lunes, 9 de junio de 2025

Calor

Al alba, en las primeras horas de la mañana, era el único momento del día en que la temperatura se hacía respirable en esa casa. La brisa entraba por la ventana de la habitación a hurtadillas, haciendo su aparición cuando el único sonido que se escuchaba en el ambiente era el de los pájaros dándole los buenos días a un mundo que se desperezaba con brío. La suave corriente impregnaba el ambiente y se adentraba entre las paredes blancas de la habitación acariciando dócilmente los dos cuerpos desnudos, exhaustos de toda una noche sin conciliar el sueño y que habían quedado tendidos sobre un colchón empapado de sudor, pasión y restos de lujuria.

Ella tenía entrelazada su pierna a la de él como un ancla, como si temiese que se le pudiera escabullir en la oscuridad de la noche. Él, estaba tan preso de esos ojos castaños ahora cerrados que no habría podido escapar aunque quisiese. Cautivo, absolutamente sumiso a un cuerpo que trascendía lo terrenal, que lo llevaba a lo divino, que lo envolvía con un manto de besos y caricias transportándolo a lugares nunca antes conocidos, nunca antes habitados, nunca antes explorados por civilización alguna.


La piel de ella aún conservaba el aroma de la madrugada: una mezcla de sal, deseo y algo que no habría podido describir con palabras pero que le causaba una profunda adicción. No sabía muy bien qué sentimiento le despertaba aquella mujer que había entrado en su vida un buen día sin avisar o, quizá, fuesen tantos que su corazón no podía quedarse tan sólo con uno. Se preguntaba si aquello era amor o si era algo todavía más humano: una necesidad ancestral de rendirse ante lo bello.

La miró durante unos segundos mientras sentía su aliento cálido rompiendo en su pecho, aún impregnado del murmullo de los restos de un jadeo que horas antes se habían elevado por encima del silencio y con la marca en los dedos de su mano intentando acallarlos. Nada en ella era profano, nada parecía hacerse mortal: sus caderas se antojaban puentes para cruzar el umbral de lo terrenal; sus muslos, un santuario donde se disolvía la razón. Sus labios todavía seguían enrojecidos de pasión, con resquicios de una guerra sin cuartel librada poco antes y donde se habían enfrentado dos ejércitos armados con besos, dentelladas y tanta pasión como el mundo jamás conoció. Sus senos caían voluptuosos sobre el colchón, su espalda manchada de lunares y pecas dibujaba un mapa hacia el paraíso y un mechón dorado tapaba con dulzura unos ojos agotados de toda una noche sin dormir.

La textura de su piel aún ardía en sus palmas, como si la memoria del tacto pudiera permanecer más allá del tiempo. Había algo sagrado y demoníaco en ella, en esa mujer que aunaba todo lo pecaminoso del infierno con la quietud del paraíso.

Comenzó a recordar. Su cuerpo, bajo él, bullendo como un volcán en erupción. Sus manos perdiéndose en cada recoveco, la comisura de sus labios recorriendo su pecho y su pubis; sus ojos clavados unos en otros, impertérritos al paso del tiempo, al qué dirán, al sentido de la vida y a todo lo demás. El sabor de su lengua, el amargor que el perfume de su cuello dejaba en su boca. La vio calmada y dormida y se preguntó si era posible que ese ser ahora impávido pudiese ser el mismo que lo había transportado hacia un placer de otro mundo tan sólo unas horas atrás.

Afuera, el mundo comenzaba a echar a andar entre prisas y rutina, pero allí dentro el mundo no importaba porque ellos tenían el suyo propio. Cerró los ojos por un instante y se permitió grabar la escena en su memoria. Guardó la imagen a fuego en su alma y quedó ahí exánime, notando cómo la película tocaba a su fin y dándose un último lujo, un último capricho: No la tocó. No porque no quisiera, sino porque entendía que hay silencios que no deben interrumpirse y cuerpos que, después de arder juntos, merecen reposar en calma para conseguir recomponerse en paz. Eso sí, cinceló el momento en su mente y en su alma y nadie más se lo pudo arrebatar jamás y de ese segundo nació una oda a una bella mujer, a una noche de sexo y pasión y a la vida misma, que no es más que todo lo anteriormente nombrado y tan sólo un poquito más. 

jueves, 22 de mayo de 2025

Más viejo que el más viejo

Hace mucho tiempo que el tomo de mi juventud comenzó a quedarse sin hojas, como lo hace el cuaderno de un colegial al que su maestra le va arrancando páginas por su mala caligrafía. Hacía meses que no lo ojeaba, lo tenía guardado en la mochila del olvido por temor a que hubiese menguado un poco más pero hoy, casi sin quererlo y de soslayo, un croata criado entre bombas me ha obligado a asomarme de nuevo al abismo de la vejez y he visto cara a cara al espanto, al inquebrantable paso del tiempo personificado en una última hoja meciéndose al viento de desde sus tapas de cuero y liberándose de una niñez que ya sólo es un recuerdo en un frasco guardado en la alacena.

