Estaba seguro, ese día le diría lo mucho que la quería. Se había concienciado
durante toda la semana, por fin, le abriría su corazón. Sus amigos habían
quedado para comer en el bar que solían frecuentar. El joven entró y ella fue
su primera visión, todo lo demás, todo lo
que la rodeaba sólo emborronaba una imagen perfecta, única, exquisita,
magistral... preciosa. Estaba sentada con un vaso de vino en la mano,
increíblemente bonita. Llevaba un vestido azul con rayas blancas que caía casi
al nivel de la rodilla. El moreno veraniego había hecho presencia en su cuerpo
y se acentuaba más si cabe por el brillo de sus ojos azules. Estaba tan bonita
que en un principio estuvo a punto de echar al traste los planes de su
enamorado, pero finalmente no fue así. El destino se alió con él y vio como la
silla que había inmediatamente a la derecha de Sara
(que así se llamaba ella) se quedaba libre. "Es una señal" se autoconvenció.
Avanzó presto y sin dilación a enfrentarse con su destino de una vez por todas.
Se sentó junto a ella y la saludó. Ella respondió con una sonrisa espectacular,
de película, de cuento de hadas.
Una brisa veraniega surcaba el restaurante y llevó el perfume de Sara
hasta las fosas nasales del chico, que se deleitó con él hasta embriagarse profundamente.
Estaba locamente enamorado, no había duda sobre eso. No era un amor cualquiera,
era mucho más. Un sentimiento único que él jamás había sentido pero que había
comenzado a despertar en él hacía casi un año y ahora era mucho más poderoso
que nunca. Se había enamorado de Sara
desde el primer momento, desde la primera vez que la vio en el comienzo del
verano anterior. Había llegado al pueblo a veranear y al mismo verla sintió que
se le quebraba el corazón. Hasta entonces no más de unas pocas palabras y algún
roce involuntario lo habían mantenido vivo. No sabia si ella le correspondía o
no, según le habían dicho sus amigos la cosa pintaba muy bien pero claro, en
esto del amor nunca se tiene la certeza absoluta. Así ha sido siempre y siempre
así será.
Un estornudo surgió de su boca y el chico se interesó por ella con un "¿qué
te pasa?" y ella le comentó que siempre por esa época solía coger
algún catarro sin importancia por el brusco cambio de temperatura. A él le
pareció tremendamente dulce, pero claro, su objetividad hacía tiempo que había sido
asesinada por la cursilería romántica.
La noche avanzó entre copas de vino, risas y deliciosos platos. El chico
sabía que era ahora cuando debía actuar, cuando tenía que decirle todo lo que
sentía, todo lo que la amaba, todo lo que iba a hacer por ella: cuidarla,
protegerla y quererla hasta el fin de los tiempos. Pero no era tan sencillo.
Aunque le había costado siete días y siete noches tomar la decisión, no había caído
hasta aquella noche cómo lo haría. El ambiente no era el más propicio para
hacerlo directamente, quizás con un
mensaje en el móvil... sí, eso podría ser hasta romántico: escribirle un
mensaje aunque la tuviera al lado, algo más o menos como: "Te quiero
como nunca he querido y como no creo poder volver a querer. Después alargo el
mensaje pero quiero que lo sepas" 140 caracteres que le hicieran una
primera idea de por donde iban los tiros. ¿Lo tomaría bien? ¿era un poco
precipitado? ¿le correspondería?. Entonces cayó en la cuenta de que ella no
tenía el bolso encima. ¡Maldita sea! lo había dejado colgado en la silla y probablemente no oyese el sonido y tuviera que esperar hasta más adelante y eso conllevaba un
riesgo implícito: podría ser que entonces no estuviera sola.
Así que se armó de valor, cogió una clínex de su bolsillo y le pidió un bolígrafo, ella extrañada se lo dio. Le escribió
en menos de 50 palabras todos sus sentimientos (más o menos) le explicó (más o
menos) todo lo que había sentido y le pidió (más o menos) que ella le
contestase con todo lo que sentía por él (más o menos). En ese papel viajaban todas
sus esperanzas, sus sueños, todos y cada uno de los sentimientos que su pequeño
corazón albergaba. Ahí iba media vida, en un papel esponjoso
y suave con el que se podía limpiar el culo literal y metafóricamente.
La miró, le tocó en el hombro y con una expresión de felicidad patente se lo
entregó: "toma, aquí tienes" fueron sus últimas palabras.
Ella, con otra sonrisa de oreja a oreja y con una mirada que hubiese
enloquecido al más casto y puro de los hombres contestó: "muchas
gracias".
Inmediatamente después, lo abrió
y se sonó la nariz con él. Una mancha de
tinta en la cara de su amada fue lo único que quedó de esa declaración de amor
y, por qué no decirlo, de la poca dignidad que le quedaba a nuestro querido
protagonista.