Recopilación de todo lo que veo, escribo, escucho, hago, siento y quiero... o simplemente me invento.
miércoles, 15 de octubre de 2025
Doce años
lunes, 9 de junio de 2025
Calor
Al alba, en las primeras horas de la
mañana, era el único momento del día en que la temperatura se hacía respirable
en esa casa. La brisa entraba por la ventana de la habitación a hurtadillas,
haciendo su aparición cuando el único sonido que se escuchaba en el ambiente
era el de los pájaros dándole los buenos días a un mundo que se desperezaba con
brío. La suave corriente impregnaba el ambiente y se adentraba entre las paredes
blancas de la habitación acariciando dócilmente los dos cuerpos desnudos,
exhaustos de toda una noche sin conciliar el sueño y que habían quedado
tendidos sobre un colchón empapado de sudor, pasión y restos de lujuria.
Ella tenía entrelazada su pierna a la de él como un
ancla, como si temiese que se le pudiera escabullir en la oscuridad de la
noche. Él, estaba tan preso de esos ojos castaños ahora cerrados que no habría
podido escapar aunque quisiese. Cautivo, absolutamente sumiso a un cuerpo que trascendía
lo terrenal, que lo llevaba a lo divino, que lo envolvía con un manto de besos
y caricias transportándolo a lugares nunca antes conocidos, nunca antes
habitados, nunca antes explorados por civilización alguna.
La piel de ella aún conservaba el aroma de la madrugada: una mezcla de sal, deseo y algo que no habría podido describir con palabras pero que le causaba una profunda adicción. No sabía muy bien qué sentimiento le despertaba aquella mujer que había entrado en su vida un buen día sin avisar o, quizá, fuesen tantos que su corazón no podía quedarse tan sólo con uno. Se preguntaba si aquello era amor o si era algo todavía más humano: una necesidad ancestral de rendirse ante lo bello.
La miró durante unos segundos mientras sentía su
aliento cálido rompiendo en su pecho, aún impregnado del murmullo de los restos
de un jadeo que horas antes se habían elevado por encima del silencio y con la
marca en los dedos de su mano intentando acallarlos. Nada en ella
era profano, nada parecía hacerse mortal: sus caderas se antojaban puentes para
cruzar el umbral de lo terrenal; sus muslos, un santuario donde se disolvía la
razón. Sus labios todavía seguían enrojecidos de pasión, con resquicios de una
guerra sin cuartel librada poco antes y donde se habían enfrentado dos
ejércitos armados con besos, dentelladas y tanta pasión como el mundo jamás
conoció. Sus senos caían voluptuosos sobre el colchón, su espalda manchada de
lunares y pecas dibujaba un mapa hacia el paraíso y un mechón dorado tapaba con
dulzura unos ojos agotados de toda una noche sin dormir.
La textura de su piel aún ardía en sus palmas, como si
la memoria del tacto pudiera permanecer más allá del tiempo. Había algo sagrado
y demoníaco en ella, en esa mujer que aunaba todo lo pecaminoso del infierno
con la quietud del paraíso.
Comenzó a recordar. Su cuerpo, bajo él, bullendo como
un volcán en erupción. Sus manos perdiéndose en cada recoveco, la comisura de sus labios recorriendo su pecho y su pubis; sus ojos clavados unos en otros, impertérritos
al paso del tiempo, al qué dirán, al sentido de la vida y a todo lo demás. El
sabor de su lengua, el amargor que el perfume de su cuello dejaba en su boca.
La vio calmada y dormida y se preguntó si era posible que ese ser ahora
impávido pudiese ser el mismo que lo había transportado hacia un placer de otro
mundo tan sólo unas horas atrás.
Afuera, el mundo comenzaba a echar a andar entre prisas y rutina, pero allí dentro el mundo no importaba porque ellos tenían el suyo propio. Cerró los ojos por un instante y se permitió grabar la escena en su memoria. Guardó la imagen a fuego en su alma y quedó ahí exánime, notando cómo la película tocaba a su fin y dándose un último lujo, un último capricho: No la tocó. No porque no quisiera, sino porque entendía que hay silencios que no deben interrumpirse y cuerpos que, después de arder juntos, merecen reposar en calma para conseguir recomponerse en paz. Eso sí, cinceló el momento en su mente y en su alma y nadie más se lo pudo arrebatar jamás y de ese segundo nació una oda a una bella mujer, a una noche de sexo y pasión y a la vida misma, que no es más que todo lo anteriormente nombrado y tan sólo un poquito más.
jueves, 22 de mayo de 2025
Más viejo que el más viejo
Hace mucho tiempo que el tomo de mi juventud comenzó a quedarse sin hojas, como lo hace el cuaderno de un colegial al que su maestra le va arrancando páginas por su mala caligrafía. Hacía meses que no lo ojeaba, lo tenía guardado en la mochila del olvido por temor a que hubiese menguado un poco más pero hoy, casi sin quererlo y de soslayo, un croata criado entre bombas me ha obligado a asomarme de nuevo al abismo de la vejez y he visto cara a cara al espanto, al inquebrantable paso del tiempo personificado en una última hoja meciéndose al viento de desde sus tapas de cuero y liberándose de una niñez que ya sólo es un recuerdo en un frasco guardado en la alacena.
