miércoles, 15 de octubre de 2025

Doce años

Se empeñó, en primera instancia, en que eran trece los años que llevábamos alejados, pero yo estaba absolutamente seguro de que eran doce los que habían transcurrido desde entonces. Demasiadas cosas horribles ocurrieron como para poder olvidarlas con facilidad. 

Hay una frase que Ethan Hawke le susurra a Julie Delpy en Antes del atardecer que siempre me ha parecido preciosa: "Recuerdo aquella noche mejor que algunos años de mi vida". A mí, con ese año, me pasa un poco al revés. Tengo recuerdo borrosos de aquel nefasto dos mil trece y casi todos los que me vienen a la mente están acompañados de lágrimas en los ojos, sabor a whisky en los labios, terribles resacas y una tristeza intensa anudando mi corazón.

Ella tampoco lo pasó bien. Lo sé. Probablemente ese año fue igual de devastador que para mí y una de las cosas de las que tendré que redimirme, en esta vida o en la siguiente, será no haberla acompañado en el duelo. Creo que todo fue una concatenación de acontecimientos que, todos juntos, llevaron al desastre. Un divorcio, una ruptura, un futuro incierto y una enfermedad. Todos los males del mundo llegaron de golpe, cogiendo por sorpresa a dos corazones que parecían irrompibles, y los hirieron con una hoja afilada de pena inmensa consiguiendo con ello destruir una amistad que, por momentos, pareció eterna. Creo que ambos tuvimos culpa, seguramente yo mucha más y no quiero, tanto tiempo después, minimizar el daño producido escondiéndome en excusas vacías. Sé lo que hice, lo que no hice y lo que debí haber hecho y dejé de hacer. Sin embargo, si algo puedo decir en mi favor es que nunca en mi vida he tenido el corazón más podrido de pena y la mente más nublada de dolor. 



He pensado mucho en el momento en que todo estalló. Ella se fue por la puerta del lugar donde todos nos reuníamos, harta de mí, y yo me quedé sentado, sonriendo con prepotencia sin saber que en ese momento perdía a una de mis mejores amigas, a una de las personas más importantes de mi vida. Se marchó sin intención de regresar aunque, por aquella época, yo era tan arrogante que estaba seguro de que acabaría volviendo. No lo hizo. Nunca. 
El tiempo fue siguiendo su cauce, imparable: primero pasaron unas horas, luego un día, luego otro y luego otro más. Llegó la primera semana y, tras ella, el primer mes; y yo me mantuve al margen, viendo cómo las manecillas seguían su curso sin armarme de valor para pedirle disculpas, para rogarle que volviese, para confesarle que la echaba de menos, para decirle que estaba sufriendo tanto por dentro que pagaba con ella lo que nunca fue culpa suya. Jamás lo hice y, casi sin darme cuenta, he tirado una parte importante de mi vida esperando hacerlo.

Ella siguió su camino y yo el mío pero, inevitablemente, los dos se fueron encontrando cada cierto tiempo. Demasiadas personas en común, demasiados recuerdos, demasiados eventos que compartir. Los abrazos, las risas y las confidencias dejaron paso a silencios incómodos y miradas esquivas. Dejamos de saludarnos y comenzamos a olvidarnos y, con ese olvido, perdimos, los dos, los recuerdos de los mejores años de nuestra vida. Creo que únicamente los momentos que no hemos vivido durante todo este tiempo pueden superar en dolor a los recuerdos que dejamos marchitar. 

Pensé mucho en ella. Con cada vela soplada en la tarta o con la última campanada de nochevieja me prometía que recuperaría a mi amiga, pero los años se sucedieron y, tras un par de intentos, dejé que el tiempo siguiese corriendo. Un error fatal que uno sólo alcanza a comprender cuando las canas pueblan su barba, la vista se empieza a cansar y la piel del rostro se marchita, porque si hay algo que nunca vuelve, algo que no podemos recuperar, es el tiempo. 