"Modric se va del Madrid" sería ya de por sí un titular lo suficientemente doloroso como para apagar cualquier aparato electrónico, meterse en la cama y dormir abrazado a su fotografía hasta el día siguiente. Sin embargo, esas cinco palabras encierran para mí un significado todavía más cruel, un profundo desconsuelo que se venía fraguando en mi mente desde hace tiempo pero que no me atrevía a pensar que pudiese concretarse así, de repente, sin previo aviso. En el día de hoy me he convertido, por primera vez en mis treinta y ocho años, en un tipo que es más viejo que cualquier jugador de la plantilla del Real Madrid, del equipo de mi vida, del ente que me ha dado más felicidad que cualquier otra cosa material en el mundo. Así, como suena. Así de duro. Así de atroz.

No he parado de darle vueltas desde que he leído la noticia a todo el proceso. Me he visto, tiempo atrás, en lo que a todas luces se me antoja un universo diferente, vestido con la camiseta morada de Teka y pidiendo a mi tía que me grabase el número diecisiete de un chaval llamado Raúl que acababa de hacerle dos goles al Atleti en el Calderón. Yo, que las he coleccionado todas: las blancas y moradas, las negras, naranjas y rojas; las viejas y las nuevas, las del siete, el diecisiete, el catorce, el once y el diez. Yo, que me pongo a echar la vista atrás y casi puedo tocar con mis dedos la primera temporada de Capello, la séptima y la octava, el gol de Ramos en Lisboa o el de Bale en Valencia; los miles de Cristiano, la liga del tamudazo, el mourinhismo exacerbado y todo lo demás, hoy me hallo aquí, tecleando como un anciano que mira en lontananza al infinito susurrando muy bajito eso de "todo esto era antes campo" y viendo cómo se me ha pasado media vida animando a decenas de tipos que me doblaban en edad y ahora lo hago con gente nacida después del dos mil. Bendito sea Dios, qué disgusto más grande.

Se va Luka y no volver a ver ese golpeo de exterior sobre el césped no parece suficiente castigo. Se va el último testigo de una época ya pretérita y me quedo con una panda de niños que escuchan reguetón y no han bailado en su vida el Bulería de David Bisbal. Quizá ni siquiera sepan lo que es. Dios de mi vida.

Una panda de chiquillos imberbes con pensamiento woke, peinados horripilantes, puños en alto y miradas indemnes al peso de la historia que llevan en su pecho. Jóvenes sin carnet de conducir y con acné fresco en la cara, mocosos como el que una vez fui yo y que algún día recordarán lo efímero de esa etapa.

Y mientras Modric se marcha sin pensar en mi desconsuelo yo reflexiono frente a esta pantalla intentando hacerme entender que ya no pertenezco al presente del fútbol. Soy memoria y eco de un tiempo pasado, recuerdos de alineaciones de cromos en cartulina y diferentes modelos de balón; un réquiem lúgubre que engañaba al calendario y que hablaba de campos de tierra, botas negras, porterías caídas y promociones de ascenso. Ahora todo está mal porque soy un viejo y es mi deber como tal sermonear a los jóvenes con que lo suyo no sirve y lo mío siempre ha sido mejor, aunque alguna vez sea mentira y casi siempre lleve razón. 