"Modric se va del Madrid" sería ya de por sí un titular lo suficientemente doloroso como para apagar cualquier aparato electrónico, meterse en la cama y dormir abrazado a su fotografía hasta el día siguiente. Sin embargo, esas cinco palabras encierran para mí un significado todavía más cruel, un profundo desconsuelo que se venía fraguando en mi mente desde hace tiempo pero que no me atrevía a pensar que pudiese concretarse así, de repente, sin previo aviso. En el día de hoy me he convertido, por primera vez en mis treinta y ocho años, en un tipo que es más viejo que cualquier jugador de la plantilla del Real Madrid, del equipo de mi vida, del ente que me ha dado más felicidad que cualquier otra cosa material en el mundo. Así, como suena. Así de duro. Así de atroz.
No he parado de darle vueltas desde que he leído la noticia a todo el proceso. Me he visto, tiempo atrás, en lo que a todas luces se me antoja un universo diferente, vestido con la camiseta morada de Teka y pidiendo a mi tía que me grabase el número diecisiete de un chaval llamado Raúl que acababa de hacerle dos goles al Atleti en el Calderón. Yo, que las he coleccionado todas: las blancas y moradas, las negras, naranjas y rojas; las viejas y las nuevas, las del siete, el diecisiete, el catorce, el once y el diez. Yo, que me pongo a echar la vista atrás y casi puedo tocar con mis dedos la primera temporada de Capello, la séptima y la octava, el gol de Ramos en Lisboa o el de Bale en Valencia; los miles de Cristiano, la liga del tamudazo, el mourinhismo exacerbado y todo lo demás, hoy me hallo aquí, tecleando como un anciano que mira en lontananza al infinito susurrando muy bajito eso de "todo esto era antes campo" y viendo cómo se me ha pasado media vida animando a decenas de tipos que me doblaban en edad y ahora lo hago con gente nacida después del dos mil. Bendito sea Dios, qué disgusto más grande.
Se va Luka y no volver a ver ese golpeo de exterior sobre el césped no parece suficiente castigo. Se va el último testigo de una época ya pretérita y me quedo con una panda de niños que escuchan reguetón y no han bailado en su vida el Bulería de David Bisbal. Quizá ni siquiera sepan lo que es. Dios de mi vida.
Una panda de chiquillos imberbes con pensamiento woke, peinados horripilantes, puños en alto y miradas indemnes al peso de la historia que llevan en su pecho. Jóvenes sin carnet de conducir y con acné fresco en la cara, mocosos como el que una vez fui yo y que algún día recordarán lo efímero de esa etapa.
Y mientras Modric se marcha sin pensar en mi desconsuelo yo reflexiono frente a esta pantalla intentando hacerme entender que ya no pertenezco al presente del fútbol. Soy memoria y eco de un tiempo pasado, recuerdos de alineaciones de cromos en cartulina y diferentes modelos de balón; un réquiem lúgubre que engañaba al calendario y que hablaba de campos de tierra, botas negras, porterías caídas y promociones de ascenso. Ahora todo está mal porque soy un viejo y es mi deber como tal sermonear a los jóvenes con que lo suyo no sirve y lo mío siempre ha sido mejor, aunque alguna vez sea mentira y casi siempre lleve razón.
La vejez no llega de golpe, se instala poco a poco como el primo al que la mujer acaba de echar de casa y que sólo viene a quedarse unos días pero que, de repente, ves paseando en calzoncillos por el pasillo mientras bebe a morro del brik de leche. Ya no pertenezco al presente porque soy esclavo de un pasado, de mi pasado. Las conversaciones me son indiferentes, el juego ya no es interesante y mi mente se centra más en la hemeroteca que en los fichajes del próximo verano. Cada paso que doy tiene algo de despedida también y es que hoy he comprendido que la retirada de Luka también es la mía, que todo lo que disfruté antaño no volverá y que todo lo ganado, que es mucho, me valdrá infinitamente más que todo lo que, seguro, está por ganar. Supongo que esto es la vida, lo que los ancianos me decían que era en su día y yo me negaba a creer. Supongo que el ciclo es eterno y que alguna vez, dentro de cientos de años, algún hedonista curtido en arrugas y canas, cantará esta canción que hoy les traigo yo.
miércoles, 9 de abril de 2025
Nélida
Tenía el pelo repleto de rizos, pequeñas ondulaciones que se enmarañaban en su cabeza como olas en un mar revuelto. Por más que echo la vista atrás, no puedo recordarla sin maquillaje. Nada de extravagancias pero siempre perfectamente arreglada para la ocasión. Coqueta, risueña, con tonalidades pardas en las mejillas, rosáceas en los labios y azuladas en los párpados. Con clase, con la galanura que se le presume a una señora de bien.