Sin embargo, incluso los años terribles dejan, entre los escombros, una brizna de luz, un rastro mínimo de vida que se cuela por las grietas del dolor y puede volver a florecer. Tuvo que ser una noche, también con sabor a Johnnie Walker, cuando de entre los cimientos de aquel tiempo comenzase una nueva era. Otra tarde de alcohol en vena porque, como bien dijo uno de los mayores filósofos del siglo veinte: "El alcohol es causa y a la vez solución de todos nuestros problemas"
Se me acercó por la espalda y me dijo algo que no recuerdo bien pero que sirvió para que, de repente, comenzamos a hablar mucho tiempo después. La noté diferente, distante... otra persona. Por otro lado, era normal después de tanto tiempo. Le expliqué mi postura, me guardé el orgullo y me derrumbé recordando a quien nos dejó hace unos años. Qué mal me porté también con aquella mujer de mirada viva y vitalidad incombustible y qué afortunado me siento de que Dios me dejase, esta vez sí, redimirme en vida. 

Le lloré mucho, la abracé de nuevo y le pedí perdón por fin. Volvía sentir a mi amiga cerca después de tanto y comprendí que, quizá, no la había perdido del todo. Sé que será complicado volver a lo que una vez tuvimos, soy plenamente consciente de lo que ya se ha perdido, pero me esforzaré, esta vez sí, en volver a reconstruir el castillo derruido. No veo el momento en que contarle todo lo que ha ocurrido durante tantos años, en presentarle a la mujer más maravillosa de cuantas existen, de saber de ella y que sepa de mí. No pretendo recuperar lo que ya no tiene remedio pero sí me gustará empezar de nuevo a poner, ladrillo a ladrillo, un bloque de recuerdos que, espero, podamos volver a construir juntos, rodeados de todos los demás y con la experiencia vivida. Ojalá el destino nos dé una segunda oportunidad, ojalá todo se parezca a lo que una vez fue, ojalá haber aprendido que la vida es demasiado corta para dejar escapar un beso, para no decir a diario 'te quiero' y, sobre todo, para dejar ir a las personas que hacen que todo cobre sentido y te hacen tremendamente feliz. 

lunes, 9 de junio de 2025

Calor

Al alba, en las primeras horas de la mañana, era el único momento del día en que la temperatura se hacía respirable en esa casa. La brisa entraba por la ventana de la habitación a hurtadillas, haciendo su aparición cuando el único sonido que se escuchaba en el ambiente era el de los pájaros dándole los buenos días a un mundo que se desperezaba con brío. La suave corriente impregnaba el ambiente y se adentraba entre las paredes blancas de la habitación acariciando dócilmente los dos cuerpos desnudos, exhaustos de toda una noche sin conciliar el sueño y que habían quedado tendidos sobre un colchón empapado de sudor, pasión y restos de lujuria.

Ella tenía entrelazada su pierna a la de él como un ancla, como si temiese que se le pudiera escabullir en la oscuridad de la noche. Él, estaba tan preso de esos ojos castaños ahora cerrados que no habría podido escapar aunque quisiese. Cautivo, absolutamente sumiso a un cuerpo que trascendía lo terrenal, que lo llevaba a lo divino, que lo envolvía con un manto de besos y caricias transportándolo a lugares nunca antes conocidos, nunca antes habitados, nunca antes explorados por civilización alguna.


La piel de ella aún conservaba el aroma de la madrugada: una mezcla de sal, deseo y algo que no habría podido describir con palabras pero que le causaba una profunda adicción. No sabía muy bien qué sentimiento le despertaba aquella mujer que había entrado en su vida un buen día sin avisar o, quizá, fuesen tantos que su corazón no podía quedarse tan sólo con uno. Se preguntaba si aquello era amor o si era algo todavía más humano: una necesidad ancestral de rendirse ante lo bello.

