lunes, 24 de septiembre de 2012

La cárcel

Se despertó en medio de la noche, asustado, con lágrimas en los ojos y todavía sin saber muy bien dónde estaba, como le había ocurrido durante los últimos siete días de su vida. Ahí se encontraba una noche más, acostado en un colchón rodeado de barrotes, en una celda penumbrosa de un lugar sin nombre ni ubicación conocida. Estaba asustado, melancólico, evocando aquel lugar cálido donde apenas unos días ante había dormido plácidamente antes de que lo trajesen por la fuerza hasta la celda donde se hallaba. ¿Qué había hecho él para merecer eso? se preguntó.

Las primeras lágrimas brotaron de sus ojos, al principio suavemente, aunque pronto el leve llanto comenzó a crisparse, a aumentar su tono y, finalmente, se convirtió en un berrido desolador que atestiguaba su malestar.
Las luces del corredor se encendieron y el miedo se acrecentó tensando sus músculos como las cuerdas de una guitarra. ¿Quién sería esta vez? ese lugar estaba lleno de sorpresas y hasta ahora sólo habían sido desagradables: baños fríos, paseos continuos, gente desconocida... Ya no podía aguantarlo más. Ni un segundo más.


Los pasos se hicieron cada vez más cercanos. Él miraba fijamente la puerta y veía a través de los barrotes cómo una sombra se acercaba. Estaba pálido, aterrado, con los ojos abiertos de par en par esperando a saber qué le depararía el destino que tan mal se estaba comportando con él desde que alcanzaba a recordar.

Y entonces, ocurrió.

La sombra se paró justo enfrente de él y sus ojos se cruzaron. Esa cara le resultaba familiar, la había visto mucho los últimos siete días de su vida. La mujer, con una sonrisa en la boca a pesar de sus ojeras, lo agarró por los brazos y lo sacó de la cuna. Desprendía un aroma embriagador y su pijama era suave y cálido. Él se dejó llevar, eso no parecía tan malo. La señora comenzó a cantarle una canción que, extrañamente, parecía gustar a su minúsculo cuerpo. Poco a poco, el miedo fue cesando y alejándose de ese bebé de apenas una semana de vida. La melodía lo acunó en un sueño placentero y los barrotes de su cuna dejaron de ser una cárcel para siempre. Él no podía saberlo en ese instante pero, justo ahí, en ese preciso momento, se encontraba en casa y más a salvo de lo que jamás volvería a estar ya que, cuando uno está en los brazos de mamá, no hay nada que temer.