejado sin palabras en todos los días de mi vida.
Su brazo derecho cae muerto sobre
el reposabrazos y el izquierdo se posa sobre su rodilla desnuda. Su pelo
empieza a dorarse como siempre hacía cuando los rayos de sol del comienzo del
verano comenzaban a golpear contra el asfalto seco de Madrid. Su piel, esa en
la que me perdí tantas veces que tengo memorizada como el Padrenuestro, comienza también a adquirir el tono ocre que me llevó un día a decirle al oído que podría
ser perfectamente la mujer de mi vida… y la de todo aquel que no estuviera tan
ciego como para dejarla escapar.
El suelo es negro y el corte de
la imagen no deja ver el color de sus zapatos. Una chaqueta cuelga de otra
butaca mientras ella no deja de sonreír y, casi sin quererlo, con esa sonrisa, consigue que el cámara se mueva un poco en el momento exacto en que golpea el
gatillo... y la foto sale parcialmente borrosa por ello. Sin conocerlo de nada y
estando absolutamente seguro de que era un hombre, desde aquí tengo que decirte
que a mí, querido amigo, también me habría temblado el pulso. Estás perdonado.
Recuerdo cómo achinaba los ojos
cuando sonreía. Es una de esas cosas que no se me terminan de ir jamás de la
memoria por mucho que me esfuerce en olvidarlo. Comenzaba guiñando un poco los
dos porque jamás supo hacerlo con uno solo, y luego los cerraba despacio como
una niña de cuatro años en el jardín de infantes. Se picaba cuando le hacía
burla por ello y chasqueaba los labios en señal de disconformidad. A veces, si
lo que le hacía reír era lo suficientemente poderoso, se ponía a llorar con la
facilidad de una quinceañera viendo El
diario de Noa y uno no sabía si abrazarla para consolarla o para evitar que
le diera un ataque al corazón.
Ella abrazaba muy bien.
Te cogía por debajo de las axilas
y te acariciaba los omóplatos con delicadeza. De vez en cuando, más por
vergüenza que por actitud maternal, te ronroneaba un “ea, ea” que, en realidad,
venía a querer decir que a ella también le encantaba que la abrazases. Cómo
habría cambiado la cosa si nos hubiésemos dicho todo cuando tuvimos que
decirlo. Jamás salió nada bueno de la mentira o de las medias verdades, nos lo
vienen diciendo durante siglos los más sabios del lugar y nosotros seguimos sin
enterarnos.
Pero volvamos a la foto, que aún
queda mucho por contar. Su mechón derecho cae cinco centímetros más abajo que
el izquierdo y, extrañamente, no le encuentro una pulsera ni un collar cuando
no puedo recordarla sin una u otra cosa. Los ojos se le vuelven rojos por la
luz del flash como me pasa a mí en todas las malditas fotos que me han hecho
desde que el mundo es mundo. Esa es otra cosa que nos une, pero desde luego no
la única.
Cualquiera que vuelva a visionar
la imagen intenta perderse por debajo de su falda, es perfectamente natural.
Sus piernas te hacen evadirte del mundo, se las vi increíblemente bonitas desde
el primer día y bien sabe Dios que, años después, sigue subiendo las escaleras
dejando boquiabierto a todo el que viene por detrás.
Y es que, joder, está preciosa.
Estoy seguro de que se lo he
dicho cien veces pero es ahora cuando me arrepiento de no habérselo dicho cien
mil. Es tan guapa que te engancha como la droga más dura y te conquista como si
el mismísimo Atila volviera del infierno con la intención de que la hierba no
vuelva a crecer jamás. Es de esas personas que te amilana con la mirada, que te
apacigua con su voz, que te encandila con sus ojos y de las que los imbéciles
como yo no se dan cuenta de todo lo que vale hasta que un buen día, con las
maletas en la mano, se marcha lejos para no volver jamás. Ella lo vale todo y
estoy seguro de que algún día se dará cuenta de ello.
Yo, por mi parte, tengo el
consuelo de una foto que una vez me envió y que guardo como oro en paño en lo
más profundo de mi corazón. Una fotografía que ustedes no conocen ni jamás
verán. Quizá sea yo el que estoy equivocado y si pudieran observarla no habría
hecho falta tanta explicación. Sin embargo, quise con estas mil y una palabra
que termino de escribir, intentar que se dieran una idea de lo maravillosa que
esa mujer de cabellos dorados, ojos vidriosos y corazón enorme significó para
mí y para todos aquellos que un día nos cruzamos con ella en este autopista que
se llama vida. Si algún día coinciden con ella, no la dejen escapar. Les
aseguro que sería el error más grande que hayan cometido, cometan o jamás
cometerán.