La vejez no llega de golpe, se instala poco a poco como el primo al que la mujer acaba de echar de casa y que sólo viene a quedarse unos días pero que, de repente, ves paseando en calzoncillos por el pasillo mientras bebe a morro del brik de leche. Ya no pertenezco al presente porque soy esclavo de un pasado, de mi pasado. Las conversaciones me son indiferentes, el juego ya no es interesante y mi mente se centra más en la hemeroteca que en los fichajes del próximo verano. Cada paso que doy tiene algo de despedida también y es que hoy he comprendido que la retirada de Luka también es la mía, que todo lo que disfruté antaño no volverá y que todo lo ganado, que es mucho, me valdrá infinitamente más que todo lo que, seguro, está por ganar. Supongo que esto es la vida, lo que los ancianos me decían que era en su día y yo me negaba a creer. Supongo que el ciclo es eterno y que alguna vez, dentro de cientos de años, algún hedonista curtido en arrugas y canas, cantará esta canción que hoy les traigo yo. 

miércoles, 9 de abril de 2025

Nélida

Tenía el pelo repleto de rizos, pequeñas ondulaciones que se enmarañaban en su cabeza como olas en un mar revuelto. Por más que echo la vista atrás, no puedo recordarla sin maquillaje. Nada de extravagancias pero siempre perfectamente arreglada para la ocasión. Coqueta, risueña, con tonalidades pardas en las mejillas, rosáceas en los labios y azuladas en los párpados. Con clase, con la galanura que se le presume a una señora de bien.

Su piel, marchita por los años, es otra de las cosas que me viene a la cabeza. Y su fragilidad manifiesta. “Te tropiezas en la raya de un lápiz” era la frase que siempre le hacía reír porque era totalmente cierto y porque ella se tomaba con humor casi todas las verdades. El final de su vida lo pasó asida a un bastón y, más tarde, a una silla cualquiera, pero en el principio, al menos en mi principio con ella, era la que aguantaba mis piratas al abordaje, los destrozos con el balón en su jardín, las disputas con mi hermano o las subidas a las copas de los árboles. Lo aguantaba todo con una sonrisa, con un sonido tenue y delicado que se acrecentaba poco a poco hasta que se convertía en un precioso llanto jubiloso. Llevo dándole vueltas ya unas cuantas horas al asunto y creo que lo que más voy a echar de menos de ella es verla reír.

Me costaba entender cómo una argentina de pura cepa pudiese estar tan enamorada de España habiendo tantos españoles que se esfuerzan en detestar a su país. Lo conocía todo de ella y lo conocía en la distancia, a través de libros y revistas, de películas, documentales y, sobre todo, de la radio, de la que era profunda admiradora al igual que lo es mi abuelo. Eso lo he heredado de ellos. Acuarelas de España es el nombre con el que bautizó a su programa cuando se decidió a crearlo en una humilde radio de Morón. Imaginen ustedes cómo de enamorado tienes que estar de algo para vivir a diez mil kilómetros de distancia y, aún así, dedicarle gran parte de tu vida a conocerlo en profundidad.

Discutíamos muchas veces por quién sabía más de España y tengo que reconocer, ahora que no está, que ella me daba mil vueltas. Le gustaba el chotis, Mallorca, la paella, Paco de Lucía, Galicia y creo que la convencí un poco para que, aunque no le guastase el fútbol, sí lo hiciese el Real Madrid. Organizaba galas, se interesaba por el flamenco, la copla, la historia o la gastronomía. No sé si empapándose de mi país se sentía más cerca de la hija que se le marchó hace media vida allí o si simplemente era por un amor irracional hacia la mejor nación de cuantas existen. Quizá era una mezcla de ambas pero el caso es que no he conocido a nadie de fuera que amase tanto a una de las cosas que más dentro de mi ser llevo.

Caminaba despacio, abrazaba lento y se limpiaba los anteojos muy de seguido. Intentaba repartir en partes equitativas amor inmenso de una abuela orgullosa entre sus cinco nietos y lo hacía más que correctamente. Desprendía generosidad y elegancia, creía en los buenos modales y en la rectitud como buena maestra reconvertida en inspectora. Amaba a sus hijos, a su alma gemela y de vez en cuando sacaba un orgullo de mierda que yo mismo he heredado para demostrarle al mundo que aunque uno se acerque a la perfección ese don sólo corresponde a Dios.

Bebía a sorbitos, cortaba muy pequeños los pedazos de comida, se cogía a mi brazo cuando aún podía andar, siempre llevaba monedero y lo abría con una delicadeza inusitada, como una niña chica a la que se lo acaban de regalar y aunque apenas tiene unas pocas monedas dentro las trata como si de todo el oro del mundo se tratase.

La besé por última vez hace poco más de un año. En la frente, con mucho mimo y los ojos hinchados de lágrimas sabiendo que no la volvería a ver más. La dejé en un país maravilloso que amo como si fuese mío y ayer su hija me llamó sollozando para contarme que se había marchado, que ya descansaba en paz.

