lunes, 10 de octubre de 2016

El pero

El ‘pero’ es la palabra más puta que conozco: “te quiero, pero…”, “podría ser, pero… “, “no es nada grave, pero…” ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era o lo que podría haber sido, pero que nunca fue.

Pocas veces en la historia del cine se creó una película más bella, bien llevada y mejor hecha que la que dirigió y estrenó allá por 2009 Juan José Campanella. El Secreto de sus ojos es, para mí, una de las cien mejores películas de la historia y, sin duda, la mejor que ese país de acento meloso, pavas de mate, sabor a tango y balompié nos ha regalado. Y dentro, escarbando un poco en esa maravilla del séptimo arte, encontramos la reflexión que encabeza este texto y que se erige hoy como principal enemigo del condicional, del ‘pero’ y el ‘y si’; del dejar de lado lo que se puede hacer y nunca llega a realizarse.

No hay nada que más aterre a quién les escribe que el condicional, que ese maldito tiempo verbal que te arrebata realidades para convertirlas en sueños y luego, con el paso del tiempo, transforma esos mismos sueños en irreparables frustraciones. Siempre es mejor arrepentirse de algo que no hacerlo, porque al final, con el paso de los días, el pensamiento de qué pudo haber ocurrido si lo hubiera realizado, si me hubiera armado de valor para decirle que la quería, para darle aquel beso que nunca salió de mis labios, para rogarle que no se fuese, que se quedase aquí un rato más… pesa más que cualquier fallo, por muy garrafal que este haya podido ser. Temer que tus actos puedan salir mal nunca debe ser motivo para frenar lo que puede hacerte feliz esa noche, esa semana o el resto de tu vida. Jamás.

Los romanos lo llamaron ‘carpe diem’ y, tras Horacio, los más románticos basaron su vida en ese concepto tan apasionado como tremendamente irreverente. Chaplin lo plasmó como metáfora utilizando su profesión: “La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Ríe o llora, ama u odia, sal a la calle y corre, o quédate en casa leyendo, pero no dejes pasar el tiempo sin hacer lo que te colme, lo que te haga tan feliz que consiga avanzar a toda máquina las manecillas de ese reloj incesante que un día, cuando menos te lo esperes, se detendrá para no volver a echar a andar jamás.

 
Que no quede en tu tintero un beso que quieras dar y no des por temor. No guardes en la recámara una caricia, un abrazo o una noche desnudo junto a ella bajo las sábanas blancas de una oscura habitación. No dejes escondido un piropo por el miedo al qué dirán, ni esperes a que el próximo tren pase por la estación por si acaso, sin darte cuenta, ese al que estás a punto de subir es el último. Destierra de tu vocabulario el “a ver si nos juntamos un día” y queda con él esta misma noche; olvídate de “el verano que viene tenemos que ir a…” porque nunca lo harás. Saca el billete ahora, móntate en el avión y lárgate a ese lugar con el que sueñas aún a riesgo de no sea como tú creías. No esperes a que el mundo gire en torno a ti ni a que los astros se alineen para hacer lo que más deseas, aquello que tanto anhelas y pospones una y otra vez. No aguardes a mañana para comenzar a vivir porque llegará un día en que las arrugas pueblen tu piel y eches la vista atrás dándote cuenta de que, como decía Enrique VIII en los Tudor, el tiempo es el único bien que no se puede volver a comprar.

Salta si te apetece saltar, llora si la pena te corroe, ama siempre y en todo lugar, corre cuando el mundo intente atraparte, sonríe todo lo que puedas y exprime hasta el último segundo de ésta, tu única vida terrenal y conocida. No temas al qué pasará, pues a todo se le puede poner solución menos a las cosas que nunca llegamos a hacer. Así que hazlas. Ahora. ¡¡Ya!!

domingo, 18 de septiembre de 2016

Domingo de fiestas

No hay nada más triste, mustio y desangelado que un estadio de fútbol vacío, un cumpleaños sin regalos y el domingo en el que se dan por finalizadas las fiestas de un pueblo. Las calles, ayer repletas de gentes, hoy se han vaciado de repente y ya sólo quedan manchas de alcohol en el asfalto, vasos de plástico olvidados y banderines ondeando de lado a lado de unas avenidas tan desiertas que, por momentos, llegan a asustar.
Si has caminado por Elche durante la tarde de hoy seguro que te has encontrado con medio centenar de despedidas diferentes. Las maletas se guardan en unos coches que salen despedidos de aquí hacia todos los puntos de la geografía nacional: de Málaga a Barcelona, de Valencia a Córdoba, de Madrid hasta las Canarias. La gente se reparte la comida sobrante y las mesas se quedan vacías para cenar. Apenas media docena de persona degusta el último menú de las fiestas; el resto, ya no está.

