lunes, 26 de mayo de 2014

El gol de Ramos en la boda de la hermana de Iván

Todo lo que tenía que escribir sobre La Décima lo hice hace mucho tiempo en mi blog de Soy Madridista. Todo lo que había que hacer para ganarla queda resumido en este vídeo de los 41 goles que se han marcado para llegar hasta aquí. Hoy sólo hay que disfrutar (o seguir haciéndolo, mejor dicho) de la alegría que todos nosotros vivimos en ese minuto 93 con el gol de Ramos. En esta ocasión os dejo el emotivo vídeo de la boda de mi gran amigo Iván que lo vivió, junto con el resto de sus seres queridos, de esta manera.


martes, 20 de mayo de 2014

Para ti

Para ti cada uno del resto de los segundos que me quedan en esta vida... y mucho más.

Para ti mis noches en vela y las que pasaremos sin dormir entre sábanas y sudor. Para ti mis tardes de cerveza y mis mañanas de café. Para ti un décima copa o un disgusto mayúsculo; una sonrisa o una lágrima, un chin chin por todo lo alto o un trago de amargo licor. Para ti, mi vida, cada minuto de ésta; cada día de sol y cada noche estrellada sobre nuestras cabezas. Para ti mis mejores versos y mis peores resacas, una película de Scorsese o una canción de Bruce. Para ti las palabras de Sabina desgarradas en su voz, o un escrito barato alentado por tu olor.


Para ti mi lengua bajando por tu cuerpo, húmeda como una toalla que quedó olvidada en la cuerda de tender la ropa antes de un temporal. Para ti mis manos, perdiéndose en cada recoveco de tu cuerpo. Para ti mi boca, naciendo en la tuya y muriendo en cruenta batalla centimetros más al sur, entre gemidos de placer y delirios de grandeza. Para ti mi cuerpo y para el mí el tuyo, desnudos ambos, sedientos de pasión. Que lo tuyo sea mío y lo mío de los dos.

Para ti un llanto de deseperación y una risa acompañada de un beso. Para ti todo lo que tengo, absolutamente todo. Te lo entrego hoy, para ti; para que hagas con ello lo que te plazca, para que juegues con ello como quieras, para que no quede duda de que hace tiempo que dejé de ser yo para ser un apéndice tuyo, un complemento circunstancial sin modo, ni tiempo ni forma más que la que tú quieras darle. Para ti todo, para mí nada. El peor trato posible para mí, pero el único que me muero por rubricar. Yo pongo la pluma, tú pon las ganas; yo pongo las noches y tú las mañanas.

lunes, 12 de mayo de 2014

El final

Nueve horas se necesitaron para darme cuenta de que todo había acabado, nueve. Fue recorriendo la vieja y maltrecha Polonia, sus campos verdes y amarillos, cuando comprendí que la vuelta a casa era ya un hecho y el sueño de recorrer el este del continente tendría que esperar.


Llegué a Breslavia de noche, como vengo acostumbrando durante los últimos días, y me dio tiempo únicamente a ir al hotel donde pasaría mis últimas horas fuera de casa. Allí, acompañado tan solo por una mujer barbuda que resultó ser el/la nuevo/a ganador/a de Eurovisión, me asomaba por la ventana de la habitación para intentar captar el último suspiro a una tierra en la que, aunque había pasado casi toda la jornada, no me había dado casi tiempo a ver. Una curiosa paradoja que quizá ustedes no logren entender demasiado, aunque tampoco es demasiado importante.

Praga-Breslavia era la última parada de un viaje de más de cinco mil kilómetros que se iniciaba hace hoy justo diecisiete días y que terminaba con un avión de Ryanair despegando de los últimos resquicios del crudo invierno del norte para morir en el calor intempestivo de Alicante. Un cambio de país, de clima, de idioma, cultura y hasta de música, que me decía que ya, por fin, volvía a mi España querida.



Regresaba a este país que tanto quiero y tanto odio, que tan mal nos ha tratado pero que, a la vez, no podemos dejar atrás. Volvía a la España de la crisis y la corrupción, de la pandereta y la flamenca encima del televisor, de Gran Hermano y Belén Esteban, de Paquirrín y Jorge Javier, de Mariano y Alfredín, del ladrillo y la desvergüenza. 

