Se levantó con fuerza, con ánimo, con el deseo inalterable de que esa mañana
sí, se pondría a escribir de nuevo. Fue como todos los días a la cocina después
de lavarse la cara en el lavabo. Fuera llovía, lo que lo animaba más todavía
para sentarse a garabatear la libreta en la que siempre comenzaba sus
borradores. Se enfundó una sudadera y puso agua a calentar. Echó cuatro
cucharadas de café soluble en la taza y la llenó hasta arriba de agua bien
caliente, a punto de hervir.
Sintonizó su emisora favorita y le bajó el volumen, le gustaba tener un
sonido de fondo pero no lo suficientemente alto como para que lo
distrajera. Subió todas las persianas posteriormente hasta la mitad,
perfectamente alineadas para que la luz de aquella mañana otoñal fuera la
idónea y para que el golpear de las gotas contra los cristales embellecerán
todavía más el nuevo día que comenzaba. Puso un posavasos en la mesa y encima
su taza de café caliente, se acercó un radiador a los pies y se enfundó unos calcetines
bien gruesos, odiaba sentir frío en ellos.
Posteriormente, desconectó el teléfono fijo y puso el móvil en silencio.
Sacó punta a tres lápices y los puso perfectamente alineados a la izquierda de
su libreta. Después, buscó un bolígrafo con el que hacer anotaciones en otra
hoja y lo colocó al lado de los lapiceros. Se sentó y buscó la postura idónea
para comenzar a escribir la que, a buen seguro, sería su mejor obra.
Ahí estaba: sentado, con los lápices afilados y en orden, el bolígrafo para
las anotaciones, los pies calientes, la lluvia repiqueteando contra la ventana,
la música a su nivel idóneo, la temperatura de la habitación no podía ser mejor,
su delicioso café en la mesa aromatizando todo el cuarto y el ánimo por las
nubes. Era perfecto.
Entonces dio un sorbo al café, se deleitó con su sabor y agarró un lápiz. Lo
acercó lentamente a la hoja en blanco y se quedó petrificado frente a ella.
Todo era perfecto, todo estaba colocado tal y como él deseaba, lo tenía todo...
excepto algo que decir.