jueves, 8 de mayo de 2014

Paris

Mi affaire con Paris fue tan breve como intenso, tan real como incompleto, tan bonito como desdichadamente corto.


Tras doce horas de viaje a lomos de un Ford Fiesta que luchaba a cada kilómetro por no desfallecer, llegamos a la ciudad del amor con la intención precisamente de eso, de enamorarnos perdidamente de ella. Apenas conseguimos entrar cuando el conductor y su acompañante consideraron oportuno, dadas las horas intempestivas que se nos habían echado encima, abandonarme a mi suerte en medio de la noche. Ya saben ustedes que no vivimos precisamente en los tiempos de la fraternidad entre seres humanos. 

Aún me pregunto cómo conseguir llegar con vida al hostal donde me alojaba (en otra ocasion menos poética intentaremos indagar en el porqué de los nombres pseudosexuales de los hostales de mala muerte y sus condiciones higiénicas) pero el caso es que, de nuevo milagrósamente, sobreviví y pude conciliar un plácido sueño en el Peace and Love hostal (no haremos comentarios al respecto).

Todavía con el miedo en el cuerpo, los primeros rayos de sol de un fabuloso y radiante día me golpearon en la cara,  apremiándome a que dejase de perder tiempo entre las sábanas y partiera, de una vez por todas, a exprimir cada segundo del único día que se me había concedido para disfrutar de una de las ciudades más bellas del planeta.

El canal de Saint Martin era lo primero que mis ojos podían ver desde la ventana del 245 de la Rue de La Fallette. De allí salí, en un único viaje en metro, hacia la otra punta de la ciudad para seguir tachando cosas de mi lista. En esta ocasión, debía contemplar una de las dos estatuas de la libertad que hay en el planeta, para ser más exactos, la primera de las dos.

De allí comencé a andar, que viene siendo la tónica dominante de este viaje al que ya se le conoce fecha de caducidad, aunque ustedes, mis queridos lectores, deberán esperar un poco más para conocerla. Anduve, como decía, zigzagueando el Sena una y otra vez, cruzándolo sin descanso mientras me maravillaba de una u otra magnificencia en forma de monumento asentada a un lado u otro del río. Con la torre Eiffel como estrella polar, caminaba entre el trafico incansable de Paris y la imagen fija sobre un monstruo de hierro que me esperaba ansioso en el lugar donde ha descansado durante tantos años.


La torre mas famosa del planeta impresiona desde la lejania, pero pasma en el tú a tú. Cuando uno tiene el placer de ponerse a sus pies puede comenzar a comprender cómo un revestimento tan horroroso es capaz de obnubilar a tantísimos millones de personas. Ahí radica la verdadera belleza del monumento, en ser capaz de enamorar a un mundo aque obvia su figura y se centra en su significado.


El tiempo era el peor enemigo en la efimera relación que la ciudad y yo íbamos a vivir. El plan trazado indicaba que nos quedaban unas pocas horas juntos antes de que me tuviera que marchar a un nuevo país. Practicamente tuve que desgranar el saco entero de maravillas que esconde Paris y dejar únicamente cuatro o cinco semillas que, eso sí, me hicieran despedirme de ella con un dulce sabor de boca. Decidí por tanto que lo mejor era visitar brevemente el Arco del triunfo y caminar más tarde por los Eliseos hasta el Louvre. Lo  hice pausadamente y en ello se me fue gran parte de la tarde, pero es que cuando uno está en Paris, cualquier escaparate encandila; cualquier parque enamora, cualquier callejón embelesa y cualquier esquina fascina hasta la extenuación.


A la Gioconda le dije adiós desde la entrada del Louvre. Ni las horas ni el momento fueron propicios para un encuentro que se lleva aplazando ya demasiado tiempo. Paseé por las Tullerias y contemplé los jardines con una calma que habría sacado de quicio a más de uno. Finalmente encontré a Notre Dame en pleno apogeo, cuando el sol ya comenzaba a esconderse por el firmamento y la luz la hace verse más hermosa que nunca.