La miró durante unos segundos mientras sentía su aliento cálido rompiendo en su pecho, aún impregnado del murmullo de los restos de un jadeo que horas antes se habían elevado por encima del silencio y con la marca en los dedos de su mano intentando acallarlos. Nada en ella era profano, nada parecía hacerse mortal: sus caderas se antojaban puentes para cruzar el umbral de lo terrenal; sus muslos, un santuario donde se disolvía la razón. Sus labios todavía seguían enrojecidos de pasión, con resquicios de una guerra sin cuartel librada poco antes y donde se habían enfrentado dos ejércitos armados con besos, dentelladas y tanta pasión como el mundo jamás conoció. Sus senos caían voluptuosos sobre el colchón, su espalda manchada de lunares y pecas dibujaba un mapa hacia el paraíso y un mechón dorado tapaba con dulzura unos ojos agotados de toda una noche sin dormir.

La textura de su piel aún ardía en sus palmas, como si la memoria del tacto pudiera permanecer más allá del tiempo. Había algo sagrado y demoníaco en ella, en esa mujer que aunaba todo lo pecaminoso del infierno con la quietud del paraíso.

Comenzó a recordar. Su cuerpo, bajo él, bullendo como un volcán en erupción. Sus manos perdiéndose en cada recoveco, la comisura de sus labios recorriendo su pecho y su pubis; sus ojos clavados unos en otros, impertérritos al paso del tiempo, al qué dirán, al sentido de la vida y a todo lo demás. El sabor de su lengua, el amargor que el perfume de su cuello dejaba en su boca. La vio calmada y dormida y se preguntó si era posible que ese ser ahora impávido pudiese ser el mismo que lo había transportado hacia un placer de otro mundo tan sólo unas horas atrás.

Afuera, el mundo comenzaba a echar a andar entre prisas y rutina, pero allí dentro el mundo no importaba porque ellos tenían el suyo propio. Cerró los ojos por un instante y se permitió grabar la escena en su memoria. Guardó la imagen a fuego en su alma y quedó ahí exánime, notando cómo la película tocaba a su fin y dándose un último lujo, un último capricho: No la tocó. No porque no quisiera, sino porque entendía que hay silencios que no deben interrumpirse y cuerpos que, después de arder juntos, merecen reposar en calma para conseguir recomponerse en paz. Eso sí, cinceló el momento en su mente y en su alma y nadie más se lo pudo arrebatar jamás y de ese segundo nació una oda a una bella mujer, a una noche de sexo y pasión y a la vida misma, que no es más que todo lo anteriormente nombrado y tan sólo un poquito más. 

jueves, 22 de mayo de 2025

Más viejo que el más viejo

Hace mucho tiempo que el tomo de mi juventud comenzó a quedarse sin hojas, como lo hace el cuaderno de un colegial al que su maestra le va arrancando páginas por su mala caligrafía. Hacía meses que no lo ojeaba, lo tenía guardado en la mochila del olvido por temor a que hubiese menguado un poco más pero hoy, casi sin quererlo y de soslayo, un croata criado entre bombas me ha obligado a asomarme de nuevo al abismo de la vejez y he visto cara a cara al espanto, al inquebrantable paso del tiempo personificado en una última hoja meciéndose al viento de desde sus tapas de cuero y liberándose de una niñez que ya sólo es un recuerdo en un frasco guardado en la alacena.

"Modric se va del Madrid" sería ya de por sí un titular lo suficientemente doloroso como para apagar cualquier aparato electrónico, meterse en la cama y dormir abrazado a su fotografía hasta el día siguiente. Sin embargo, esas cinco palabras encierran para mí un significado todavía más cruel, un profundo desconsuelo que se venía fraguando en mi mente desde hace tiempo pero que no me atrevía a pensar que pudiese concretarse así, de repente, sin previo aviso. En el día de hoy me he convertido, por primera vez en mis treinta y ocho años, en un tipo que es más viejo que cualquier jugador de la plantilla del Real Madrid, del equipo de mi vida, del ente que me ha dado más felicidad que cualquier otra cosa material en el mundo. Así, como suena. Así de duro. Así de atroz.