Se marcha una gran mujer, una madre maravillosa y una de las dos mejores abuelas que uno hubiese podido desear. Se marcha Nélida, cosa que creía tan lejana que pensaba imposible y se me va de las manos con el amargor profundo de que, quizá, en los últimos días no se acordaba de mí. Sin embargo, yo sí me acuerdo de ella y lo haré mientras deambule por estos lares porque sé, a buen seguro, que pocos amores más puros tendré en mi vida que el que tuve por esa señora de acento meloso, manos cálidas y ojos castaños que siempre querré y a la que tuve el honor de llama abuela.

domingo, 6 de abril de 2025

Primera derrota

El cielo de Madrid se desencapotaba poco a poco, como si con cada zancada que daba hacia el estadio la media docena de nubes que todavía se resistían a abandonarlo se fuesen evaporando de allí dando paso, tras de sí, a unos rayos tenues que se reflejaban en los uniformes blanquecinos que centenares de fieles se habían enfundado para animar al Rey de Europa. 

Caminaba altanero desde Tetuán a Concha Espina en el día del bautizo madridista de un joven de nueve años que subiría por primera vez las escalinatas del Bernabéu para darse de bruces con la gloria, en esa sensación que todo aficionado del Real Madrid ha experimentado en su primera vez en el campo y que ninguno olvida jamás. Sobre mí, la pesada carga de la iniciación al ritual, cosa que no es baladí cuando uno es perfectamente consciente de la trascendencia del momento para el niño y se asume, consciente o inconscientemente, que el recuerdo permanecerá en su memoria para siempre incluyendo en él, por supuesto, a quien les narra la historia. Los nervios se hacían patentes, los corazones comenzaban a bombear más rápidamente de lo acostumbrado y uno se agarraba a la estadística para intentar calmar cualquier atisbo de pesimismo: cincuenta y dos tardes en el Bernabéu, dos empates y cincuenta victorias. Qué podía salir mal con ese bagaje en la mochila.



Del antes tan sólo recuerdo bocadillos, cerveza, patatas fritas y sonrisas. Historias y leyendas, nombres míticos del Olimpo del balompié y tipografías de dorsales. Tantos recuerdos alrededor de una pelota como se hace imposible cuantificar y la certeza de que quien afirma que el fútbol es sólo un deporte tiene la misma idea de la vida que quien prefiere el invierno al calor del verano. 

Del partido, improperios y descalificaciones; el hormigueo en el estómago de quien intuye que la historia no acabará bien, de quien puede ver las tablas del barco astillándose contra las olas antes de que comience el temporal y de quien ha presenciado tanta desidia en multimillonarios hartos de títulos que entiende, antes de que suceda, de que hoy todo se termina, que la racha se acaba y de que el mundo, desde ahora en adelante, será un poquito peor.

Del desastre, tan sólo desazón. Hacía muchos, muchísimos meses que no sentía un nudo en el estómago como el que me provocó el cabezazo de Hugo Duro al fondo de la red. Fue lo más parecido a quedarme sin respiración a pesar de que mis pulmones se siguiesen inflando, lo más cercano a que el corazón dejase de latir aunque el bombeo fuese constante y lo más triste de las cosas menos tristes que he vivido en mucho tiempo, algo que vendría completar esa célebre frase valdanesca que reza eso de que "el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes". 

Recuerdo el silencio casi sepulcral que no se convirtió en tal por el murmullo de incredulidad que se formó por todo el coliseo blanco. En un segundo habíamos salvado al Valencia, le habíamos entregado la Liga al Barça y había presenciado en directo la primera derrota del Real Madrid en mis treinta y ocho años de vida. Dante no tenía ni idea de lo que era el infierno, estoy seguro de que yo, en ese preciso momento, lo habría descrito bastante mejor. 

Me eché las manos a la cabeza y me hundí en ellas apoderándose de mí un desasosiego tal que ni siquiera mis seres más queridos pudieron sacarme de allí. Se acababa una racha de la que nada tenía que ver pero de la que me sentía tan orgulloso como de pocas cosas en mi vida. Se abría una falla, una grieta tal en mi corazón como no hubiese creído posible. Todo había cambiado en una décima de segundo de tal manera que la vida se hacía otra a pesar de que yo, en teoría, era el mismo de antes. Una vida peor, bastante más triste, cruel y realista que la que había llevado hasta ese momento y que sólo podrá empeorar el momento en que Modric se retire y me convierta, por primera vez, en un tipo más viejo que cualquier jugador de la plantilla del equipo de mi vida. 