Y al final la noche me cogió en un bar de Montmartre donde me esperaba una rubia espumosa para que me aprovechase de ella a la luz de la luna de Paris, seguramente una de las más radiantes del mundo.


Finalmente la mañana llegó, como lo viene haciendo cada día desde ni se sabe cuanto tiempo. Me quedaron tantas cosas por ver que tuve que jurarle que volvería pronto, que en mi siguiente visita pasaríamos más rato juntos y nos desnudariamos mucho más a fondo los dos. Se lo juré con el sabor de su café y el olor de sus calles aún presente y hoy, ya en una ciudad distinta, tengo por seguro que cumpliré mi promesa.



domingo, 4 de mayo de 2014

Barcelona

A Barcelona llegué tras un viaje de seis horas, una rueda pinchada y un conductor que aunaba trazos de Paquirrín y Jon Cobra. El sol se había puesto y la brisa marina que puebla cada rincón de la ciudad se alió con el sudor de seiscientos kilómetros aguantando sandeces, para que la primera impresión de los que iban a ser mis caseros durante los siguientes días fuera de más pena que otra cosa.



Me fui directo a la cama, sólo dejando tiempo para un saludo cortés y una mirada de "os prometo que por lo mañana no soy así", que dejó indiferente al recepcionista, el cual, seguramente, estará acostumbrado a ver insurrectos mucho peores que yo. De eso no me cabe duda.

Volví al mundo de los vivos con el estridente sonido de mi despertador y me alcé presto y veloz para aprovechar cada uno de los segundos que me dejaban experimentar con una ciudad tan desconocida como sorprendente, tan absolutamente distinta a lo que había visto, sentido y vivido que, en primera instancia, me convencí de que nuestra relación iba a ser totalmente imposible. Pero de nuevo, me volví a equivocar.

Comencé a andar por sus calles mientras el viento húmedo que la mece volvía a despeinarme una y otra vez. Sin ser yo para nada coqueto, me resistía sin embargo a dejar que eso fuera la constante de mi viaje allí, aunque pronto me dejé llevar por la cortesía del huésped y me evadí completamente de cualquier aspecto físico de mi visita. Todo, absolutamente cualquier momento de esos dos días, debían trasladar lo corpóreo y llegar al punto más espiritual posible.


Al ser un viaje en solitario, mis pensamientos, sentimientos, vicisitudes, ilusiones y quebraderos de cabeza son los únicos aliados en mis días y en mis noches. Con ellos comencé a conocerla y a pasear junto a ella por sus larguísimas avenidas. Lo primero que hicimos fue ir a La Sagrada familia, que me pareció fantásticamente inacabada, "Probablemente ahí radica su magia, espero que siga así eternamente", le susurré al oído. Nos fuimos después a la otra punta y la propia Barcelona se encargó de guiarme en lo que me pareció en primera instancia una labor complicada pero que ahora, la noche antes de marcharme, puedo asegurar que no, que no existe nada más facil que caminar por la ciudad Condal y llegar a cualquier punto que se quiera. Sólo es necesario seguir recto y al final, tarde o temprano, se llega.

Me adentré en el modernismo de Gaudí, siendo yo, probablemente, la persona que más ha despotricado contra él. Ví la Pedrera, que se levantaba apenas cincuenta metros del hostal donde me hospedé. No estuvo mal encontrarme con ella, aunque fuera un leve atisbo de tiempo. La torre Agbar me siguió pareciendo el mismo edificio vacío de significado y lleno de significante, y a sus pies me recosté al sol de la ciudad durante no sé ni cuanto tiempo. En eso sí me tiene ganado Barcelona, las siestas en sus parques son gloria bendita.