Su piel, marchita por los años, es otra de las cosas que me viene a la cabeza. Y su fragilidad manifiesta. “Te tropiezas en la raya de un lápiz” era la frase que siempre le hacía reír porque era totalmente cierto y porque ella se tomaba con humor casi todas las verdades. El final de su vida lo pasó asida a un bastón y, más tarde, a una silla cualquiera, pero en el principio, al menos en mi principio con ella, era la que aguantaba mis piratas al abordaje, los destrozos con el balón en su jardín, las disputas con mi hermano o las subidas a las copas de los árboles. Lo aguantaba todo con una sonrisa, con un sonido tenue y delicado que se acrecentaba poco a poco hasta que se convertía en un precioso llanto jubiloso. Llevo dándole vueltas ya unas cuantas horas al asunto y creo que lo que más voy a echar de menos de ella es verla reír.
Me costaba entender cómo una argentina de pura cepa pudiese estar tan enamorada de España habiendo tantos españoles que se esfuerzan en detestar a su país. Lo conocía todo de ella y lo conocía en la distancia, a través de libros y revistas, de películas, documentales y, sobre todo, de la radio, de la que era profunda admiradora al igual que lo es mi abuelo. Eso lo he heredado de ellos. Acuarelas de España es el nombre con el que bautizó a su programa cuando se decidió a crearlo en una humilde radio de Morón. Imaginen ustedes cómo de enamorado tienes que estar de algo para vivir a diez mil kilómetros de distancia y, aún así, dedicarle gran parte de tu vida a conocerlo en profundidad.
Discutíamos muchas veces por quién sabía más de España y tengo que reconocer, ahora que no está, que ella me daba mil vueltas. Le gustaba el chotis, Mallorca, la paella, Paco de Lucía, Galicia y creo que la convencí un poco para que, aunque no le guastase el fútbol, sí lo hiciese el Real Madrid. Organizaba galas, se interesaba por el flamenco, la copla, la historia o la gastronomía. No sé si empapándose de mi país se sentía más cerca de la hija que se le marchó hace media vida allí o si simplemente era por un amor irracional hacia la mejor nación de cuantas existen. Quizá era una mezcla de ambas pero el caso es que no he conocido a nadie de fuera que amase tanto a una de las cosas que más dentro de mi ser llevo.
Caminaba despacio, abrazaba lento y se limpiaba los anteojos muy de seguido. Intentaba repartir en partes equitativas amor inmenso de una abuela orgullosa entre sus cinco nietos y lo hacía más que correctamente. Desprendía generosidad y elegancia, creía en los buenos modales y en la rectitud como buena maestra reconvertida en inspectora. Amaba a sus hijos, a su alma gemela y de vez en cuando sacaba un orgullo de mierda que yo mismo he heredado para demostrarle al mundo que aunque uno se acerque a la perfección ese don sólo corresponde a Dios.
Bebía a sorbitos, cortaba muy pequeños los pedazos de comida, se cogía a mi brazo cuando aún podía andar, siempre llevaba monedero y lo abría con una delicadeza inusitada, como una niña chica a la que se lo acaban de regalar y aunque apenas tiene unas pocas monedas dentro las trata como si de todo el oro del mundo se tratase.
La besé por última vez hace poco más de un año. En la frente, con mucho mimo y los ojos hinchados de lágrimas sabiendo que no la volvería a ver más. La dejé en un país maravilloso que amo como si fuese mío y ayer su hija me llamó sollozando para contarme que se había marchado, que ya descansaba en paz.
Se marcha una gran mujer, una madre maravillosa y una de las dos mejores abuelas que uno hubiese podido desear. Se marcha Nélida, cosa que creía tan lejana que pensaba imposible y se me va de las manos con el amargor profundo de que, quizá, en los últimos días no se acordaba de mí. Sin embargo, yo sí me acuerdo de ella y lo haré mientras deambule por estos lares porque sé, a buen seguro, que pocos amores más puros tendré en mi vida que el que tuve por esa señora de acento meloso, manos cálidas y ojos castaños que siempre querré y a la que tuve el honor de llama abuela.





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