viernes, 23 de agosto de 2013

El día del 7 y la noche del Espartano

La historia comenzó a fraguarse hace unos días y el recuerdo, bien lo sabe Dios, perdurará eternamente. No me cabe duda.

Aunque sabía casi con total seguridad que iba a viajar a Madrid ayer, no fue hasta el lunes por la mañana cuando se me confirmó oficialmente. Sí, iba a volver a ver a don Raúl González Blanco sobre el Santiago Bernabeu una vez más. La emoción de alguien que creció con sus goles y comenzó a sentir el pálpito del madridismo sobre la fina piel de su corazón junto al siete de España se acrecentaba como la de un niño en la noche anterior a la llegada de los reyes magos. Volvía a Madrid, volvía al Bernabeu… volvía a casa.
El lunes por la noche me armé de valor e intenté que el viaje desde el pequeño pueblo albaceteño de donde partían los dos autobuses rumbo Madrid fuera lo más completo posible. Probablemente demasiado presuntuoso por mi parte imaginar que la jugada podría redondearse tanto como finalmente ocurrió. Me armé de valor y desterré la poca dosis de vergüenza que Dios me otorgó para enviarle un mensaje privado vía Twitter a uno de los jugadores que más estima, cariño, aprecio y admiración tengo de toda la plantilla del mejor equipo de la historia: Álvaro Arbeloa. 

Poco podía imaginar mi mente cuando, al día siguiente, la llamada de mi amigo del alma, Manuel Guillamón, a intempestivas horas de la mañana me traía de nuevo al mundo de los vivos de más mala gana que otra cosa. Con los ojos aún entrecerrados, comencé a abrir una a una las notificaciones que mi teléfono móvil había ido recopilando durante aquella noche. Cual fue mi sorpresa cuando encontré este mensaje que, espero, no le moleste que publique.


Imagínense ustedes mi alegría, pónganse si pueden en el cuerpo de un madridista de pro que de se ha de frotar los ojos una y otra vez para darse cuenta de que sí, que uno de sus ídolos, un campeón del mundo y de Europa lo invita a conocerlo en el Bernabeu. Si pueden acercarse en una millonésima parte a esa sensación, podrán imaginar levemente la alegría tan inmensa que sentí aquella bendita mañana.
Se lo agradecí y aguardé nervioso el paso de las horas hasta el tan ansiado momento. La espera se hizo larga, no saben ustedes cuánto.

martes, 20 de agosto de 2013

El boli Bic

El examen comenzaba en diez minutos y él, a diferencia de sus compañeras de clase, no estaba para nada nervioso. La preocupación por el test existía, pero nunca tuvo esa sensación de inquietud que sí tuvieron aquellas chicas con carpetas forradas y apuntes coloreados que habían estudiado mucho más. Siempre pasaría lo mismo durante el resto de su vida académica y él jamás llegaría a entender porqué.
El timbre anunciaba que ya era el momento, el estridente sonido del repiquetear del martillo contra la chapa puso en alerta a un alumnado que enmudecía ante la que se avecinaba. La profesora entró en clase y advirtió: “no quiero nada encima ni debajo de la mesa, sólo un bolígrafo y el DNI”. Todos obedecieron exceptuando, por supuesto, aquellos enamorados de la adrenalina y de las tardes en el parque que se negaban a memorizar todos los elementos de la tabla periódica y se ayudaban de un trozo de papel escondido en uno de los bolsillos del pantalón. Pocas cosas más españolas que las chuletas, qué pesar más grande surca mi cuerpo cada vez que pienso que hay un día mundial para casi todo y menos para ellas. Injusticia, que diría Cristiano Ronaldo.
 
El protagonista cayó en la cuenta de que su desordenada cabeza había olvidado, una vez más, algo tan fundamental para la realización de la prueba como el bolígrafo. Con decisión, una pizca de temor y una gran dosis de desfachatez, levantó la mano y comentó en voz alta: “Profesora, me he dejado el bolígrafo en casa”. Nadie pareció extrañarse de que así fuese, ni siquiera la maestra que, más por cansancio psicológico que otra cosa, contesto desganada: “pues pídeselo a alguien, que ya me tienes muy harta”. 