Volví sobre mis pasos, arrastrando mis zapatillas blancas por el asfalto mojado y perdiendo la mirada entre los rascacielos de la capital. Todo había cambiado y lo había hecho a peor. La escala de colores se había convertido en gris, los sonidos en estruendos y rechinares, los olores habían desaparecido y el futuro se antojaba decrépito y lúgubre. Todo cambió en tan poco tiempo que no dio tiempo a asimilarlo hasta que el reloj siguió su curso y la realidad, como siempre, me hizo comprender lo que en el fondo es la vida: un conjunto de rachas, para bien o para mal, que un día cualquiera se terminan y te hacen comprender que nada dura para siempre. 

lunes, 17 de marzo de 2025

Paz

"Me daba tanta paz..." - susurró al infinito antes de quebrarse frente a la copa de vino que hacía las veces de confidente en esa noche lluviosa del mes de marzo. Y tras el enésimo sorbo, ahogándose como antaño en ella, recitó un soliloquio que se perdió por entre las paredes perladas de la alcoba antes de desaparecer para siempre en las fauces de una noche que ni siquiera tuvo la decencia de prestarle atención. 

"Sus ojos anacarados cruzándose con los míos al despertar, sus labios custridos de vida que bañaba de tanto en cuando en un lápiz de cacao rosáceo, su pelo castaño que se tornaba dorado cada ciertos meses, sus manos delicadas, su voz quebradiza, su constelación de lunares en el pecho, sus dedos entremezclándose con los míos y todos esos 'te quiero' a los que por fin pude responder.

Fue mi Yalta, mi Versalles y mi París, la quietud tras la tormenta o el sonido de las chicharras inundando las noches de verano. Los cañonazos de la vida dejaron de tronar en mi interior con el primer beso en aquella noche estruendosa repleta de cerveza y pasión, de banderas azules y amarillas de países escandinavos. Los crímenes acaecidos en tiempos pretéritos encontraron perdón entre las yemas de sus dedos y todos los pecados anteriores fueron perdonados por una diosa que transformaba su piel del marfil de enero al bronce de mediados de julio con la misma facilidad con que mecía mi destino a su antojo.

Me daba paz como los jilgueros se la dan a las ardillas en el bosque o la brisa marina lo hace con la tez de quien va a la orilla a olvidarse de todo lo demás. Una paz que parecía inquebrantable, eterna, celestial; una paz que amansaba corazones y apaciguaba almas heridas en contiendas pasadas. 


Paz. La misma que encuentra el bebé en brazos de su madre, con la que te topas cuando has llorado tanto de dolor que no queda dentro de ti una lágrima más, la de Dios cuando acudes a Él con rezos sinceros, la de Bach y Verdi, la de las letras de libros repletos de polvo que, de repente, salen de una estantería y se vuelven a abrir. La paz eterna de quien sabes que te ha robado el corazón como el que le arrebata a un niño su bolsa de caramelos: sin oposición alguna y con el convencimiento de que no habrá fisuras en el plan.

Guarecerme entre sus senos antes de dormir o agarrarla por la cintura cuando el sol asomaba a lo lejos. Las mañanas de octubre donde tan sólo se escuchaban las gotas golpeando contra el cristal o las tardes de mayo cenando en aquella mesa minúscula de conglomerado; el recuerdo de las velas apagándose en las noches más frías por el contraste del hielo con el vaho de un cuarto de baño hechizado de pasión, Rioja y amor. 

Y cuando pensaba que el reinado de los Borgia había concluido y mi época de reloj de cuco acababa de comenzar, se marchó por la puerta sin avisar como suele ocurrir cada vez que los milagros entran en mi vida. Quizá fue por un trapo rojo humedecido en exceso, quizá porque así lo quiso la el destino o quizá, simplemente, porque el guerrero que ha batallado en el mismo infierno no es merecedor del sosiego al que sólo los dioses y los sabios son capaces de aspirar y que, por desgracia, muy pocos consiguen. 

domingo, 9 de marzo de 2025

Ribera del Duero

Campos embarrados, nubes violáceas, golondrinas en el cielo y olor a hierba mojada. Carreteras infinitas que conectan pueblos moribundos que se aferran a la vida como el náufrago a merced de un mar embravecido lo hace con un flotador. Allá donde el tiempo no transcurre, donde el reloj se quedó encallado en épocas pretéritas de armaduras, enaguas, coronas, cruces, cruzadas y espadas. Campos de Castilla, Ribera del Duero, paisajes grisáceos, encinas, murallas, lacayos, barricas de roble y tierra por labrar.