Los locales se limpian con menos ilusión que hace una semana, las conversaciones se acortan y las sonrisas desaparecen; el invierno se deja ver ya por el horizonte y, aunque hace la misma temperatura que ayer cuando todos bailábamos acalorados al son de la música de la verbena, parece que el frío entra cada año a Elche de la Sierra el dieciocho de septiembre. El invierno llega el último domingo de fiestas, eso es algo que todo el mundo sabe.

Los amigos se te van de las manos como granos de arena resbalando por tus dedos hasta vete tú a saber cuándo. La música se apaga, los excesos se acaban, la comida vuelve a ser sana y el cuerpo te suplica que no vuelvas a probar el alcohol durante el resto de tu vida. Las camisetas de las peñas se vuelven a guardar en el armario y en su lugar salen a relucir las sudaderas, los pantalones largos y los jerséis. Las faldas de las mujeres se esconden y las pocas que quedan por ahí dejan ver piernas enfundadas en medias… y eso también es de las cosas más tristes que hay. El verano termina, las terrazas se vacían y las calles vuelven a helarse una vez más. De repente estás bailando una canción como si el mundo se fuera a terminar mañana y al segundo siguiente parece que, efectivamente, el mundo se acaba de terminar.

Sin embargo, ahí quedan, una vez más, escondidos en ese maravilloso lugar del subconsciente llamado memoria, un millar de recuerdos fantásticos, de pensamientos maravillosos e imágenes que no se te borrarán jamás. La euforia desmedida de un baile con tus amigos, el sabor de ese primer beso que estás deseando volver a repetir, el olor a gamba y cerveza por la calle, el tacto de un abrazo fraternal, la ilusión por encontrarte con aquella persona que tanto añorabas y has vuelto a recordar, la adicción por un pueblo que es tan parte de ti que, por momentos, parece que no quieres que sea de nadie más; el acercamiento a gente que durante el año parece que no te importa o que tú tampoco le importas a ella. Y yo, si tuviera que quedarme con algo con lo que vender todo lo que se ha vivido estos últimos seis días, sería precisamente con eso: la exaltación de la amistad de una semana única que marca el principio y el final del año en mi querido pueblo. Todo comienza y acaba en estos días, todo vuelve a echar a andar una vez más a partir de mañana.

Ya sólo quedan trescientos sesenta y cuatro días para que den comienzo las fiestas de 2017… y no saben las ganas que tengo de que lleguen ya.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Luna llena

Había vuelto a sacar del armario su sudadera blanca favorita, con una mezcla de tristeza encubierta por la decadencia inevitable del verano y unos tintes de altanería del que estrena ropa nueva. Las noches comenzaban poco a poco a enfriarse y los últimos días de agosto apremiaban a los amantes a correr, a darse toda la prisa del mundo por robar ese último beso veraniego que tan bien sabe, que tan bien sienta, que tan adentro se guarda por los restos de los días de tu vida. Porque el que besa en verano no lo olvida jamás, por mucho tiempo que pase. Es algo que todo el mundo conoce.

Arrancó el coche y recorrió carreteras desiertas, alumbradas por los focos del vehículo y una enorme luna llena que resplandecía en lo más alto del firmamento. “La última antes de que llegue el otoño” pensó mientras un pinchazo de congoja recorrió su cuerpo durante un segundo interminable. "De nuevo tristeza y calles vacías se ciernen sobre mí, de nuevo frío y mangas largas, de nuevo bares desiertos y atardeceres tempranos, lluvia y hojas caídas".

A ella la vio apenas un par de minutos después de apagar el motor. Había recorrido medio pueblo andando mientras él, cuidadosamente aparcado, la observaba por el retrovisor sin quitarle ojo. Caminaba pausada, deslizándose por el asfalto de la calle principal con el móvil en la mano, intentado recorrer esos últimos metros finales sin parecer preocupada o nerviosa, tímida o retraída. La luna la iluminaba mientras terminaba de transitar los últimos coletazos de la calle principal. Él se juró que sería imposible verla otra vez así de bonita, aunque no tardaría mucho en descubrir que, de nuevo, se equivocaba.


