La historia de hoy se remonta no muchos años
atrás, en una habitación cualquiera de una ciudad cualquiera. Allí, escondidos
en una penumbra intermitente, únicamente perturbada por las pinceladas de luz que
penetraba por las pequeñas rendijas de la persiana, dos cuerpos desnudos
saboreaban el placer de un sentimiento exquisito, de la sensación
inconmensurable, del amor perfecto.
Un reloj colgaba de la pared de enfrente.
Sus manecillas seguían incansables el movimiento que, desde su primer momento
de vida, habían memorizado a la perfección. Los segundos daban paso a los minutos y éstos a las horas; unas horas que
debían separar a esos dos amantes de nuevo para alejarlos el uno del otro, para privarlos de
las caricias, los abrazos, lo besos… De soslayo él miraba de vez en cuando las agujas y quedaba horrorizado por la velocidad que adquirían. Era
imposible que el tiempo pasase tan rápido que ya apenas quedaran unas cuantos minutos para comerse a besos a esa chica que lo miraba con una media sonrisa
abrumadora, preciosa, irresistible. Él volvió a olvidarse de Cronos y se
abalanzó sobre su boca, humedeciéndose con sus besos, saboreando su lengua y
acentuando la temperatura de su cuerpo con sus caricias. Comenzó a besar su
cuello y fueron en esa ocasión los ojos de ella los que se quedaron fijos en
las manecillas de aquel reloj. ¡Qué poco quedaba para que la dejase, para que
volviera a surcar los mares y se alejase hasta que Dios quisiese volver a
reencontrarlos! No podía dejarlo ir, ahora no.
El tiempo se consumía segundo tras segundo y
únicamente sentía que, poco a poco, se le iba de las manos, que no podría
abrazarlo más, ni oír su voz, ni besar sus labios. Y no había nada que pudieran
hacer.
Pero entonces surgió el milagro. Porque si algo es
conocido entre los amantes más fervientes es que realmente el amor hace
milagros. Fue entre aquellos besos extenuantes, entre aquellas caricias
abrasadoras y entre aquellos abrazos febriles cuando ocurrió. De repente, el
tiempo comenzó a detenerse como por obra de magia. Como por deseo celestial las
manecillas empezaron a moverse cada vez más lentamente. Al principio los dos
pensaron que eran imaginaciones, simples pensamientos de un subconsciente que
les incitaba a creer que, efectivamente, lo estaban consiguiendo. Pero era muy
real. Porque cuando se ama todo es posible, porque cuando se quiere todo está
al alcance de la mano. Fue entonces cuando esos segunderos tan odiados por la pareja
unos minutos antes, dejaron de funcionar. El tiempo se detuvo. No fue un fallo
mecánico ya que los pájaros también dejaron de cantar, el viento paró de soplar
y se hizo el silencio. Un silencio atenuado por el sonido de los gemidos que
siguieron resonando en el eco hasta la extenuación.
Ya tenían el infinito para amarse, todo el tiempo del mundo para perderse mutuamente en un océano de pasión y, aún así, les pareció poco. Querían mucho más, querían toda la eternidad para estar juntos y jamás volver a separarse. Quisieron ser más fuertes que el tiempo y, finalmente, lo lograron.
Ya tenían el infinito para amarse, todo el tiempo del mundo para perderse mutuamente en un océano de pasión y, aún así, les pareció poco. Querían mucho más, querían toda la eternidad para estar juntos y jamás volver a separarse. Quisieron ser más fuertes que el tiempo y, finalmente, lo lograron.