No he parado de darle vueltas desde que he leído la noticia a todo el proceso. Me he visto, tiempo atrás, en lo que a todas luces se me antoja un universo diferente, vestido con la camiseta morada de Teka y pidiendo a mi tía que me grabase el número diecisiete de un chaval llamado Raúl que acababa de hacerle dos goles al Atleti en el Calderón. Yo, que las he coleccionado todas: las blancas y moradas, las negras, naranjas y rojas; las viejas y las nuevas, las del siete, el diecisiete, el catorce, el once y el diez. Yo, que me pongo a echar la vista atrás y casi puedo tocar con mis dedos la primera temporada de Capello, la séptima y la octava, el gol de Ramos en Lisboa o el de Bale en Valencia; los miles de Cristiano, la liga del tamudazo, el mourinhismo exacerbado y todo lo demás, hoy me hallo aquí, tecleando como un anciano que mira en lontananza al infinito susurrando muy bajito eso de "todo esto era antes campo" y viendo cómo se me ha pasado media vida animando a decenas de tipos que me doblaban en edad y ahora lo hago con gente nacida después del dos mil. Bendito sea Dios, qué disgusto más grande.

Se va Luka y no volver a ver ese golpeo de exterior sobre el césped no parece suficiente castigo. Se va el último testigo de una época ya pretérita y me quedo con una panda de niños que escuchan reguetón y no han bailado en su vida el Bulería de David Bisbal. Quizá ni siquiera sepan lo que es. Dios de mi vida.

Una panda de chiquillos imberbes con pensamiento woke, peinados horripilantes, puños en alto y miradas indemnes al peso de la historia que llevan en su pecho. Jóvenes sin carnet de conducir y con acné fresco en la cara, mocosos como el que una vez fui yo y que algún día recordarán lo efímero de esa etapa.

Y mientras Modric se marcha sin pensar en mi desconsuelo yo reflexiono frente a esta pantalla intentando hacerme entender que ya no pertenezco al presente del fútbol. Soy memoria y eco de un tiempo pasado, recuerdos de alineaciones de cromos en cartulina y diferentes modelos de balón; un réquiem lúgubre que engañaba al calendario y que hablaba de campos de tierra, botas negras, porterías caídas y promociones de ascenso. Ahora todo está mal porque soy un viejo y es mi deber como tal sermonear a los jóvenes con que lo suyo no sirve y lo mío siempre ha sido mejor, aunque alguna vez sea mentira y casi siempre lleve razón. 

La vejez no llega de golpe, se instala poco a poco como el primo al que la mujer acaba de echar de casa y que sólo viene a quedarse unos días pero que, de repente, ves paseando en calzoncillos por el pasillo mientras bebe a morro del brik de leche. Ya no pertenezco al presente porque soy esclavo de un pasado, de mi pasado. Las conversaciones me son indiferentes, el juego ya no es interesante y mi mente se centra más en la hemeroteca que en los fichajes del próximo verano. Cada paso que doy tiene algo de despedida también y es que hoy he comprendido que la retirada de Luka también es la mía, que todo lo que disfruté antaño no volverá y que todo lo ganado, que es mucho, me valdrá infinitamente más que todo lo que, seguro, está por ganar. Supongo que esto es la vida, lo que los ancianos me decían que era en su día y yo me negaba a creer. Supongo que el ciclo es eterno y que alguna vez, dentro de cientos de años, algún hedonista curtido en arrugas y canas, cantará esta canción que hoy les traigo yo. 

miércoles, 9 de abril de 2025

Nélida

Tenía el pelo repleto de rizos, pequeñas ondulaciones que se enmarañaban en su cabeza como olas en un mar revuelto. Por más que echo la vista atrás, no puedo recordarla sin maquillaje. Nada de extravagancias pero siempre perfectamente arreglada para la ocasión. Coqueta, risueña, con tonalidades pardas en las mejillas, rosáceas en los labios y azuladas en los párpados. Con clase, con la galanura que se le presume a una señora de bien.

Su piel, marchita por los años, es otra de las cosas que me viene a la cabeza. Y su fragilidad manifiesta. “Te tropiezas en la raya de un lápiz” era la frase que siempre le hacía reír porque era totalmente cierto y porque ella se tomaba con humor casi todas las verdades. El final de su vida lo pasó asida a un bastón y, más tarde, a una silla cualquiera, pero en el principio, al menos en mi principio con ella, era la que aguantaba mis piratas al abordaje, los destrozos con el balón en su jardín, las disputas con mi hermano o las subidas a las copas de los árboles. Lo aguantaba todo con una sonrisa, con un sonido tenue y delicado que se acrecentaba poco a poco hasta que se convertía en un precioso llanto jubiloso. Llevo dándole vueltas ya unas cuantas horas al asunto y creo que lo que más voy a echar de menos de ella es verla reír.

