El examen comenzaba en diez
minutos y él, a diferencia de sus compañeras de clase, no estaba para nada
nervioso. La preocupación por el test existía, pero nunca tuvo esa sensación de
inquietud que sí tuvieron aquellas chicas con carpetas forradas y
apuntes coloreados que habían estudiado mucho más. Siempre pasaría lo
mismo durante el resto de su vida académica y él jamás llegaría a entender porqué.
El timbre anunciaba que ya era el
momento, el estridente sonido del repiquetear del martillo contra la chapa puso
en alerta a un alumnado que enmudecía ante la que se avecinaba. La profesora
entró en clase y advirtió: “no quiero nada encima ni debajo de la mesa, sólo un
bolígrafo y el DNI”. Todos obedecieron exceptuando, por supuesto, aquellos
enamorados de la adrenalina y de las tardes en el parque que se negaban a
memorizar todos los elementos de la tabla periódica y se ayudaban de un trozo
de papel escondido en uno de los bolsillos del pantalón. Pocas cosas más
españolas que las chuletas, qué pesar más grande surca mi cuerpo cada vez que pienso
que hay un día mundial para casi todo y menos para ellas. Injusticia, que diría
Cristiano Ronaldo.
El protagonista cayó en la cuenta
de que su desordenada cabeza había olvidado, una vez más, algo tan fundamental
para la realización de la prueba como el bolígrafo. Con decisión, una pizca de
temor y una gran dosis de desfachatez, levantó la mano y comentó en voz alta: “Profesora,
me he dejado el bolígrafo en casa”. Nadie pareció extrañarse de que así fuese,
ni siquiera la maestra que, más por cansancio psicológico que otra cosa,
contesto desganada: “pues pídeselo a alguien, que ya me tienes muy harta”.
El alumno comenzó a demandar
entre los más allegados un arma con la que defenderse frente a aquel combate que
iba a librarse en pocos segundos. Nadie podía ayudarlo, ninguno de sus compañeros
tenía un bolígrafo de sobra para él y, si lo tenían, la experiencia les había
enseñado que dejarle algo a ese chico implicada casi con total seguridad perder
el objeto para siempre. El chaval se impacientó y por un momento pareció
incomodarse con la situación y preocuparse con la posible expulsión del aula si
no encontraba la solución a su problema. Nadie lo ayudaba, nadie se interesaba
por su pesar y todos parecían omitir de sus mentes que un compañero necesitaba
ayuda. El egoísmo de la especie humana plasmado en un aula de secundaria de un instituto
cualquiera.
De repente, una voz almidonada y
suave lo llamó desde detrás. Esa chica que lo había ahogado en los más pecaminosos
deseos durante meses se dirigía a él con una sonrisa en la boca y un boli Bic
en la mano. Él lo aceptó con palabras de agradecimiento pero con un temor brutal
dentro de su ser: un boli Bic, probablemente la clase de bolígrafo más famoso
de la historia de la humanidad, seguramente también el objeto más propenso a
ser devuelto en condiciones higiénicamente deplorables. Por el amor de Dios,
¿quién tiene un bolígrafo de esa marca, de esos con tapa azul y cuerpo transparente
sin mordisquear en el estuche de casa? Esa terrible sensación de inseguridad
adolescente entremezclada con aquel trozo de plástico que tan fácilmente acaba
rozando los labios y siendo devorado por los nervios de un millón de hormonas a
punto de estallar, era lo que menos necesitaba. Había devuelto demasiados
ejemplares en un estado tan deplorable que hasta él mismo, el hombre con menos
vergüenza sobre la faz de la tierra, le producía rubor. Pero era ahora, el día
del examen final, cuando el destino, cruel y traicionero, lo probaba de verdad.
No podía devolverle a esa preciosa mujer su objeto en mal estado, no podía
destruir la primera muestra de confianza de aquella muchacha de un modo tan
desagradable. Debía controlarse y lo iba a conseguir.
Los minutos comenzaron a correr
raudos y sin descanso como siempre habían hecho y harían después. Empezó a
rellenar preguntas con más o menos sentido y, casi sin darse cuenta, ya se
había llevado el bolígrafo a la comisura de los labios en un par de ocasiones.
Rápidamente caía en la cuenta y lo arrebataba ipso facto de ellos. “Mis labios
sólo están reservados para ella” pareció recriminarle al objeto.
Un leve mordisquito en la tapa lo
asustó media hora después. Por suerte casi ni se notaba. Diez minutos más
tarde fue la tapa posterior la que estuvo tentado de arrancar y también un
impulso interior se lo impidió. No podía morderlo, no podía caer en ese error fatal, sabía que hacerlo significaba perderla para siempre y no estaba
dispuesto a ello. Finalmente, y viendo que los nervios ya a flor de piel lo
estaban traicionando, se auto impuso el castigo más férreo posible pero a la
vez también la mayor muestra de amor que un adolescente hiperactivo podía
hacer. Con todo el descaro del mundo y con casi una hora más de examen por
delante, decidió que tenía que hacerlo, que el amor por aquella señorita
merecía la pena… y sí, de verdad lo merecía.
Se levantó de la silla ante el
estupor de la clase y con el examen a medio terminar se dirigió hacia la mesa
de la profesora que, temerosa de tener que aguantar a ese desdichado muchacho
un año más le preguntó: “¿Ya has terminado?”. Él, mirando de soslayo a esa
morena de ojos verdes que incrédula lo observaba como el resto desde la otra
punta del aula, se armó de fuerza y contestó con un asentimiento triste pero
orgulloso. Entregó el examen y salió de la clase con el bolígrafo en la mano.
Lo guardó y lo entregó a su dueña una hora después. En él había introducido una
pequeña nota fácilmente visible ante la transparencia del recipiente y donde
declaraba el amor más puro y verdadero hacia la dueña. El destino quiso que esa
prueba fuera felizmente recompensaba por un Eros orgulloso que lo llevaría hasta los brazos de su amada y, más
incomprensiblemente todavía, le otorgaba un cinco ‘pelao’ en el test de fuego
que cual cruzada medieval había triunfalmente superado. El amor, en ocasiones,
es más poderoso que un examen de física y química, aunque parezca que eso es imposible.