Pero también quince días fuera dan para recordar aquellos tiempos no tan lejanos en que no éramos tan malos y, además, incluso sirven para rememorar las miles de cosas buenas que seguimos teniendo y que, aunque quedan en muchas ocasiones empañadas por la sinvergonzonería de unos pocos, nos han hecho ser tan queridos como envidiados en el resto del continente. Porque pocas cosas cambio por un plato de caracoles a la sombra de una terraza de bar, cerveza en mano; muy poquitas. Los días de calor y mar, las noches de cubatas y risas, los prados del norte o el acento del sur. Uno tiene que recorrer media Europa para olvidarse de nacionalismos o radicalismos políticos y extrañar que anochezca a las diez de la noche y el aperitivo de la una y media. Y esa, seguramente, sea la lección más valiosa que aprendí en estos pocos días de kilómetros, mochila, sol y aventura: que quiero a mi país más de lo que pensaba y que, aunque siego pensando que la crítica es buena para mejorar y que hay pocas naciones más criticables que España, sí he vuelto a comprender, lejos de ella, que las demás pueden ser, en efecto, muy bonitas para un par de días, pero ella, mi España añorada, es la más hermosa de todas por eso mismo, porque siempre será mía. 

Volví a casa y me fui directo a comerme una paella con un tercio bien fresquito de Estrella Levante. Y entonces, después de tanto tiempo deseando irme de aquí, le pedí al cielo que no me dejara marchar nunca más y, si alguna vez tenía que hacerlo, que su sabor, su tacto, su olor y la vista de su atardecer de verano, se quedase conmigo para siempre. Al final, querida mía, resultaste ser tan imprescindible para mí que tuve que volver de rodillas a pedirte que me dieras otra oportunidad.

domingo, 11 de mayo de 2014

Praga

Si a Madrid había llegado en tren, a Paris tras un largo viaje en coche y a Bruselas entre sueños, Praga la sobrevolé por primera vez una preciosa mañana de mayo.


Había dormido en el aeropuerto de Bruselas la noche anterior y arrastraba un cansancio patente en todo mi cuerpo. Aún así, intenté sacar fuerzas de flaqueza y aguantar la embestida de un Morfeo que se aferraba a mis párpados como el barniz a la madera. Dejé la mochila y salí a explorar lo que la capital checa tenía que ofrecerme que, según me decían, era mucho y muy variado. Con la meta de todo este viaje ya apareciendo en el horizonte, me atrevo a afirmar que mientras que si Madrid me tenía ganado, Barcelona comenzó a hacerlo y Paris me atrapó desde el inicio, Praga me enamoró desde el primer segundo.


Al contrario que Bruselas, Praga desprende color por los cuatro costados. Sus calles están llenas de vida, de pasión, de ganar de vivir y de un amor por la vida en el más amplio sentido de la palabra que me resulta difícil comparar con otras ciudades que haya conocido. 
Sus calzadas, al igual que en Bruselas, también se adoquinan en tonos grisáceos, pero en esta ocasión es el contraste con las aceras, las puertas y ventanas, el verde de sus parques y el abanico de tonalidades de sus fachadas lo que producen desde el ojo del espectador una sensación distinta, que te atrapa desde el primer segundo en que pones el pie en la calle. Como un mosquito eclipsado por la radiante luz de una bombilla, yo no pude resistirme a ir directo hasta el centro de una señora milenaria que se llevó todo lo quiso de mí.

De Praga no me quedo con el reloj del ayuntamiento, ni con la catedral o la gran plaza, ni siquiera con el puente de Carlos. De Praga me quedo con Praga, con toda ella, con cada rincón y avenida, con cada casa y edificio, con cada vaso de cerveza y cada bar y, sobre todas las cosas, me quedo con el Moldava.

Es sabido por todo hombre que cuando una mujer es bonita de verdad, no la encontrarás nunca más hermosa que recién levantada. Eso sí, una falda ajustada, un tacón o una blusa sugerente pueden hacerla, si cabe, mucho más bella. El Moldava es eso para Praga: su maquillaje, su kit de belleza, su tocador o un vestido de Chanel. Jamás verán más preciosa a la ciudad que cuando el sol se esconde y las bombillas de las farolas reflejan la belleza de la ciudad en las aguas del río que la baña.
Así permanecí yo. Horas y horas en el que puede haber sido el lugar de la tierra que más me haya gustado en toda mi vida, bebiendo un delicioso licor anacarado y hundiendo mis ojos en el agua turbia de un río que se ralentiza a su paso por la ciudad, como si quisiera exprimir cada segundo junto a ella, como si no desease otra cosa más que seguir agarrado a su magia. 

