Tras doce horas de viaje a lomos de un Ford Fiesta que luchaba a cada kilómetro por no desfallecer, llegamos a la ciudad del amor con la intención precisamente de eso, de enamorarnos perdidamente de ella. Apenas conseguimos entrar cuando el conductor y su acompañante consideraron oportuno, dadas las horas intempestivas que se nos habían echado encima, abandonarme a mi suerte en medio de la noche. Ya saben ustedes que no vivimos precisamente en los tiempos de la fraternidad entre seres humanos.
Aún me pregunto cómo conseguir llegar con vida al hostal donde me alojaba (en otra ocasion menos poética intentaremos indagar en el porqué de los nombres pseudosexuales de los hostales de mala muerte y sus condiciones higiénicas) pero el caso es que, de nuevo milagrósamente, sobreviví y pude conciliar un plácido sueño en el Peace and Love hostal (no haremos comentarios al respecto).
Todavía con el miedo en el cuerpo, los primeros rayos de sol de un fabuloso y radiante día me golpearon en la cara, apremiándome a que dejase de perder tiempo entre las sábanas y partiera, de una vez por todas, a exprimir cada segundo del único día que se me había concedido para disfrutar de una de las ciudades más bellas del planeta.
El canal de Saint Martin era lo primero que mis ojos podían ver desde la ventana del 245 de la Rue de La Fallette. De allí salí, en un único viaje en metro, hacia la otra punta de la ciudad para seguir tachando cosas de mi lista. En esta ocasión, debía contemplar una de las dos estatuas de la libertad que hay en el planeta, para ser más exactos, la primera de las dos.
De allí comencé a andar, que viene siendo la tónica dominante de este viaje al que ya se le conoce fecha de caducidad, aunque ustedes, mis queridos lectores, deberán esperar un poco más para conocerla. Anduve, como decía, zigzagueando el Sena una y otra vez, cruzándolo sin descanso mientras me maravillaba de una u otra magnificencia en forma de monumento asentada a un lado u otro del río. Con la torre Eiffel como estrella polar, caminaba entre el trafico incansable de Paris y la imagen fija sobre un monstruo de hierro que me esperaba ansioso en el lugar donde ha descansado durante tantos años.
La torre mas famosa del planeta impresiona desde la lejania, pero pasma en el tú a tú. Cuando uno tiene el placer de ponerse a sus pies puede comenzar a comprender cómo un revestimento tan horroroso es capaz de obnubilar a tantísimos millones de personas. Ahí radica la verdadera belleza del monumento, en ser capaz de enamorar a un mundo aque obvia su figura y se centra en su significado.
El tiempo era el peor enemigo en la efimera relación que la ciudad y yo íbamos a vivir. El plan trazado indicaba que nos quedaban unas pocas horas juntos antes de que me tuviera que marchar a un nuevo país. Practicamente tuve que desgranar el saco entero de maravillas que esconde Paris y dejar únicamente cuatro o cinco semillas que, eso sí, me hicieran despedirme de ella con un dulce sabor de boca. Decidí por tanto que lo mejor era visitar brevemente el Arco del triunfo y caminar más tarde por los Eliseos hasta el Louvre. Lo hice pausadamente y en ello se me fue gran parte de la tarde, pero es que cuando uno está en Paris, cualquier escaparate encandila; cualquier parque enamora, cualquier callejón embelesa y cualquier esquina fascina hasta la extenuación.
A la Gioconda le dije adiós desde la entrada del Louvre. Ni las horas ni el momento fueron propicios para un encuentro que se lleva aplazando ya demasiado tiempo. Paseé por las Tullerias y contemplé los jardines con una calma que habría sacado de quicio a más de uno. Finalmente encontré a Notre Dame en pleno apogeo, cuando el sol ya comenzaba a esconderse por el firmamento y la luz la hace verse más hermosa que nunca.
Y al final la noche me cogió en un bar de Montmartre donde me esperaba una rubia espumosa para que me aprovechase de ella a la luz de la luna de Paris, seguramente una de las más radiantes del mundo.
Finalmente la mañana llegó, como lo viene haciendo cada día desde ni se sabe cuanto tiempo. Me quedaron tantas cosas por ver que tuve que jurarle que volvería pronto, que en mi siguiente visita pasaríamos más rato juntos y nos desnudariamos mucho más a fondo los dos. Se lo juré con el sabor de su café y el olor de sus calles aún presente y hoy, ya en una ciudad distinta, tengo por seguro que cumpliré mi promesa.