lunes, 21 de marzo de 2016

Primavera

Con el asfalto húmedo, las ventanas mojadas y el cielo emborronado de nubes, comienza hoy la primavera. Pronto, el sol relucirá con fuerza, las flores adornarán un lienzo luminoso repleto de verdor, dicha y calor. 

Se desempolvan las faldas del armario y las gafas de sol salen del cajón de la mesilla de noche. Las piernas, resguardadas bajo tela durante el invierno, vuelven a taconear por las aceras y las pieles, pálidas y enfriadas por la estación que ayer se despidió hasta nuevo aviso, vuelven a barnizarse en las terrazas de los bares, en la arena de la playa o en algún césped recién cortado.
 

El vino tinto comienza a desprender demasiado calor para un cuerpo que, poco a poco, busca enfriarse con premura. La cerveza vuelve a ser la reina indiscutible de las mañanas y eso viene a significar que, por fin, queda un día menos para el verano. Gracias a Dios. 

La gente sale más, ríe más, ama más y, en definitiva, empieza a ser un poco más persona en el concepto global y auténtico de la palabra. Se apagan los radiadores y se abren las ventanas, la brisa de la noche todavía no es tan calurosa como dentro de unos meses ni tan gélida como semanas atrás. El edredón se guarda en el altillo y únicamente queda una manta que no durará mucho sobre el colchón. De hecho, si vienes esta noche, es posible que no nos dure ni quince minutos.

Vuelve la temporada del polo y el pantalón corto, del chino con camisa arremangada, de guardar sudaderas y jerséis, anoraks, bufandas y guantes. El momento en que la luz aguanta más en nuestras vidas, la noche se hace más corta pero tremendamente más interesante. Nace la era que altera la sangre y aumenta la temperatura corporal, te aviva las ganas de abrazar y de que te coman a besos. Las palabras fluyen, los sentimientos se afloran, la ropa sobra y cada día parece que me faltas más y más.

Da comienzo el período donde el Madrid se forja campeón, ese de noches de Copa de Europa y viajes a lugares aún por conocer. La estación de los caracoles y guirnaldas en las calles, la de verbenas, conciertos y fiestas de guardar; la época donde los trofeos se levantan al cielo y los vestidos son más fáciles de desabrochar. La de los colores vivos y la gente en la calle, la de los primeros amores y la de aquellos que no volverán, la de tú y yo desnudos en una habitación cualquiera rezando porque la noche no acabe jamás, la de sabor a resaca un jueves y la de las bodas que pensamos que no llegarían y comienzan a llegar. Empieza la primavera, la fase del año que marca la diferencia entre la penumbra y la luminosidad, la que adorna con tintes una vida que, en ocasiones, parece emborronarse cada vez más. Y yo, humildemente, únicamente le ruego tres cosas, tres nada más: que no falten mañanas de libros, tardes de amigos y noches en las que me dejes comerte a besos y me acaricies hasta que el sol nos vea despertar.

jueves, 10 de marzo de 2016

Una noche más

Apenas unas gotas de luz se colaban por las rendijas de una persiana entreabierta. La oscuridad reinaba y el silencio de una noche muda y fría le servía de fiel escudero. Pero, de repente, todo cambió.

El sonido de un portazo lo comenzó todo. Una segunda puerta se abrió segundos después y el eco de los besos mudos de dos amantes apasionados interrumpieron una calma que ya no volvería a regir aquella habitación que, desde ese momento, se convertía en territorio de lujuria y pecado.
Sus lenguas guerreaban en una lucha encarnizada donde no había vencidos y todos se proclamaban vencedores. Él la apretaba tanto contra sí que, por un instante, pareció que los dos cuerpos que habían irrumpido en estampida en la alcoba, se fusionaban en uno. La levantó en pulso cogiéndola de los glúteos y la tiró contra la cama con tanta fuerza que la hizo saltar quince centímetros de ésta cuando su cuerpo chocó contra el colchón. Pero a ella no pareció importarle, a ella sólo le importaba que la desnudase lo más rápidamente posible. 

Con la elegancia de una pantera caminando sobre la rama de un árbol se posó sobre el cuerpo de la mujer y siguió besándola aunque, esta vez, con más delicadeza y menos prisa, con más ternura y menos pasión, con más dedicación y menos miedo a que se marchase porque, habiendo llegado ahí, ella jamás se le volvería a escapar. 

Descendió hasta su cuello y sus fosas nasales se llenaron del perfume de su cuerpo. La besó en la garganta y de ahí avanzó al esternón, apartando todo lo posible el jersey gris de lana con el que ella pretendía combatir un frío que hacía tiempo que se había marchado para, de momento, no regresar. Con un ruego sentido y apesadumbrado consiguió quitárselo y, sin que ella se diese cuenta, la condenó para siempre. Le desabrochó el sujetador y se perdió en sus senos mientras ella le acariciaba el pelo y suspiraba plegarias al son del zigzaguear de su lengua. Volvió a encontrarse en sus labios otra vez y, cuando se hubo dado cuenta, sus cuerpos yacían desnudos entre un sudor tan impropio de la época que les pareció que habían conseguido traer el verano al mes de marzo. 