Y con el discernir de la corriente por los catorce puentes de la ciudad, la noche me cogió por sorpresa y la tuve que abandonar. Me costó, Dios es testigo de ello, pero de nuevo partía, esta vez en tren, a despertar de un sueño que se antojaba eterno y ha resultado tan breve como precioso. De todas las amantes que tuve en estos días, fue Praga la que más me costó dejar. Lo hice con los ojos vidriosos, dándome la vuelta cada pocos pasos para que mi mente captase cada uno de los recovecos de su rostro y la guardase bien adentro, donde nunca se me pudiera olvidar. Si la promesa de un pronto regreso surgió con todas y cada una de las anteriores, con Praga fue distinto, porque sobraron las palabras y las promesas vanas, ambos supimos que volveríamos a vernos y que, seguro, sería más pronto que tarde.


jueves, 8 de mayo de 2014

Bruselas

Un coche me esperaba al amanecer en la plaza de la Nation de Paris, para llevarme a los brazos de la siguiente ciudad de mi itinerario. Estaba tan cansado que me dormí casi de inmediato en el asiento trasero de una furgoneta que ronroneaba francés por los cuatro costados.

Me despertaron ya en la Gard du Midi. Bruselas fue la primera que no saboreé desde la entrada, que no exprimí desde la lejanía como había hecho con las tres anteriores y debió ser por eso por lo que se puso tan celosa que, casi sin quererlo, consiguió que nuestra relación no pudiera pasar más allá de unas cuantos piropos baratos y un apretón de manos final.



Aún tenía en la mente a Paris cuando ella comenzó a hablarme de la Grand Place y del Manneken pis. Yo, con todo el decoro que pude, le aseguré que un niño echando agua por el pito lo iba a tener difícil contra toda una catedral de Notre Dame al atardecer, y creo que se molestó por ello.



Paseamos por el centro. De vez en cuando me intentaba encandilar con leyendas medievales, con la catedral de San Miguel, la propia Grand Place o incluso con algo de chocolate; pero mi mente estaba demasiado lejos de allí y, por más que lo intenté, mi visita a Bruselas no fue tan especial como yo habría querido.

La Grand Place, bien es cierto, impresiona sobremanera. Decía Jean Cocteau que era "el teatro más bonito del mundo" y no soy nadie para llevarle la contraria. Sus suelos adoquinados te transportan a otra época y sus calles engalanan una ciudad que parece disfrutar del pasado, de su esencia, aunque sea tan tristemente gris.


Bélgica es un país raro: tienen una bandera tricolor pero es una monarquía, son potencia mundial en cerveza pero te ponen un cuarto de litro de San Miguel por cinco euros y tienen el porcentaje más bajo de McDonald's por habitante del mundo. 'Gris' y 'raro' son dos adjetivos tan poco agradables a la vista del lector como acertados para describir a Bruselas.


Me cuentan los entendidos que cuando el sol resplandece con fuerza la cosa cambia, pero yo creo que no es así. El dorado del astro no puede cambiar la tonalidad de las fachadas o del empedrado por mucho que quiera, no puede añadir color a una ciudad que tiene un déficit enorme de él y no puede darle vitalidad a algo que parece querer cernirse al sombrío papel de ciudad norteña que acepta sin tapujos ni complejos. Sólo alguna casa grafiteada con las aventuras de Tintín y la luz artificial de la plaza mayor da un toque distinto a la ciudad más política de Europa. Pero al final, por mucho que se quiera, sigue viéndose gris... quizá como la misma política.


Pero si merece la pena venir, si hay un motivo especial por el que uno tiene que dedicarle una tarde a Bruselas es por la Petit Rue de Rouché, pocas calles más bonitas he visto en mi vida.

Se trata de una pequeña callejuela de poco más de dos metros de ancho donde se reparten restaurantes a izquierda y derecha. Los tenderetes de éstos apenas dejan pasar la luz del sol y el rojo o el beis resultante alegran al espectador durante los menos de cincuenta metros que mide. De las pocas notas coloridas de una ciudad opaca. Lo más hermoso que vi, sin duda alguna.


Bruselas me recibió decaída y mustia y así me despide mientras escribo estas líneas. Se esforzó, he de reconocerlo, porque me enamorase de ella como lo había hecho de las anteriores. Pero en el amor, en ocasiones, ni el más hercúleo trabajo es capaz de hacer cambiar los designios del corazón.

Le dije adiós con un beso en la mejilla y ella me respondió con una tenue lluvia en forma de lágrimas que me acompañó de vuelta al aeropuerto. "Lo siento, querida, espero que encuentres a otro que te quiera como yo no pude. Te lo mereces" le dije antes de partir. Y me marché lejos, muy lejos de allí.