Me costaba entender cómo una argentina de pura cepa pudiese estar tan enamorada de España habiendo tantos españoles que se esfuerzan en detestar a su país. Lo conocía todo de ella y lo conocía en la distancia, a través de libros y revistas, de películas, documentales y, sobre todo, de la radio, de la que era profunda admiradora al igual que lo es mi abuelo. Eso lo he heredado de ellos. Acuarelas de España es el nombre con el que bautizó a su programa cuando se decidió a crearlo en una humilde radio de Morón. Imaginen ustedes cómo de enamorado tienes que estar de algo para vivir a diez mil kilómetros de distancia y, aún así, dedicarle gran parte de tu vida a conocerlo en profundidad.

Discutíamos muchas veces por quién sabía más de España y tengo que reconocer, ahora que no está, que ella me daba mil vueltas. Le gustaba el chotis, Mallorca, la paella, Paco de Lucía, Galicia y creo que la convencí un poco para que, aunque no le guastase el fútbol, sí lo hiciese el Real Madrid. Organizaba galas, se interesaba por el flamenco, la copla, la historia o la gastronomía. No sé si empapándose de mi país se sentía más cerca de la hija que se le marchó hace media vida allí o si simplemente era por un amor irracional hacia la mejor nación de cuantas existen. Quizá era una mezcla de ambas pero el caso es que no he conocido a nadie de fuera que amase tanto a una de las cosas que más dentro de mi ser llevo.

Caminaba despacio, abrazaba lento y se limpiaba los anteojos muy de seguido. Intentaba repartir en partes equitativas amor inmenso de una abuela orgullosa entre sus cinco nietos y lo hacía más que correctamente. Desprendía generosidad y elegancia, creía en los buenos modales y en la rectitud como buena maestra reconvertida en inspectora. Amaba a sus hijos, a su alma gemela y de vez en cuando sacaba un orgullo de mierda que yo mismo he heredado para demostrarle al mundo que aunque uno se acerque a la perfección ese don sólo corresponde a Dios.

Bebía a sorbitos, cortaba muy pequeños los pedazos de comida, se cogía a mi brazo cuando aún podía andar, siempre llevaba monedero y lo abría con una delicadeza inusitada, como una niña chica a la que se lo acaban de regalar y aunque apenas tiene unas pocas monedas dentro las trata como si de todo el oro del mundo se tratase.

La besé por última vez hace poco más de un año. En la frente, con mucho mimo y los ojos hinchados de lágrimas sabiendo que no la volvería a ver más. La dejé en un país maravilloso que amo como si fuese mío y ayer su hija me llamó sollozando para contarme que se había marchado, que ya descansaba en paz.

Se marcha una gran mujer, una madre maravillosa y una de las dos mejores abuelas que uno hubiese podido desear. Se marcha Nélida, cosa que creía tan lejana que pensaba imposible y se me va de las manos con el amargor profundo de que, quizá, en los últimos días no se acordaba de mí. Sin embargo, yo sí me acuerdo de ella y lo haré mientras deambule por estos lares porque sé, a buen seguro, que pocos amores más puros tendré en mi vida que el que tuve por esa señora de acento meloso, manos cálidas y ojos castaños que siempre querré y a la que tuve el honor de llama abuela.

domingo, 6 de abril de 2025

Primera derrota

El cielo de Madrid se desencapotaba poco a poco, como si con cada zancada que daba hacia el estadio la media docena de nubes que todavía se resistían a abandonarlo se fuesen evaporando de allí dando paso, tras de sí, a unos rayos tenues que se reflejaban en los uniformes blanquecinos que centenares de fieles se habían enfundado para animar al Rey de Europa. 