Obvié el Parque Güell por razones de tiempo, el Camp Nou por otras de sentido común, el Tibidabo por lejanía (aunque aún sigo recriminándomelo) y los museos de toda índole por mi reticencia constante a una cultura que se me presenta como la de un país cuando tengo por cierto que no lo es. Pero conocí otra cosa mucho mejor: el Mediterráneo.


Lo había visto en innumerables ocasiones, desde Almería hasta Valencia, pero en ninguna, absolutamente en ninguna, lo vi tan bonito como en Barcelona. Su inmensidad abruma al visitante y el puerto, la playa o el paseo marítimo lo enamora por completo. Podría pasar diez años entre jarras de cerveza en cada uno de sus bares, en cada terraza, en cada metro cuadrado de arena. Estuve la mayor parte de la tarde paseando con un viento semihuracando azotándome la cara, como queriendo apartarme de aquella maravilla que había descubierto casi por equivocación. Pero no lo consiguió, ni mucho menos.

Más tarde, cuando llegué al final del mar, ascendí por las Ramblas, como cientos de miles de personas que, en manada, subíamos hasta Plaza Cataluña deteniéndonos para ver algún puestecillo de poca monta y mucho carisma. Me burlé de buena gana de Canaletas y recordé cuando alguien, una vez hace algún tiempo, me la comparó con mi diosa, con mi Cibeles del alma. "Normal que vayan de culo, debe ser vergonzoso venir a celebrar títulos aquí", tuiteé con malicia. Pido perdón (con la boca chiquitita, eso sí) a quien se haya podido sentir ofendido.

Y me fui, porque aunque aún sigo preso de sus encantos mientras mis dedos trabajan solos en este texto que les escribo, mi mente ya piensa en la siguiente parada de mi viaje. Un sitio nuevo, una ciudad distinta, un país diferente... Todo eso lo comenzaré a vivir en poco menos de doce horas. Pero aún me queda una noche con ella, con esta amante de acento meloso y que me ha desesperado tantas veces a lo largo de mi vida que pensaba que no me podría caer bien, pero ha hecho algo mucho mejor que eso: me ha encandilado para siempre, como me dijeron que haría. Llevaban razón Barna querida, eres muy especial.

jueves, 1 de mayo de 2014

Madrid

De Madrid se ha hablado mucho pero no se ha dicho todo, ni mucho menos.


Volvía una vez más a la que ya es mi casa por derecho propio, a mi ciudad fetiche, a la cuna de una inspiración que tocó techo en aquellos maravillosos años en los que tuve el inmenso placer de vivir aquí. Siempre lo tuve claro: cualquier viaje que se precie tiene que comenzar en Madrid... y así ha sido.

El sol ya reinaba en el cielo azul de la capital. No se vió rastro alguno de nubarrones o borrascas, de gotas de agua, rayos o centellas. El calor fue la constante en las calles y las terrazas volvieron a llenarse una vez más de gentes que se refugiaban en ellas para evadirse de una realidad triste y mustia, todo lo contrario a lo que representa esta preciosa ciudad.

Regresé al centro, a degustarme con cada tapa, con cada caña bien tirada y con el aroma a hogar que mi mente consigue refrescarme en cada ocasión que la visito.


El fútbol reinó durante todos los días en los que me alojé aquí, pero eso no es nada nuevo, porque pocas ciudades más futboleras hay que esta. Y así les va, campeones de Europa este año.
Las sonrisas y las anécdotas volvieron a copar las conversaciones con amigos que hace tiempo que transpasaron las fronteras de lo que significa ese vocablo para entrar de lleno en mi familia, en mi círculo más cercano. Porque la familia te viene impuesta, pero ellos son un regalo del cielo.

Anduve por Sol, la calle Mayor, Ópera, Gran Vía y Cibeles, lugares que he visitado tantas veces que tengo ya grabado a fuego en mi alma, pero que todavía me siguen cautivando, enamorando como el primer día.
Hice un trato con la diosa: "Te veo pronto, preciosa" le gritaba desde la distancia aún con el sabor a champagne en la lengua. Ojalá pueda venir de Lisboa el 25 de mayo a besarla personalmente, ojalá le regalen una décima Copa de Europa que sabrá a gloria bendita. Ojalá.

