La historia comenzó a fraguarse hace unos días y el
recuerdo, bien lo sabe Dios, perdurará eternamente. No me cabe duda.
Aunque sabía casi con total seguridad que iba a viajar a
Madrid ayer, no fue hasta el lunes por la mañana cuando se me confirmó
oficialmente. Sí, iba a volver a ver a don Raúl González Blanco sobre el
Santiago Bernabeu una vez más. La emoción de alguien que creció con sus goles y
comenzó a sentir el pálpito del madridismo sobre la fina piel de su corazón junto
al siete de España se acrecentaba como la de un niño en la noche anterior a la
llegada de los reyes magos. Volvía a Madrid, volvía al Bernabeu… volvía a casa.
El lunes por la noche me armé de valor e intenté que el
viaje desde el pequeño pueblo albaceteño de donde partían los dos autobuses
rumbo Madrid fuera lo más completo posible. Probablemente demasiado presuntuoso
por mi parte imaginar que la jugada podría redondearse tanto como finalmente
ocurrió. Me armé de valor y desterré la poca dosis de vergüenza que Dios me
otorgó para enviarle un mensaje privado vía Twitter a uno de los jugadores que
más estima, cariño, aprecio y admiración tengo de toda la plantilla del mejor
equipo de la historia: Álvaro Arbeloa.
Poco podía imaginar mi mente cuando, al día siguiente, la
llamada de mi amigo del alma, Manuel Guillamón, a intempestivas horas de la
mañana me traía de nuevo al mundo de los vivos de más mala gana que otra cosa. Con
los ojos aún entrecerrados, comencé a abrir una a una las notificaciones que mi
teléfono móvil había ido recopilando durante aquella noche. Cual fue mi
sorpresa cuando encontré este mensaje que, espero, no le moleste que publique.
Imagínense ustedes mi alegría, pónganse si pueden en el
cuerpo de un madridista de pro que de se ha de frotar los ojos una y otra vez
para darse cuenta de que sí, que uno de sus ídolos, un campeón del mundo y de
Europa lo invita a conocerlo en el Bernabeu. Si pueden acercarse en una millonésima
parte a esa sensación, podrán imaginar levemente la alegría tan inmensa que
sentí aquella bendita mañana.
Se lo agradecí y aguardé nervioso el paso de las horas hasta
el tan ansiado momento. La espera se hizo larga, no saben ustedes cuánto.