Eran las 9 de la mañana, hora argentina, y dormía en el sofá cama del salón. Ya había oído los ruidos y el ajetreo típicos del día de la partida, pero, como siempre en esos casos, había decidido ignorarlos y seguir durmiendo un rato más. Unos minutos después, mi madre me levantó y me dijo que me preparara, que nos íbamos. Y era verdad, nos íbamos.
Ya con todo listo y con el coche de Mario, de Toni y de mi tío Javier en la puerta, nos montamos todos y salimos con destino a Ezeiza (el único aeropuerto del mundo que se escribe con “z” y se pronuncia con “s”).
Son esos días en los que te vas fijando en todos los detalles de la calle, en detalles que vas a echar de menos, aunque no en todos los casos sean agradables. Con la radio de fondo y un atasco del copón, voy abandonando poco a poco —y aún sin darme cuenta— un país maravilloso.
Ya en el aeropuerto, aprovecho para hacer las últimas tontunas con mi fiel compañero de tontunas. Facturamos y hacemos todos los trámites burocráticos. Pasa el tiempo y, cuando me doy cuenta, ya estoy montado en un avión que ni siquiera te deja ver por última vez el paisaje del país donde he vivido los últimos 25 días. En un momento, ya estoy volando y dejo atrás Argentina.
La llegada, la emoción de volver a ver a papá o a los amigos, todos sabéis que existe. Pero hoy, escribiendo en este blog, me gustaría dejar constancia de la tristeza que da dejar a toda aquella gente maravillosa que vive a muchos miles de kilómetros, pero que está muy, muy cerca de mí.
"Nunca me fui", como dice Sole en su canción.
"Aún huelo el asado del abuelo,
aún veo la casa llena de gente,
aún siento vuestros abrazos, besos…
y siempre, siempre, os llevo conmigo."
Adiós, mi Pampa querida.