Más tarde pasé por la sierra, a ese trozo infravaloradísimo de la Comunidad que te evade del estrés de la ciudad y te transporta a un mundo tan bonito como inexplorado, tan alejado de la realidad de la urbe como cercano en el espacio. Al final de la tarde, el Escorial se erigía frente a mí por primera vez, y la grandeza de una España arcaica y grandiosa nos llevó a darnos cuenta de lo que grandes que fuimos y lo poquita cosa que somos.


Finalmente llegó el adiós que, en mi caso, siempre es un 'hasta luego'. Porque Madrid me tiene atrapado desde el primer momento, enamorado hasta el tuétano de todo lo que es y significa. Me enamoró un domingo de septiembre de hace muchos años, cuando llegué, mochila en mano, para quedarme unos años en sus esquinas y en sus plazas. Mañana partiré con una bolsa aún mayor hacia otra gran desconocida, pero Madrid, lejos de ponerse celosa, me esperará de nuevo a que vuelva a sus brazos. Y puede estar segura de que lo haré, porque ya no puedo vivir sin ella.


lunes, 28 de abril de 2014

El viaje

Comenzó hace años en algún recóndito rincón de mi mente y se hará realidad, Dios mediante, mañana en una estación de trenes de una ciudad de la Mancha. La duración y el itinerario, sólo el destino la conocen; nadie más... ni siquiera yo. Pero era algo que había que hacer, de eso no me cabe duda.


Rememorar aquella vieja sensación relegada a un ostracismo que tristemente venía siendo habitual en los últimos tiempos, la de encontrar nuevas sensaciones, sabores, imágenes e incluso unos olores de los que mi nariz hace tiempo que me priva pero mi mente sigue degustando en lo más hondo de mi ser. Volver a sentirme libre y extraño, feliz entre cultura y paisajes de postal que se erijan frente a mis ojos en un atardecer primaveral y no en un trozo de cartón llegado desde la oficina de correos.

Un viaje por el viejo continente que comienzo mañana. A pie, en coche, tren, avión o motocicleta, eso ya se verá. Unos días de andar y pasear por calles que nunca transité aunque siempre lo habría deseado, una experiencia inolvidable esperemos que en el buen sentido, aunque no descarten que haya que volver con una mano delante y otra detrás. Pero eso, lejos de lo que pueda parecer, puede ser hasta bueno que, en la época que corre, hay que conformarse con poco.

Os dejo por aquí y por allí, por Twitter y por las cervecerías que suelo frecuentar, para recorrer otras distintas, para hacer máxima esa frase, tan triste como cierta de "si no lo hago ahora, no lo haré jamás" y os insto, siempre que lo deseéis, a leerme por estos lares y descubrir junto a mí todas las aventuras que me vayan sucediendo que, espero, serán muchas y muy variadas.



Me voy, pero os llevo conmigo. A todos y cada uno de los que me animasteis a emprender este viaje y a todos los que mi tildasteis de loco o algo peor por hacerlo. Todos sois igual de importantes, absolutamente todos.

Nos leemos y nos escribimos allá donde estéis y por donde los acontecimientos quieran que yo me mueva. Y que sea lo que tenga que ser. 

El mundo llama, no le hagamos esperar.


lunes, 21 de abril de 2014

100 Cosas que tengo que hacer antes de morirme (nº 32)

Hacía tiempo que no conseguía hacer alguna cosa de mi lista de las 100 Cosas que tengo que hacer antes de morirme, pero gracias a Iván de Otto he podido tachar la número 32... ¡Y de qué manera!

Un partido increíble, una tarde inolvidable... una Copa para enmarcar






Ver un Madrid - Barça ya está hecho, y seguramente no pudo haber una manera mejor de realizarla.