Hablar
de crisis en cifras económicas es algo de lo que todos estamos ya más
que cansados. Los datos, los números, los balances, los porcentajes y
las encuestas son fríos como la nieve, distantes como la más lejana de
las estrellas. La crisis tiene detrás de esas cantidades miles de caras, de pensamientos, de desilusiones,
historias que hacen emocionarse, cabrearse, llorar y sobre todo, pensar
qué injusto es toda esta situación para la mayoría de personas que ni
siquiera saben qué es la prima de riesgo o las consecuencias de un
rescate económico. Eso es lo que fastidia.
En los últimos tiempos, los desahucios han sido la cara más amarga de la crisis, una de las gotas que está colmando el vaso
de la paciencia de 45 millones de personas en este país. Es ahí, cuando
se ve la muerte de una mujer a la que le quitan la casa o cuando sales a
la calle y ves cada vez más indigentes sin nada que llevarse a la boca y
durmiendo en cartones, cuando comienzas a acordarte de los familiares
más cercanos de toda esa chusma que nos ha llevado a esta situación. Sin
embargo, a pesar de que tenemos en las calles de todas nuestras
ciudades pruebas fehacientes de la crisis, hoy os quiero contar una
historia cercana, la que me ha pasado a mí y a mis amigos y la que nos
mantiene a todos cada día muy cabreados con el escenario actual.
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