La luz acariciaba sus cuerpos y servía de guía hacia los puntos más prohibidos de sus anatomías. Apenas alcanzaban a ver más allá de dos centímetros de distancia pero, sin duda, era más que suficiente. Los gemidos, alaridos, chillidos, bramidos y aullidos de pasión coparon un ambiente que, media hora antes, había cruzado el límite de lo aburrido y  de lo soso. El sudor bañó una sábana blanca como la nieve y las caricias caldearon una habitación gélida como la misma Antártida. Y de ahí, de una noche más de vino y sonrisas, surgió un recuerdo que nadie les pudo arrebatar jamás. De ahí, de una noche de música y baile nació una historia que no olvidarían nunca. Y de ahí, de una noche que parecía una más entre cientos de miles, brotó un cuento de hadas que ni los incipientes rayos de sol de la mañana ni el estridente sonido del despertador podrían esconder por mucho que se empeñasen. Porque, a veces, la noche más anodina es la que te cambia la vida. A veces, sólo a veces, una noche más es el principio del resto de tus noches, de todos tus días, de todas las tardes y del resto de tus mañanas. A veces, la noche que comienza de manera más insulsa es aquella con la que condimentarás el resto de los días que te queden por vivir.

lunes, 22 de febrero de 2016

Cuando ella bailaba

Cuando ella bailaba el mundo se ralentizaba. Uno perdía la noción del tiempo, de la realidad, de lo que era onírico o tangible, verdadero o falso. Las horas no pasaban, los minutos se hacían años y uno quería quedarse allí por todos y cada uno de los que le quedasen por delante. Cuando ella bailaba las agujas se movían más lento, el tiempo parecía detenerse, la vida merecía la pena y sus piernas se convertían en tu condena.


Cuando ella bailaba la temperatura ascendía. Entrecerraba los ojos y dejaba volar sus caderas con las sensualidad de una tigresa paseando por en medio de una selva de acólitos perdiendo la cabeza por ella. La recuerdo meciéndose como una cuna, abrazada a una copa de vino en el centro del salón, olvidándose de los ojos libidinosos de todo aquel que la miraba. Cuando ella bailaba los grados se incrementaban, el invierno más crudo se convertía en una noche de verano, el hielo se derretía y el fuego todo, absolutamente todo, lo envolvía.

Cuando ella bailaba los hombres enloquecían. La observaban desde todos los puntos de vista: de arriba abajo, de norte a sur y de este a oeste. Se perdían en ensoñaciones eróticas y en fantasías acaloradas. Imaginaban un beso suyo, una caricia de sus manos, el sabor de su lengua en la boca, el tacto de su piel muriendo en las suyas. Cuando ella bailaba la gente soñaba, las mentes echaban a volar, los subconscientes creaban historias de pasión. Cuando ella bailaba el mundo se convertía en un lugar mejor.

Cuando ella bailaba a mí me daba por escribir. La recordaba con su vestido azul marino cayéndole por debajo de las rodillas y cincelando su cuerpo a la luz del neón, subida en esos tacones finos que parecían pegados al suelo. Sus labios rojos se marcaban en la copa de cristal y sus ojos verdes, de vez en cuando, lo hacían a fuego en los míos. Su pelo dorado cayendo sobre sus hombros, su espalda al aire y sus uñas sin pintar, su boca esperando la mía, y la mía muriéndose por dejarse besar. 
Cuando ella bailaba destrozaba corazones, abría heridas y cerraba noches frías, volvía locos a todos con cientos de fantasías, pero aunque ella bailase para todos, yo sabía que ella... era solamente mía.

domingo, 14 de febrero de 2016

Love Story y San Valentín

La frase más rotundamente falsa sobre el amor que he oído en mi vida se la escuché a Ali MacGraw en Love Story. Ella, entre lágrimas, le recrimina a Ryan O’Neal que le pida perdón: “el amor es no tener que decir nunca lo siento” sentenciaba aquella morena de ojos verdes que un día enamoró a medio mundo. Pero, como digo, nada más alejado de la realidad.


El amor es todo lo contrario, es decir siempre ‘lo siento’. Siempre. Incluso, en ocasiones, cuando llevas la razón. No cabe el egoísmo o la soberbia en un sentimiento tan puro como es el amor. Es precisamente la generosidad del que lo da todo sin recibir nada a cambio la piedra angular donde se sustenta cualquier relación amorosa. Entregarle todo a alguien aún a riesgo de que te lo robe y se marche a otro lugar. Regalarle tu cuerpo y tu alma a una persona para que haga con ellas lo que quiera, lo que le venga en gana. Olvidarte de ti para concentrarte en ella. Dejar, en definitiva, de ser tú para pasar a formar un ‘nosotros’. Enamorarte de alguien es el gesto más generoso de cuantos puede realizar el ser humano y es por eso por lo que es, sin duda alguna, el motor de la vida y la única razón de toda existencia.

