Lunares blancos sobre una tela
negra como la oscuridad, la mirada perdida en todos y en nadie, como si nada
fuera con ella, como si no supiese dónde mirar. La sonrisa tímida y la voz más
dulce que el mundo ha escuchado, la típica mujer que sin decirte nada te lo ha
dicho todo y que cuando quieres darte cuenta de lo que está pasando, ya te
tiene enamorado.
Unos ojos marrones que te atrapan
y no te dejan ir, la sensación de que ha sufrido tanto que está cerrada para
siempre, que no quiere cuentas con nadie, que nunca, jamás, se va a volver a
abrir. La dulzura personificada, valentía y pasión, de esas chicas que se
cruzan una vez en tu vida y, si la pierdes, ya no tienes otra ocasión.
Se movía por el suelo descalza
como una gata sobre el borde de una cornisa, a veces se molesta por el fútbol y, dos segundos después, cuando piensas que se está enfadando, de repente, se
parte de la risa. Recuerdo que dormíamos juntos en una cama a la que alguna vez
llamamos nuestra, recuerdo que me hizo el desayuno, que se adornaba con flores
y que le dije muy serio en una ocasión que las cosas no se prometen, sino que
se demuestran. Le enseñé que hay tres cosas importantes en la vida: dónde
trabajas, con quién te juntas y el colchón donde te echas a dormir y ella,
minutos más tarde, me demostró que por muy mal que te vayan la vida siempre
tienes que sacar ganas para vivir. Que todo tiende a solucionarse, que el
universo conspira a tu favor, que el frío se queda atrás y las flores nacen
cuando comienza a hacer calor. Me enseñó muchas cosas en todo el tiempo que
estuvimos juntos, que ahora no recuerdo si fueron dos años o apenas un segundo, porque
a veces, cuando pasas el tiempo con la persona indicada, las manecillas del
reloj se mueven tan rápido que parece que no se mueven nada de nada.
Le gustaba sentarse sobre mí y
mirarme fijamente a la cara y no había nada que más me gustase a mí que
sostenerle la mirada. Y darle besos en el cuello, en la boca, en la frente y en
el corazón; decirle, aunque sé que le molestaba, que estaba preciosa… Y que sepan todos ustedes que no me
faltaba razón. Sus manos se entrelazaban en las mías y su risa se perdía en la
habitación; me besaba lentamente al principio y luego, poco a poco, fundía su
lengua a la mía con pasión. Recuerdo que hubo un momento, entre tanto calor, que tuve que tranquilizarme y
pensar que debía andar con cuidado, que mujeres como esta son las que te
vuelven loco de remate, son las que te hacen perder la razón.
Y toda la historia empezó con un centenar de
lunares blancos sobre un vestido negro y otras dos docenas desperdigados al
azar sobre su espalda, un llamada entre el ruido y unas piernas infinitas que se pierden como dos luceros
del alba por debajo de su falda. Lunares blancos que resultaron no ser lunares;
noches que pudieron ser de pasión y al final fueron normales y otras que
parecía que sólo iban de dar un paseo y se quedaron en tu mente para siempre,
imborrables. La vida es tan complicada que lo que pensabas encontrar en el
cielo al final te lo encuentras en los bares. La vida, por otro lado, es tan
maravillosa que el día más bonito que recuerdas hace mucho nació de uno de esos
días que parecía que iban a ser de lo más normales.