Se subió a su coche con una sonrisa hechizante. Sus ojos brillaban en la noche como el faro al que el náufrago se ve irremediablemente condenado a navegar. Le obsequió con un beso en la mejilla y él, obcecado con aquella boca que llevaba deseando besar tanto tiempo, le giró la cara estrellando los labios contra los suyos. Ella intentó esquivarlo… pero ya era demasiado tarde.

No se han inventado números suficientes para contar los besos que aquella noche de agosto se repartieron bajo una luna llena que, de nuevo, volvía a acoger en su seno a dos amantes que no deseaban otra cosa que eso, comerse a besos toda la noche. No les importó el pasado, el presente o el futuro, sus gustos distintos, sus vidas paralelas, su forma de haber querido o el amor que vendría después; ese lugar deshabitado y alumbrado por los rayos de una compañera lejana pero tremendamente cómplice les bastaba y les sobraba. Se tenían uno al otro, sus labios no pedían más que un beso más, sus manos no deseaban más que una nueva caricia, sus pieles no se podían ni se querían despegar y el mundo, tantas veces cruel, sesgado y manchado de mil y una penalidad, pareció el lugar más maravilloso de cuantos se conocieron, se conocen y se conocerán. Y entonces, mientras el sonido de unos besos se perdía en el vasto campo de esa tierra fértil y llena de vida, comprendieron una cosa incuestionable: al final de este largo camino llamado vida sólo cuentan los besos que has dado, no los que pudiste dar y se te escaparon. Y ellos, esa noche maravillosa, se dieron todos los que quisieron, todos los que pudieron y todos los que necesitaron.

lunes, 18 de julio de 2016

Felicidad

Enterrar los pies en la arena o las manos en sacos de legumbres como hacía Amelie. Que te duela la barriga de tanto reír o las tardes en el sofá oliendo su pelo. El sonido de la primera copa de vino, las siestas de verano o los domingos de invierno; un gol que te hace abrazarte a un tipo que jamás había visto o pasarme la tarde leyendo.

Un trofeo levantado al cielo de Madrid, el niño al que consigues hacer reír, la brazada de una chica preciosa en la piscina o recordar, de repente, aquellos años de tijeras y plastilina. La necesidad de besar a tu madre antes de irte a la cama sabiendo que el sueño si no, no se conciliaba. Sonrojar con un piropo a una dama o recordar esa vez que, de tanta gente que nos subimos encima, reventamos el somier de la cama. El último abrazo a un amigo antes de que se vaya o el primer ‘te quiero’ de una chica a la que amas.

Las noches de parque aquellos veranos que se quedan tan lejanos y las camisetas de dibujitos con pantalones tejanos. Las películas en el cine que sirven de pretexto para que se entrelacen un par de manos o las fotos que, de repente, encuentras en un viejo baúl y donde sales jugando con tu hermano. Los piques sanos, los días en vano, aquella profesora risueña que te enseñaba a tocar el piano; mi jersey amarillo o ese otro naranja butano, el recuerdo de esa familia que está tan lejos… al otro lado del océano.


Tus labios besándome despacio, el ‘clic’ de tu sujetador al desabrocharse, la forma con la que me mirabas antes y el modo en que me guiñabas un ojo cuando parecía que el mundo era más nuestro que de nadie. Tu mechón dorado aclarado por el sol de agosto, tu piel tostada y la marca del bikini en ella; comidas con amigos o las cenas a la luz de una vela. El sabor de una cerveza helada o el de un café recién hecho, una mirada furtiva, un mensaje donde te dicen que te quieren, el despertar con un beso o una larga noche de sexo. Un amanecer en la playa, una señora cantándote un bingo o que te suene el despertador y te acuerdes que hoy no tienes que madrugar, que es domingo.

Tú sin maquillar andando con tu vestido blanco, yo mirándote desde la lejanía embobado, el sonido de tus tacones acompasando la partitura y mi mente imaginando cosas que me llevan a la locura. Las uñas rojas de tus manos agarradas a mi espalda y las mías, traviesas y emocionadas, subiéndote la falda. Decirte que te quiero y te echo de menos, contestarme que tenemos que recuperar el tiempo, y luego, sin que nadie se entere, ponernos a ello sin freno.