Vivimos en una sociedad que se avergüenza cada vez más del amor, de ese amor romántico de película que intentamos dilapidar de nuestras vidas porque (hasta dónde habremos llegado, madre del amor hermoso) lo consideramos inapropiado. “Yo celebro San Valentín todos los días, no el 14 de febrero” es la frase que te apostillarán en cualquier bar de este desdichado país en los días posteriores y anteriores a la fecha actual. “Mira, tú lo que eres es gilipollas” creo que es la contestación más adecuada a semejante chorrada. Porque no, esa gente, que son los mismos que odian la navidad por ‘falsa’, no demuestran su amor ningún otro día o derrochan bondad durante otra época del año. Esa masa de anormalizados se encarga ya no sólo de aplacar sus propios sentimientos sino también de intentar humillar a los demás por tenerlos y creo, sinceramente, que el que es capaz de joderle la ilusión a otro es incapaz de demostrar cualquier expresión de afecto. San Valentín es malo por hortera, no por ser el día en que aprovechas una fecha para decirle a la mujer que amas cuánto la quieres o lo bonita que está.

Que el amor se demuestra a diario es una obviedad tan abrumadora que debería estar penado ir recordándolo cada 14 de febrero. Sin embargo, que haya un día para conmemorar el amor me parece tan maravilloso como que haya otro para hacerlo con las enfermedades raras, el cáncer, la amistad o la labor de las mujeres en la sociedad. Es un día para salir a cenar o quedarte en el sofá viendo una película, un día para regalar un detalle o no hacerlo, para tomarlo por especial o que únicamente te sirva para tener la excusa para desnudarla y llevártela a la cama, pero es una fecha que a este mundo tan repleto de odio, ruindad y malas intenciones le viene bien para, por un momento, recordarnos qué afortunados somos al tener a una persona que nos quiere, que nos da su vida a cambio de nada y que, por muchas veces que se equivoque, siempre es capaz de volver llorando a la puerta de casa para decirte que lo siente de corazón.

lunes, 8 de febrero de 2016

Relato de una noche de sábado o una mañana de domingo

El ‘click’ de un sujetador desabrochado fue, en este caso, el pistoletazo de salida a una carrera en la que no se medía el tiempo ni la velocidad, en la que no se premiaban largos recorridos ni se subían grandes puertos, sólo había que batir el record mundial de besos por minuto y dejarse en esa tarea hasta la última gota de sudor.


Sus manos buceaban por la espalda desnuda de ella memorizando cada centímetro cuadrado. La piel se le erizaba con el paso de las yemas de sus dedos y ella se estremecía sobre la cama aprentando con fuerza la almohaza a la que se aferraba. Le levantó el pelo por detrás de la nuca y comenzó a besarla repetitivamente mientras se deslizaba cuidadosamente hacia abajo, queriendo llegar tan al sur como le estuviera permitido. En un momento dado, y cuando hubo desgastado su boca contra esa curva lumbar mágica y el decoro apremiaba a no descender más, la apremió a darse vuelta para encontrarse esta vez con un ombligo que hizo suyo para siempre. 

Ascendió entonces de nuevo como un escalador en el Annarpurna: cuidadoso, precavido y excitado. Se detuvo en sus senos antes de ir a morir como un poseso a su cuello, donde la besó tan apasionadamente que ella no tuvo más remedio que gemirle suavemente en la oreja, dejando al descubriendo por completo su estado de éxtasis total, poniendo boca arriba sus cartas repletas de lujuria y lascivia y subiendo la temperatura de la habitación a la vez que lo hacía la de su cuerpo. Y entonces le suplicó que la besara otra vez, y luego otra... y luego otra más.

Sus labios se estrellaron con la fuerza de dos gigantes entrando en batalla. Ella lo asió hacia sí como si temiera que alguien pudiera venir a arrancárselo de las manos. Él dejó para otro momento toda compostura y la terminó de desnudar por completo. La banda sonora de la película no necesitó más instrumentos que sus labios chocando una y otra vez y la orquesta no cesó en su función durante tanto tiempo que, por un momento, pareció que habían conseguido lo imposible: detener las manecillas del reloj. Sin embargo, no lo consiguieron. Al menos no aquella noche de sábado que ya se había esfumado dejando tras de sí la estela de una mañana de domingo.

Y de las llamas de una pasión nunca vista las nacieron cenizas que daban por finalizado lo que por un instante pareció no tener final. Una vez más, el mundo los separaba para arrastrarlos a punta distintas, a lugares tan alejados como lejos se habían encontrado de todo ellos horas atrás. Pero de entre todas esas cenizas se dejaron ver unas ascuas que, aunque en primera instancia se confundían con las primeras, únicamente esperaban una excusa en forma de botella de vino por abrir o una nueva coincidencia del destino para encenderse como las mismas llamas del infierno. Y para eso ya faltaba un segundo menos… y ahora, uno menos que contar.