Las campanas de las iglesias tan sólo repiquetean para ahuyentar a las cigüeñas que anidan sobre ellas y ni siquiera eso consiguen. Las calles están desiertas, las farolas apenas alumbran y tan sólo humean un par de chimeneas de las cientos que se alcanzan a otear. Huele a leña, incienso y soledad. Las viejas se guarecen en el brasero y los jóvenes, si es que queda alguno por allá, se refugian en el sabor del vino para ahogar sus penas, para rezarle a cualquier dios que pueda escuchar una plegaría de desesperación que desgarra el alma y pide auxilio para salir de una vida de arado, sarmientos, frío y quietud.

No deja de llover durante el día y por la noche las gotas golpean con dureza el techo de la buhardilla. Las tejas aguantan las embestidas con tesón, como llevan haciendo tantos años que uno ya ha perdido la cuenta y lo hacen hasta que los pájaros, madrugadores, trinan anunciando el nuevo día y un pequeño descanso de sol con unos rayos tenues que amenazan con desaparecer pronto. El frío ennegrece los paisajes rociando con un gris platino el horizonte y dándole tonalidades oscuras a lo que en no mucho tiempo serán verdes prados repletos de trigo, cebada y vid. Y ahí, en la tierra del desconsuelo y la soledad, en el lugar milenario que parece haber sido abandonado a su merced, nace un néctar maravilloso hecho por el hombre con el único propósito de acercarse un poco más a Dios.

Su amargor atrapa, engancha como una droga y abre los poros del alma como un soplo de aire lo hace con el ahogado. Su color se asemeja al de la sangre porque no hay bebida más pasional; su olor transporta a Castilla, su tacto amilana y su cuerpo enamora casi como el de una bella mujer. "El vino siembra poesía en los corazones" dijo el poeta que describió el infierno al detalle y bien sabe Dios que no es por casualidad, porque allí, en el mismísimo abismo, rodeado de ascuas, llamas y olor a azufre, no se bebe otra cosa.

Descorchar la botella ya se torna un placer y quien conoce a este humilde juntaletras sabe que el sonido más bonito de cuantos se escuchan es el del líquido resbalando por el cristal en la primera copa. Ese néctar oscurecido por la piel de la uva, rojizo, acaramelado y redentor rezuma pasión y angustia, amor y placer, lujuria, calor y vida. Se introduce en la boca y embadurna de sabor cada parte de ella: entumece la lengua, adormece las encías y consigue hacerte salivar como la campana de Pavlov. Luego, resbala por la garganta acariciando sus paredes como un enamorado lo hace con los senos de su amada, con la mezcla exacta de dulzura y frenesí. Eleva la temperatura corporal un par de grados, los necesarios para que una noche fría de marzo se vuelva tórrida y abrasora. El crepitar de la leña y el sabor del Ribera incitan al pecado por eso están equivocados quienes afirman que el vino es la bebida de los dioses, son estos necios los que no han entendido que es el mismo Lucifer quien se regodea en su trono de brasas y calaveras con las consecuencias de su creación porque nadie se halla más cerca del infierno que quien se deja engañar por el sabor de la uva fermentada, del cambio químico que se produce cuando el azúcar del fruto se convierte en alcohol y que, indirectamente, lleva a que la inocencia se transforme en impudicia y sensualidad. 

La ropa se hace innecesaria, las caricias se vuelven pecaminosas, las bocas se enfrentan en una guerra sin cuartel y el contraste entre el ambiente gélido de la calle y el averno recreado a una casa vieja de madera y piedra se asemeja más al de una novela que al de la vida real. Gemidos de pasión, éxtasis, embestidas y acometidas, embelesamiento y fascinación, amor elevado a la enésima potencia y la certeza de que si hay algo que pueda resumir lo que es la vida en su más puro, profundo e intrínseco concepto, son las noches de música, lumbre y vino. Ahí nace y muere el espíritu animal del ser humano, en el embrujo de un líquido que la naturaleza le regaló al hombre para que, por un momento, dejase de ser mortal y se convirtiese en deidad. 

miércoles, 29 de enero de 2025

Días tristes

"El invierno es una putísima mierda. Y de ahí no me baja ni Dios."