Un beso en la frente a una amiga, un abrazo a otra que una vez lo fue, un sentido ‘lo siento’ por aquella vez que me equivoqué. Los recuerdos más bonitos que nos sucedieron ayer y la esperanza de que, aunque todo cambie, sigamos todos juntos… como siempre fue. Un grupo de amigos que estuvo unido desde que alcanzo a recordar, la familia que no se elige, la que siempre responde cuando llamas, la que te quiere de verdad.

Las fiestas en septiembre o una nota que creías que no ibas a encontrar. Nadar desnudo, una buena película, gritar muy alto, bailar pegados y cantar aunque se te dé mal. Amar hasta que duela, besar todo lo que puedas, sonreír con dulzura y jamás, nunca, pase lo que pase, odiar. Beber, comer, dormir y, si me apuran, no parar de jugar. Abrazar a todo aquel que te lo pida y a cuantos lo puedan necesitar. Vivir, en definitiva, la vida como si mañana se fuera a terminar. Todo eso o lo que ustedes quieran, pero cuando llegue el fin de los finales y todos hallamos de mirar atrás, recordemos pocos momentos malos y muchos, muchísimos que nos colmen de felicidad.  


lunes, 11 de julio de 2016

Complícame la vida

Me vas a complicar la vida. Lo sé.

Con tu terquedad y tu cabezonería pero también con esos ojos que se me clavan como espadas en el pecho, con esos labios que no me quito de la mente, con esa sonrisa de la que ya soy penitente, con esas piernas que te arrancan la decencia, que te vuelven un demente; con tu falda ondeando al caminar, altaneramente, y con mi cabeza dando vueltas, en un estado de lujuria intenso y permanente.

Me complicarás las noches de plácido sueño y traerás contigo insomnio y sudor, guerras sin cuartel cuando el calor más apriete, peleas sobre el colchón mientras los vecinos descansan plácidamente. Volverá la vigilia y la necesidad apremiante de un último beso, de una caricia más, de una sonrisa dibujada en tu cara sin la que no podré dormir, de una mañana tras otra rogándote porque no te vayas, que no tengas que partir. Volverán los días en que mi vida se agote si no te tengo junto a mí, años de tiempo detenido y relojes que no terminan de servir, minuteros parados y el sol que parece que nunca se anima a marcharse a dormir. Me vas a complicar tanto la vida que llegará un momento, me temo, en que no recordaré lo que era vivir.

Acabaré preso de tu cuerpo, condenando a una existencia sin separarme de ti, porque bien sabe el cielo que, aunque te vayas a la otra punta del planeta, mi mente, mi alma y mi razón se irán en tu maleta cuando te vean partir. Volverá la dependencia y la necesidad apremiante de quitármelo todo para entregártelo a ti. Me haré súbdito de esos ojos verdes que necesito para seguir, cautivo de tus manos sin las que no alcanzo a sentir, sumiso de tus latidos sin los que mi corazón no puede latir, rehén de tu piel desnuda donde me quiero consumir y recluso de ese ‘te quiero’ sin el que no puedo subsistir.

Tu boca bajando por mi pecho, mis manos enclavadas a tu espalda, gemidos de pasión a las tantas de la mañana, amaneceres que nos cogen despiertos, exhaustos y sin fuerzas para nada. Fines de semana sin salir del cuarto, años que se evaporan como si fuera un segundo, besos que te hacen dar gracias al mundo, miradas que te arrebatan el aire y te hacen respirar profundo.

Me complicarás la vida ahora que no tengo a nadie a quien rendir cuentas. Vendrán contigo las discusiones y las peleas, los celos y los enfados, los momentos malos…y muy malos; vendrás de la mano con penas y riñas, con recriminaciones del presente y también del pasado, con días de planes que salieron mal y otros que directamente se truncaron. Sin embargo, al final valdrá la pena todo el camino sembrado porque de entre la maleza y la siembra que no nació, que se nos murió temprano, me quedará saber cada día que tengo el tesoro más grande que la vida me ha regalado. Así que ven y complícame la existencia, pero ven ya… no tardes demasiado. Aquí te espero, escribiéndote de nuevo como tantas veces ocurrió en el pasado; que no se te haga tarde, que llevo toda la vida esperando.