El alumno comenzó a demandar entre los más allegados un arma con la que defenderse frente a aquel combate que iba a librarse en pocos segundos. Nadie podía ayudarlo, ninguno de sus compañeros tenía un bolígrafo de sobra para él y, si lo tenían, la experiencia les había enseñado que dejarle algo a ese chico implicada casi con total seguridad perder el objeto para siempre. El chaval se impacientó y por un momento pareció incomodarse con la situación y preocuparse con la posible expulsión del aula si no encontraba la solución a su problema. Nadie lo ayudaba, nadie se interesaba por su pesar y todos parecían omitir de sus mentes que un compañero necesitaba ayuda. El egoísmo de la especie humana plasmado en un aula de secundaria de un instituto cualquiera.

lunes, 19 de agosto de 2013

El niño de la hipoteca

Lo conocí el otro día, le escuché cantar, le invité a un cubata y puedo decir que hacía años que no disfrutaba tanto de una canción en directo. Es El Niño de la Hipoteca, y nos deleitó con esto.


He decidido arrancarme la piel
te la mando por correo que sepas que
están ahí los besos que me diste ayer
ya no te debo nada que te vaya bien

lunes, 12 de agosto de 2013

Con tu falda más bonita

Hay faldas que merecerían una poesía, una relato o una canción; hoy os dejo la última opción cantada por 'El Viaje de Elliot' y con la promesa de que pronto pondré mi grano de arena en un homenaje a la prenda femenina por excelencia.


martes, 30 de julio de 2013

La siesta

Cuando pienso (cada vez con más asiduidad) en huir despavorido de este país podrido que antes respondía al nombre de España, me paro a reflexionar sobre qué cosas echaría de menos. Este verano me gustaría aprender a cocinar los tres platos que para mí, representan el culmen culinario nacional: las migas, la paella y el gazpacho manchego. Además, el fútbol, las tapas, la cerveza de los domingos por la mañana, el botellón, los campos abiertos de mi tierra, el cubata, los caracoles en verano, las fiestas patronales o el calor floreciente en primavera, serían recuerdos difícilmente borrables de mi mente allá donde el destino se atreviese a llevarme. Sin embargo, hay una cosa que creo que destronaría a todo lo anteriormente nombrado para convertirse en la principal forma de morriña nacional: la siesta.


Tomar una siesta fuera de España no tiene sentido. En un país que vive desde las siete de la mañana y muere poco después de las ocho de la noche, perder un par de horas en un sueño ligero a media tarde carece de fundamento alguno. España está hecha para la siesta como la siesta a esta nación y una va pegada a la otra tanto que es imposible no nombrarla cuando se habla de cualquiera de ellas.
La siesta es el mejor invento español de la historia, no hay duda de ello. Ese sueño de después de comer es el digestivo más efectivo que se recuerda. Pocas cosas mejores que pasar de la mesa a la cama para después volver a la mesa. Esa siesta hiperbólica y destinada sólo a los verdaderos profesionales del sueño en el oscuro invierno debería estar ya catalogada como patrimonio de la humanidad. Ese tramo choca irremediablemente con el de verano, donde los minutos de adormecimiento se acortan para dar lugar a otros de calentamiento corporal junto a esa mujer que te mira pecaminosamente desde que el camarero os trajo la carta del restaurante. Ahí radica un estilo tan contrapuesto como igualmente maravilloso. Una comida copiosa, un par de copas de vino, una subida a la habitación del hotel entre besos y caricias lascivas que termina en una previa de sudor y amor culminada por el más bello sueño cuando el sol más calienta en lo alto del cielo. Un par de horas de relajación después de haber tocado lo más parecido a la gloria bendita que un hombre puede soñar en la cruel monotonía de este planeta tierra. Eso es la siesta de verano, pura magia.

Y no hay mejor despertar del sueño vespertino que más cansado de lo que uno se fue a dormir. Suele pasar. De repente, uno se levanta exhausto y deseoso de volver a los brazos de Morfeo lo más pronto posible, con un charquito de saliva en la almohada que nos apresuramos por tapar con rubor en las mejillas mientras nuestro cuerpo, agotado de haber surcado mil y una aventura que probablemnte jamás recordaremos, se esfuerza por volver al mundo de los vivos.

Sólo, acompañado, envuelto entre mantas o completamente desnudo. En invierno, verano, primavera u otoño; inmediatamente después de comer o una hora después con la celebérrima excusa de "bueno, me voy a acostar media horita". Tenemos tantas y tantas cosas malas que, en ocasiones, no nos paramos a pensar que como aquí, dejando hijos de puta a parte, no se vive en ningún otro lado. Me acabo de despertar de un siestón espectacular y quería invitaros a todos a ahogar las penas en el sueño, en cualquiera de sus fases y en cualquier momento, aunque ahora, en el ecuador del verano, nada mejor que hacerlo entre besos y amor para posteriormente descansar al calor de una buena siesta.