La melancolía se palpa desde primera hora de la mañana. El suelo húmedo, la niebla desparramada por el ambiente como un bote de sopa que se cae en la encimera de la cocina. Algunos creen que el primer golpe de frío viene cuando cruzas la puerta de casa pero en invierno llega mucho antes, en el preciso momento en que suena el despertador y sacas un dedo fuera del único resquicio de felicidad que tiene esta mierda de estación: el edredón. Ahí comienza la pesadilla y no termina hasta que vuelves de nuevo a él mucho tiempo después. 

Siempre hace frío. Siempre. Cuando sales de casa, cuando bajas por el ascensor, cuando sacas la basura, cuando te subes al coche y durante casi todo el viaje, exceptuando los cinco minutos en que consigues que la calefacción termine de calentar ese habitáculo infesto y cuando, después de media hora, eres capaz de alcanzar la temperatura idónea, has llegado al trabajo y te toca apearte para, efectivamente, volver a toparte con el frío. Y así en todas partes y durante todo el día... y hay gente a la que le gusta esto.

El cielo varía del gris antracita al plateado, pasando por un color perla y ceniza. Todo gris. Las calles están desiertas, desangeladas como una postal antigua de Chernóbil. Las sonrisas desaparecen al igual que las piernas y las faldas, que es como quitarle al mundo las tres mejores cosas que tiene. Las pieles son pálidas, las ojeras se acentúan y todo, absolutamente todo, se vuelve mustio y triste porque no hay época más triste que ésta y no hay gente más triste que a quien le gusta el invierno.

Pasear por el campo pasa de ser un placer rejuvenecedor a un padecimiento constante. Hay charcos, hay barro, hay hielo, los árboles se han secado, los pájaros no tienen ganas de cantar y hasta el sol, en las pocas ocasiones en las que se atreve a salir, lo hace con desdén y deseando volverse a la cama con premura. Las terrazas están desiertas y las sillas de éstas, mojadas; como los bancos del parque y no hay nada más desagradable que sentarte en un banco mojado. 

No hay bullicio en las calles, no hay vida en las plazas ni pelotas rebotando contra las paredes ni columpios en movimiento ni viejas en las puertas ni peonzas ni señoritas leyendo en las cafeterías. No hay amantes besándose sobre el césped ni gafas de sol ni guirnaldas ni noches eternas ni ganas de pasear. No hay ardillas trepando a los árboles ni música ni colas en los quiscos de gominolas. No hay más que una ciudad taciturna que vaga entre la neblina espesa que enlaza un día tras otro, que copa de monotonía una vida que rueda por inercia hasta una primavera a la que muchos le imploramos que, por favor, haga ya su aparición. Gente tachando los días como presos encerrados entre los barrotes de una prisión de hielo, tedio y sopor; hombres y mujeres apresados en la quietud y el desasosiego, en la tristeza infinita de unos días que duran poco pero que, extrañamente, se hacen eternos.  

Días tristes estos que tocan vivir. A nadie puede gustar enero ni siquiera a quien nació en él pero, como en esta vida hay gente para todo, cada año me toca lidiar con los que, al parecer, sí les gusta. Más tonto soy yo por caer en la trampa, por querer explicarle al ciego lo preciosa que es una puesta de sol o al sordo lo maravilloso que es pararse a escuchar cómo trinan los jilgueros. 

No hay poeta enamorado del frío ni amante de la vida que pueda decir que ésta es una época para vivir. No hay nada más alejado de la vida en el sentido en que yo la concibo que la muerte que trae consigo el invierno, que la tristeza que lleva aparejada enero y su lluvia ni la melancolía con la que uno afronta cada día, cada hora y cada segundo de lúgubre desolación de este solsticio repleto de desamparo, penumbra y aflicción. Pero, como siempre, existe un resquicio de esperanza en este horizonte negro que se antoja infinito: queda un día menos. Un día menos para que la vida vuelva a triunfar, el sol caliente y los cielos vuelvan a ser azules. Un día menos para volver a mirar con la soberbia de quien se sabe vencedor a todos los amantes de esta estación maldita que, gracias a Dios, ya queda menos para que finalice.