lunes, 25 de marzo de 2013

Semana Santa


Desde aquí, utilizando estas líneas, ruego e imploro perdón a Dios todopoderoso porque mientras el mundo rememoraba un año más la tradición más sagrada de la cristiandad, mi persona disputaba su particular Vía Crucis inundado en un mar de pasión muy distante a la del resto del planeta. 
La época de recogimiento y meditación quedó opacada por una lujuria que paso a narrar y de la que quiero hacerles testigos a ustedes para que comprendan que, en ocasiones, la tentación puede con todo, hasta con la más venerable de las tradiciones. 

Pasé el lunes comiendo de los besos de aquella mujer que me arrancó el corazón con el primer atisbo de sonrisa que forjaron sus labios. La besé entera, de pies a cabeza, aplicándome más si cabe en cada recoveco que su bendito cuerpo dejaba al descubierto con las caricias de mis labios. El martes el calor de la batalla se acrecentó y la guerra no tuvo cuartel durante toda la jornada. El edredón de plumas de mi habitación fue el escenario que ambos contendientes elegimos para que la desnudez de nuestros cuerpos se ensalzara en la más bella ofensiva de cuantas tuvo constancia el ser humano. Hubo pocas bajas y por una vez ganaron los dos bandos. Guerras así debería haber cada día, el mundo iría mucho mejor.
Un día después, con los primeros rayos del sol del miércoles, los besos y los mimos se transformaron en indecentes palabras que, de nuevo, llevaron directamente a que el día acabase más pronto que tarde y que de la candidez de un sol primaveral nos viésemos inmersos en la más penumbrosa noche. Poco importaba lo que pasase fuera, adentro la procesión seguía y ni la lluvia ni la nieve, ni diez mil cañones resonando en la calle podrían impedir que continuáramos a lo nuestro.

Parecía mentira que ya hubiera pasado más de la mitad de aquel lapso de siete días y que el jueves hubiera hecho acto de presencia sin ser invitado. Había que aprovechar el tiempo y desde luego que lo hicimos. El viernes santo llegó y con él el remordimiento de saber que debimos haber guardado luto en aquella santa semana. Nos reunimos de nuevo en la imparcialidad de la habitación y decidimos que la pasión de Cristo debía ser nuestra también aunque, a pesar del profundo respeto que guardamos al rito, nuestra forma debía divergir por caminos distintos a la del santísimo. El sudor impregnó las sábanas y el amor el ambiente. Bendita locura, bendito pecado mortal.

Durante el fin de semana arreció como si de una tempestad se tratase el frenesí de nuestros seres. Vimos como la magia de los días santos llegaba a su fin y como la desesperación de la separación inundaba nuestras entrañas. El lunes estaba próximo y no íbamos a dejar que viniese sin terminar los deberes, había que despedirse entre embestidas de fogosidad y lascivos arrumacos.
Una semana de pasión que dista en exceso de la que todos conocen, de la que la mayoría practican. El pecado invadió mi hogar en la época menos indicada y la conciencia me dicta ahora que pida disculpas, que encomiende mi alma a Dios y le suplique clemencia. Él sin embargo, no me podrá perdonar, exige algo que jamás podré tener ni con le podré ofrendar para conseguir su indulto: arrepentimiento. Pídame cualquier cosa menos eso.