jueves, 6 de agosto de 2009

El viaje de ida

Eran las 10 de la mañana y ya mi padre me gritaba desde la cocina que me levantase, que nos íbamos en breves momentos. Yo, aún entre el difícil camino del sueño y el mundo de los vivos, me levanto pensando que quizás se nos hacía tarde. Tenía el vuelo a las 16:00 y debía estar en el aeropuerto a eso de las 14:30 para facturar y demás. Evidentemente, no se nos hacía tarde, pero bueno, uno ya se acostumbra a sus padres, qué remedio.

Desayuno y, tras algunas gestiones burocráticas, cogemos el coche y nos vamos (mi papá y yo) hacia el aeropuerto de Alicante. A las 13:00 estábamos allí sentados, aburridos y con sueño, esperando durante una hora más a que se abriese la facturación de las maletas (no os preocupéis, ya me encargué de recordarle bien a mi padre que “a lo mejor nos faltaba tiempo”).

Vuelo de Alicante a Madrid y se me pasa volando, tanto como cerrar los ojos y abrirlos en Barajas. Así da gusto viajar. Allí, después de casi 5 horas sin compañía “real” (ya que Vinuesa me deja tirado cual perro pulgoso en medio de la calle y nadie se dignó a visitarme), finalmente me quedo con Pérez-Reverte y el móvil, sin saber muy bien cuál de los dos es más agradable. Al final, y tras mucho, mucho, mucho esperar, cojo mi vuelo para cruzar el océano.

Dormí. La verdad es que no puedo decir que estuve viendo todo el rato lo maravilloso que es cruzar el Atlántico de noche, porque me pasé casi todo el viaje con Morfeo en su reinado (qué poético me ha quedao eso). Pero sí lo disfruté. Y lo disfruté porque estuve despierto y plenamente consciente en los momentos más importantes, más agradables y más bonitos del vuelo (aún no sé cómo hay gente que le teme a volar). Estuve consciente en el despegue, cuando el avión tomó altura, se alejó de Madrid y me ofreció una vista increíble: la de mi segundo hogar desde el aire, alejándose de tierra y transformando el bullicio, el estrés, los coches, los edificios y hasta la gente en meras luces de Navidad. Precioso.

Minutos después del despegue y ya surcando el firmamento, veo cómo, poco a poco, nos acercamos a la luna. Una luna casi llena a la que nos arrimamos como queriéndola tocar, pero ella (qué estúpida, la tía) se mantiene distante y solo se digna a dejarnos verla desde otra perspectiva, esta vez dejando las nubes bajo nuestros pies.
Entonces me dormí. Fue un sueño largo y, aunque no excesivamente cómodo, sí muy gratificante. La nana que me cantaba el sonido de los motores me llevó a esa sensación —una de las mejores del mundo— que te hacen sentir los viajes por la noche. Con el cielo oscuro y ese poquitín de frío con el que te acurrucas para conseguir un poco de calor que te proporciona el más delicioso placer.

Finalmente, llegamos. Y no es que fuera un viaje corto —fueron casi 13 horas—, pero llegamos. Todo tiene su final, y este era el de mi primer viaje a Argentina en solitario. Creo que me quedo con este momento: la llegada. Por megafonía se nos comunica que estamos llegando a Buenos Aires. Yo abro la persiana del avión, pero no se ve nada, solo oscuridad. ¡Vaya robo!, pienso. Sigo mirando, impaciente por observar algo, pero nada. ¡A mí me han “timao”!
La impaciencia es quizás la culpable de que después, cuando por fin pasa lo que deseas, te guste todavía más.

Ahí, de repente, y pegado a una oscuridad que resultó ser un río, aparecen miles de millones de lucecitas en el espectáculo más grande que jamás he visto. Un macrobelén de Navidad se alzó ante mis ojos y el avión, en conjunto, soltó un: “oooooh”.

Precioso. Solo se puede definir así. Quise hacer una foto (mucha gente la hizo), pero no llevaba la cámara encima (gran error, lo sé), así que no puedo ofreceros una panorámica increíble. Seré egoísta y me la guardaré en mi retina, para siempre.

Finalmente, el aterrizaje. Con un poco de tensión —como todo el mundo tiene cuando se va a aterrizar (y el que diga que no, miente)— y, al final de todo, aplausos. Eso solo se ve aquí: la gente aplaude contenta por haber llegado a casa, una casa que muchos llevan sin ver meses o incluso años. O quizás solo sean aplausos por haber llegado a tierra y no habernos quedado allí con los tiburones, quién sabe.