miércoles, 10 de agosto de 2011

Luchando contra el tiempo

La  historia de hoy se remonta no muchos años atrás, en una habitación cualquiera de una ciudad cualquiera. Allí, escondidos en una penumbra intermitente, únicamente perturbada por las pinceladas de luz que penetraba por las pequeñas rendijas de la persiana, dos cuerpos desnudos saboreaban el placer de un sentimiento exquisito, de la sensación inconmensurable, del amor perfecto.

Un reloj colgaba de la pared de enfrente. Sus manecillas seguían incansables el movimiento que, desde su primer momento de vida, habían memorizado a la perfección. Los segundos daban paso a los minutos y éstos a las horas; unas horas que debían separar a esos dos amantes de nuevo para alejarlos el uno del otro, para privarlos de las caricias, los abrazos, lo besos… De soslayo él miraba de vez en cuando las agujas y quedaba horrorizado por la velocidad que adquirían. Era imposible que el tiempo pasase tan rápido que ya apenas quedaran unas cuantos minutos para comerse a besos a esa chica que lo miraba con una media sonrisa abrumadora, preciosa, irresistible. Él volvió a olvidarse de Cronos y se abalanzó sobre su boca, humedeciéndose con sus besos, saboreando su lengua y acentuando la temperatura de su cuerpo con sus caricias. Comenzó a besar su cuello y fueron en esa ocasión los ojos de ella los que se quedaron fijos en las manecillas de aquel reloj. ¡Qué poco quedaba para que la dejase, para que volviera a surcar los mares y se alejase hasta que Dios quisiese volver a reencontrarlos! No podía dejarlo ir, ahora no. 

El tiempo se consumía segundo tras segundo y únicamente sentía que, poco a poco, se le iba de las manos, que no podría abrazarlo más, ni oír su voz, ni besar sus labios. Y no había nada que pudieran hacer.
Pero entonces surgió el milagro. Porque si algo es conocido entre los amantes más fervientes es que realmente el amor hace milagros. Fue entre aquellos besos extenuantes, entre aquellas caricias abrasadoras y entre aquellos abrazos febriles cuando ocurrió. De repente, el tiempo comenzó a detenerse como por obra de magia. Como por deseo celestial las manecillas empezaron a moverse cada vez más lentamente. Al principio los dos pensaron que eran imaginaciones, simples pensamientos de un subconsciente que les incitaba a creer que, efectivamente, lo estaban consiguiendo. Pero era muy real. Porque cuando se ama todo es posible, porque cuando se quiere todo está al alcance de la mano. Fue entonces cuando esos segunderos tan odiados por la pareja unos minutos antes, dejaron de funcionar. El tiempo se detuvo. No fue un fallo mecánico ya que los pájaros también dejaron de cantar, el viento paró de soplar y se hizo el silencio. Un silencio atenuado por el sonido de los gemidos que siguieron resonando en el eco hasta la extenuación. 

Ya tenían el infinito para amarse, todo el tiempo del mundo para perderse mutuamente en un océano de pasión y, aún así, les pareció poco. Querían mucho más, querían toda la eternidad para estar juntos y jamás volver a separarse. Quisieron ser más fuertes que el tiempo y, finalmente, lo lograron.