Caminaba altanero desde Tetuán a Concha Espina en el día del bautizo madridista de un joven de nueve años que subiría por primera vez las escalinatas del Bernabéu para darse de bruces con la gloria, en esa sensación que todo aficionado del Real Madrid ha experimentado en su primera vez en el campo y que ninguno olvida jamás. Sobre mí, la pesada carga de la iniciación al ritual, cosa que no es baladí cuando uno es perfectamente consciente de la trascendencia del momento para el niño y se asume, consciente o inconscientemente, que el recuerdo permanecerá en su memoria para siempre incluyendo en él, por supuesto, a quien les narra la historia. Los nervios se hacían patentes, los corazones comenzaban a bombear más rápidamente de lo acostumbrado y uno se agarraba a la estadística para intentar calmar cualquier atisbo de pesimismo: cincuenta y dos tardes en el Bernabéu, dos empates y cincuenta victorias. Qué podía salir mal con ese bagaje en la mochila.



Del antes tan sólo recuerdo bocadillos, cerveza, patatas fritas y sonrisas. Historias y leyendas, nombres míticos del Olimpo del balompié y tipografías de dorsales. Tantos recuerdos alrededor de una pelota como se hace imposible cuantificar y la certeza de que quien afirma que el fútbol es sólo un deporte tiene la misma idea de la vida que quien prefiere el invierno al calor del verano. 

Del partido, improperios y descalificaciones; el hormigueo en el estómago de quien intuye que la historia no acabará bien, de quien puede ver las tablas del barco astillándose contra las olas antes de que comience el temporal y de quien ha presenciado tanta desidia en multimillonarios hartos de títulos que entiende, antes de que suceda, de que hoy todo se termina, que la racha se acaba y de que el mundo, desde ahora en adelante, será un poquito peor.

Del desastre, tan sólo desazón. Hacía muchos, muchísimos meses que no sentía un nudo en el estómago como el que me provocó el cabezazo de Hugo Duro al fondo de la red. Fue lo más parecido a quedarme sin respiración a pesar de que mis pulmones se siguiesen inflando, lo más cercano a que el corazón dejase de latir aunque el bombeo fuese constante y lo más triste de las cosas menos tristes que he vivido en mucho tiempo, algo que vendría completar esa célebre frase valdanesca que reza eso de que "el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes". 

Recuerdo el silencio casi sepulcral que no se convirtió en tal por el murmullo de incredulidad que se formó por todo el coliseo blanco. En un segundo habíamos salvado al Valencia, le habíamos entregado la Liga al Barça y había presenciado en directo la primera derrota del Real Madrid en mis treinta y ocho años de vida. Dante no tenía ni idea de lo que era el infierno, estoy seguro de que yo, en ese preciso momento, lo habría descrito bastante mejor. 

Me eché las manos a la cabeza y me hundí en ellas apoderándose de mí un desasosiego tal que ni siquiera mis seres más queridos pudieron sacarme de allí. Se acababa una racha de la que nada tenía que ver pero de la que me sentía tan orgulloso como de pocas cosas en mi vida. Se abría una falla, una grieta tal en mi corazón como no hubiese creído posible. Todo había cambiado en una décima de segundo de tal manera que la vida se hacía otra a pesar de que yo, en teoría, era el mismo de antes. Una vida peor, bastante más triste, cruel y realista que la que había llevado hasta ese momento y que sólo podrá empeorar el momento en que Modric se retire y me convierta, por primera vez, en un tipo más viejo que cualquier jugador de la plantilla del equipo de mi vida. 

Volví sobre mis pasos, arrastrando mis zapatillas blancas por el asfalto mojado y perdiendo la mirada entre los rascacielos de la capital. Todo había cambiado y lo había hecho a peor. La escala de colores se había convertido en gris, los sonidos en estruendos y rechinares, los olores habían desaparecido y el futuro se antojaba decrépito y lúgubre. Todo cambió en tan poco tiempo que no dio tiempo a asimilarlo hasta que el reloj siguió su curso y la realidad, como siempre, me hizo comprender lo que en el fondo es la vida: un conjunto de rachas, para bien o para mal, que un día cualquiera se terminan y te hacen comprender que nada dura para siempre.